Capítulo 6 6. RUMORES Y CABAÑA

Desde aquel día, me escapo cada tarde de mi casa en compañía aparente de Topacio y corro a mi encuentro con Pablo. Si, ese es su nombre, Pablo. Cada día me parece un hombre más fascinante.

No soy ingenua: sé que jamás podría presentarlo en sociedad. Un hombre sin apellido, sin fortuna, no tiene cabida en mi mundo. El matrimonio, por supuesto, es un sueño imposible. Pero entonces, ¿por qué me dejo arrastrar por esta atracción? Tal vez porque si no puedo aspirar a un esposo de linaje y riquezas, al menos puedo encontrar en Pablo algo que nunca tuve: libertad, emoción, deseo.

Topacio dice que entre los pobres no hay bodas, solo acuerdos silenciosos y vidas compartidas sin formalidades. "Arrejuntarse", lo llama ella. Ese destino no es para mí, me repito. Sin embargo, cada vez que estoy con él, esa palabra deja de parecer tan absurda.

-¿Por qué sigues viniendo? -me pregunta tres días después de mi caida al agua- ¿Qué es lo que quieres?

Sigue siendo poco sutil y eso es algo que he descubierto que me agrada, me da la oportunidad de ser más directa también.

-No estoy segura de qué busco exactamente -admití, sosteniendo su mirada intensa. Mi corazón se aceleró, como siempre que sus ojos se clavaban en los míos-. Lo que sé es que contigo no me siento juzgada. No me aburro.

Un destello de algo nuevo iluminó su mirada, y me atreví a añadir:

-Quizás busco un refugio. ¿Y tú?

Él no respondió de inmediato. Sus ojos descendieron lentamente hacia mis labios, y el aire a mi alrededor pareció volverse más denso.

-Creo que me atrae lo diferente que eres -sonrío coquetamente al escuchar eso.

Es lógico lo que dice. No soy una campesina, soy una mujer educada, con clase, definitivamente soy muy diferente al tipo de mujeres a las cuales él está acostumbrado. Su cercanía no me asustó; al contrario, me envalentonó. Algo en mi interior, una chispa que nunca había sentido antes, me dijo que no me apartara.

Quiero saber lo que se siente ser besada.

Mis labios se entreabrieron casi sin querer mientras él levantaba una mano hacia mi rostro. La caricia de sus dedos era cálida, firme, pero sorprendentemente delicada al recorrer mi piel y delinear mi labio inferior. El mundo entero pareció detenerse en el instante en que su rostro se inclinó hacia el mío.

Cuando sus labios tocaron los míos, fue como si todo mi cuerpo despertara de golpe. Primero fue un roce suave, casi tímido, pero pronto se tornó más firme, más profundo. Mis rodillas temblaron bajo el peso de la sensación desconocida, pero sus manos, fuertes y seguras, me sostuvieron por la cintura. En ese momento, no había jerarquías ni restricciones, solo nosotros dos y ese fuego nuevo que me consumía por dentro.

Cuando nos separamos, su mirada se encontró con la mía, cargada de una mezcla de intensidad y ternura que no supe interpretar del todo, pero una cosa era clara: también lo había disfrutado.

Desde entonces, nuestros encuentros han estado marcados por besos que desatan algo indómito en mi interior. Cada roce de sus labios aviva una llama que no sabía que podía arder tan intensamente. Sus caricias, tan firmes como su carácter, hacen que me sienta viva de una forma que nunca había experimentado. Mi corazón se agita, mi temperatura sube y me siento extrañamente húmeda en cierta zona que no debo nombrar.

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-¿Es verdad lo que estás diciendo, Topacio?

Mis palabras salen apresuradas, temblorosas, incapaces de ocultar la agitación que hierve en mi interior ante los rumores que acaba de compartir.

-Eso dice todo el pueblo, señorita. -Topacio, siempre con un aire de complicidad que roza la imprudencia, sonríe como si esta fuera una buena noticia-. Dicen que el joven Ortega llegó esta mañana. ¿No está contenta, señorita? Por fin se acabó la espera de la señorita Rebeca. Supongo que pronto habrá boda.

La sangre me hierve. Cierro los puños con fuerza clavando mis uñas en las palmas de mis manos. Temía la llegada de este momento, el momento en que se consolida mi derrota. Yo tengo más cultura, más mundo y clase que la insípida de mi hermana y aun así, no pude conseguir un marido.

