En los recónditos y exuberantes bosques de la República Dominicana, donde los ríos serpenteaban como venas de plata bajo la luna y las montañas se alzaban como centinelas eternos, existía un misterio que pocos se atrevían a explorar: las ciguapas. Estas enigmáticas criaturas eran parte de las leyendas locales, seres femeninos de belleza sobrenatural, con el cabello oscuro y largo que les cubría el cuerpo, y pies volteados hacia atrás para confundir a quienes intentaran seguirlas.
En el pequeño pueblo de Manabao, estas historias se contaban junto a las hogueras, y los niños escuchaban con ojos abiertos de asombro, mientras los ancianos advertían sobre los peligros de adentrarse demasiado en la selva. Pero para Mara, una joven curiosa y valiente, las historias no eran suficientes; ella quería conocer la verdad.
Mara había crecido escuchando a su abuela, Doña Juana, hablar sobre las ciguapas. Según su abuela, estas criaturas eran guardianas de la naturaleza, protectoras de los secretos más antiguos de la tierra, y solo se dejaban ver por aquellos que mostraban respeto y humildad hacia el entorno. Doña Juana había visto una ciguapa en su juventud, o al menos eso decía, y siempre hablaba de sus ojos profundos y su mirada que podía ver el alma.
Una noche, mientras el viento susurraba entre los árboles y la luna llena iluminaba el pueblo, Mara decidió que era el momento de buscar a las ciguapas. No por curiosidad banal, sino porque el bosque, que había sido su refugio y su hogar, estaba muriendo. Los ríos se estaban secando, y los árboles caían, víctimas de una tala indiscriminada. Mara sentía que debía hacer algo para salvarlo, y en el fondo de su corazón, sabía que las ciguapas podían ayudar.
Con una mochila ligera en la espalda, llena de provisiones básicas, y un machete para abrirse paso entre la maleza, Mara se adentró en la espesura. Caminó durante horas, escuchando los sonidos nocturnos del bosque, el canto de los grillos y el suave murmullo de las hojas moviéndose con la brisa.
La noche avanzaba y el bosque parecía más oscuro y denso. Mara se detuvo junto a un arroyo para descansar y refrescarse, cuando de repente, un suave canto comenzó a llenar el aire. Era una melodía hipnotizante, etérea, que parecía venir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.
Mara siguió el sonido, movida por una fuerza que no podía explicar. Sus pies la llevaron a un claro donde la luna bañaba el lugar con su luz plateada. En el centro del claro, danzaban varias figuras femeninas, sus cabellos negros flotando alrededor de sus cuerpos, como si estuvieran suspendidos en el agua. Sus pies descalzos tocaban suavemente el suelo, y sus movimientos eran tan fluidos como el río.
Mara observó, maravillada, sin atreverse a moverse por miedo a romper la magia del momento. Sabía que estaba viendo a las ciguapas.
Una de las figuras se detuvo y miró directamente hacia ella. Mara sintió que su corazón se detenía por un instante. La ciguapa que la observaba tenía ojos oscuros como la noche, llenos de sabiduría antigua y una tristeza profunda. Lentamente, la ciguapa se acercó a Mara, sus movimientos gráciles y silenciosos.
-¿Por qué has venido? -preguntó con una voz suave pero llena de autoridad.
Mara, recuperando el aliento, respondió con sinceridad.
-He venido a pedir su ayuda. El bosque está muriendo, y no sé cómo salvarlo. Sé que ustedes son sus guardianas y pensé que podrían ayudarme.
La ciguapa la miró fijamente por un largo momento, como si estuviera evaluando su sinceridad. Luego, asintió.
-Eres valiente, humana, y tu corazón es puro. Te ayudaremos, pero debes comprender que no será fácil. Para salvar el bosque, debes entender su dolor y su historia. Debes convertirte en una con la naturaleza.
Las otras ciguapas se acercaron, formando un círculo alrededor de Mara. Una de ellas, más anciana, habló con voz temblorosa pero firme.
-Debes seguirnos a nuestro hogar, donde el corazón del bosque late más fuerte. Allí aprenderás lo que necesitas saber.
Mara asintió, sintiendo que no tenía elección. Las ciguapas comenzaron a caminar, y Mara las siguió, adentrándose aún más en la selva.
El viaje fue arduo, y Mara perdió la noción del tiempo. La selva se volvía cada vez más densa, y el camino, más empinado. Pero las ciguapas parecían moverse con facilidad, como si fueran parte del bosque mismo. Finalmente, llegaron a una cueva oculta detrás de una cascada. La entrada estaba cubierta de enredaderas y musgo, y el sonido del agua cayendo era ensordecedor.
Dentro de la cueva, la temperatura era más cálida, y las paredes brillaban con una luz suave que emanaba de cristales incrustados en la roca. En el centro de la cueva, había un estanque de agua cristalina, y las ciguapas se acercaron a él, arrodillándose en silencio.
-Este es el corazón del bosque -dijo la ciguapa anciana-. Aquí es donde todo comienza y termina. Debes sumergirte en el agua y permitir que el bosque te hable. Solo entonces sabrás cómo salvarlo.
Mara, sin vacilar, se acercó al estanque y se sumergió en sus aguas. Al principio, sintió un frío que le cortó la respiración, pero pronto una calidez la envolvió, y su mente se llenó de imágenes y sensaciones.
Vio el bosque en su esplendor, lleno de vida y armonía. Luego, vio la llegada de los hombres, con sus máquinas y su codicia, destruyendo todo a su paso. Sintió el dolor de los árboles cortados, la tristeza de los ríos contaminados, y la desesperación de los animales que perdían sus hogares.
Cuando emergió del agua, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y su corazón latía con una nueva comprensión.
-Entiendo -susurró-. El bosque está sufriendo por nuestra culpa. Debemos detener la destrucción y sanar las heridas que hemos causado.
Las ciguapas asintieron, y la anciana habló de nuevo.
-Ahora sabes lo que debes hacer. Pero recuerda, humana, que nuestra ayuda no es eterna. Debes enseñar a los tuyos a respetar la naturaleza y a vivir en armonía con ella. Solo así el bosque podrá sanar por completo.
Mara prometió hacerlo, y con el corazón lleno de determinación, regresó a su pueblo.
A su regreso, Mara se convirtió en la voz del bosque. Habló con los líderes del pueblo, les contó lo que había visto y aprendido, y los instó a detener la tala y a cuidar los recursos naturales. Al principio, muchos se mostraron escépticos, pero con el tiempo, y al ver los primeros signos de recuperación en el bosque, comenzaron a escuchar.
Mara enseñó a su gente a plantar árboles, a recoger solo lo necesario y a vivir en armonía con la naturaleza. Y aunque las ciguapas nunca más se dejaron ver, su presencia se sentía en cada rincón del bosque, como un recordatorio de que la verdadera conexión con la tierra es un vínculo que debe ser respetado y protegido.
El bosque de Manabao volvió a florecer, y Mara se convirtió en una leyenda viviente, la joven que había hablado con las ciguapas y había salvado a su pueblo. Y cada vez que alguien se adentraba en la selva, susurraba una oración en agradecimiento a las guardianas invisibles que seguían velando por ellos desde las sombras.