-Ahora entiendo por qué mi hermana estaba tan alegre esta mañana -digo, ignorando la pregunta de Topacio. Mi voz tiene un filo que ni yo misma reconozco-. Seguro mi tía ya le había contado.

Iván Felipe Ortega. El partido soñado de toda mujer casadera: joven, apuesto, dueño de una fortuna considerable y, además, con un futuro que promete engrandecer su nombre. Ya es capitán, lo que garantiza que su estrella seguirá ascendiendo. Pero no será mío.

Topacio me observa, intentando descifrar lo que pasa por mi mente.

-Cuando termines tus deberes, avísame. Vamos a salir.

-¿Nuevamente, señorita? -su expresión cambia, esta vez reflejando preocupación-. La señora y la señorita Rebeca ya me han preguntado varias veces a dónde vamos, y no creo que me crean otra vez.

-Sí, nuevamente -respondo con firmeza-. Hoy más que nunca necesito escapar. Como siempre, me esperas en el mercado. Ayúdame, y esta noche te paso el vestido.

Ante la mención de su recompensa, su reticencia desaparece como por arte de magia.

Me preparo con la ropa más cómoda que tengo, lista para mi encuentro clandestino con Pablo. Esta vez llego antes que él. Me siento junto al arroyo y dejo que el agua fresca rodee mis pies descalzos, tratando de calmar la tormenta en mi interior. Es entonces cuando, entre las sombras de los árboles, creo distinguir la figura de un lobo. Mi aliento se corta y un escalofrío recorre mi espalda. No debí llegar tan temprano.

Por suerte, poco después, Pablo emerge de entre los árboles, y la tensión en mis hombros se disuelve al verlo.

-Llegaste temprano -me dice con una sonrisa tranquila.

-Tenía muchas ganas de verte -respondo, dejando que algo de verdad se filtre en mis palabras. Aunque no es la única razón.

-Me alegra escuchar eso. Hoy quiero mostrarte algo.

Sin más explicaciones, toma mi mano con esa mezcla de fuerza y cuidado que siempre me desconcierta. Me guía por un sendero estrecho hasta que llegamos a una pequeña cabaña, escondida en medio del bosque.

-¿Qué opinas?

Miro a mi alrededor. Es un lugar humilde, casi primitivo, con paredes de madera y un techo que parece haber sido reparado recientemente. No puedo ocultar mi reacción.

-No te gusta, se nota en tu cara -dice, su tono más divertido que molesto.

-Estoy acostumbrada a lugares más grandes y cómodos, disculpa. ¿Vives aquí?

Él ríe ante mis palabras, esa risa cálida que tiene la capacidad de desarmarme.

-No, vivo en la Hacienda Amanecer. Pero hace unos días encontré esta cabaña abandonada y pensé que sería un lugar seguro para nosotros. La he estado arreglando en mis ratos libres.

Miro a mi alrededor con más atención. Aunque modesta, la cabaña está limpia y ordenada, con muebles de madera hechos a mano.

-¿Hiciste todo esto?

-Algunas cosas, no todas.

Mientras hablo con él, no puedo evitar compararlo con Iván Felipe. Pablo no tiene su dinero ni su posición, pero hay algo en él, una energía salvaje y auténtica, que me atrae de una forma que nunca imaginé sentir.

Me acerco casi sin pensar y enredo mis brazos alrededor de su cuello, guiándolo hacia un beso. Dentro de la cabaña, la atmósfera cambia. Me siento más audaz, más libre. Mis manos se deslizan bajo su camisa, y mi piel se enciende al contacto con la suya. Su fuerza, su pasión, hacen que me pierda en sensaciones que apenas entiendo.

-Serás mi mujer, Martha -dice de pronto, con una intensidad que me deja sin aliento.

Me río, un poco nerviosa, un poco encantada.

-No oficialmente. Soy una duquesa, y el hombre que se llame mi marido tiene ciertos requisitos que cumplir.

Él me mira como si acabara de decir la mayor tontería del mundo. Luego, su risa se une a la mía, pero hay algo más profundo en sus ojos.

-No entiendes lo que digo, pero pronto lo harás. Eres mía, y yo seré quien te convierta en mujer.

En ese momento, siento cómo mi mundo, mis certezas, incluso mi propia identidad, empiezan a cambiar. Algo dentro de mí parece despertar.

            
            

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