Ha sido un día de trabajo arduo, pero hoy algo en el aire me impulsó a hacer algo diferente. Dejé atrás los confines habituales de mi territorio y me aventuré más abajo, siguiendo solo mi instinto. Así fue como terminé en una parte del bosque cercana al pueblo, un lugar al que rara vez nos atrevemos a venir. Pero, para mi sorpresa, este paraje tiene una belleza serena, casi mágica. Los rayos del sol se filtran entre las hojas, pintando destellos dorados sobre el musgo, y el aire huele a tierra húmeda y flores silvestres.
Después de tanto correr, siento el cansancio en mi cuerpo. Con un suspiro, dejo que mis huesos se reajusten y mi forma humana vuelva a tomar el control. Es un proceso tan natural para mí como respirar, aunque no deja de maravillarme cómo el vello se retrae y la familiaridad de mi piel queda al descubierto.
El sonido de un arroyo cercano me llama invitándome a zambullirme en sus aguas. Sin embargo, justo cuando estoy a punto de rendirme al impulso, me detengo.
Este no es mi territorio.
Recuerdo de inmediato lo peculiar que son los humanos con temas como la desnudez. Es absurdo si lo piensas: todos nacemos desnudos, ¿Qué puede ser más natural? Y aun así, su incomodidad con lo evidente es desconcertante. No hay forma de coexistir y mantener nuestro camuflaje si ignoramos sus costumbres más básicas, infortunadamente.
Resignado, busco en el bosque hasta encontrar un viejo tronco hueco que usamos como escondite ocasional. Allí guardamos algo de ropa sencilla, adecuada para pasar desapercibidos entre ellos. La tela está algo áspera al tacto, pero el pantalon hará el trabajo. Poco tiempo llevaba en el agua cuando escucho el nítido sonido de alguien acercándose.
No tengo razón para huir, así que continúo disfrutando de mi actividad, hasta que me doy cuenta de que el intruso es una mujer. Eso si es extraño, las mujeres humanas no suelen andar solas, por lo que era poco probable este encuentro. Por escasos segundos sus ojos se posaron en mí, pero fueron suficientes para que su corazón se acelerara y se escondiera como un animalito asustado tras un arbusto.
Fue una situación divertida. Extiendo un poco más mi tiempo en el agua para poner atención a su comportamiento pero no se mueve, así que supongo no lo hará hasta que yo me vaya. Salgo entonces y mientras sacudo mi cabello con los dedos, la descubro observándome. Tiene curiosidad, pero hay algo más al fondo de sus ojos, una chispa de deseo que no había visto de manea abierta en la mirada de alguna mujer humana. Un sonrojo se extiende por su hermoso rostro haciendo evidente que soy el primer hombre que ella ve semi desnudo.
-Interesante -susurro al verla alejarse poco después por el mismo camino por el que llegó.
No me hacen falta mujeres. Soy un alfa y en mi manada hay mujeres bellas y desinibidas que me permiten disfrutar de su compañía en largas noches de pasión, pero reacciones como el sonrojo, la pena y pudor no es algo que se observe comunmente en mi realidad.
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El aire cambia, anunciándome su llegada antes incluso de que la vea. Su aroma, dulce y sutil como las flores del bosque al amanecer, se mezcla con el murmullo del arroyo. Mis ojos captan su figura al acercarse, cautelosa, como una criatura curiosa pero alerta. Los pliegues de su ropa caen con elegancia, envolviendo su silueta en un misterio que la hace ver aún más fascinante que ayer.
Ella camina hacia el agua con pasos ligeros, y su expresión parece caer ligeramente al no encontrarme. ¿Decepción? Mi pecho se llena de una satisfacción inesperada.
- ¿Qué hace una dama sola por estos parajes? -pregunto, dejando que mi voz rompa el silencio mientras me acerco despacio.
La reacción es inmediata. Incluso antes de girarse, su corazón delata su sorpresa. Su ritmo se acelera, resonando como un tambor al borde de la batalla. Cuando finalmente se da la vuelta, sus labios, suaves y rosados, se entreabren, pero ninguna palabra sale. El color abandona su rostro por un instante, como si mi presencia fuera demasiado para procesar.
-No estoy sola -logra decir al fin, enderezándose con una dignidad que admiro. Sus ojos, de un cálido marrón, me sostienen la mirada con una valentía inesperada-. Mi compañía está cerca.
-No es cierto -respondo con calma, dando un paso más hacia ella, acortando la distancia entre nosotros. Mi sonrisa se vuelve un poco más atrevida-. Ayer también estuvo sola aquí... observándome. ¿Me equivoco?
Sus ojos se agrandan, abiertos de par en par, y retrocede instintivamente. Pero sus nervios le juega una mala pasada. No nota lo cerca que está del borde del arroyo hasta que pierde el equilibrio y cae. El chapoteo es abrupto, rompiendo la serenidad del lugar, y en cuestión de segundos el pánico se apodera de ella. Sus movimientos son torpes y desesperados, los brazos golpeando el agua mientras grita por ayuda.
No dudo. Me lanzo al agua, alcanzándola con facilidad y envolviendo mi brazo a su alrededor para sacarla a la superficie. Sin embargo, en su descontrol, sus manos terminan golpeándome varias veces antes de que logre inmovilizarla.
- ¿Está usted bien? -pregunto al depositarla en la orilla, sorprendido de que no supiera nadar.-Si, estoy bien. Gracias -dice alejándose de mi y cubriendo su pecho con sus brazos.
-Sí, estoy bien. Gracias -responde, con la voz apenas un susurro. Se aparta rápidamente, abrazando su torso con los brazos en un gesto de pudor.
-¿Por qué se asustó tanto? ¿Acaso tengo cara de bandido? -bromeo, aunque no puedo evitar que mi mirada baje brevemente a su piel húmeda y al sutil temblor de su pecho agitado.
-No es eso -dice, desviando la mirada mientras un rubor se extiende por sus mejillas-. Debo irme. Es impropio que esté aquí... y así. -Comienza a alejarse, apresurada.
-¿Y no era impropio haberme espiado semidesnudo ayer? -pregunto con una sonrisa que no intento disimular.
Ella se detiene de golpe. Su cuerpo se tensa antes de girarse hacia mí, su mirada ahora llena de una mezcla de indignación y vergüenza.
-No es usted un caballero, ¿verdad? -me increpa, con un tono que intenta sonar severo pero que no logra ocultar su desconcierto-. Es tan poco delicado.
-Disculpe usted, señorita, pero no soy un caballero. Y no tengo la costumbre de morderme la lengua. -Mis palabras son firmes, pero no hay hostilidad en ellas-. Además, debería tranquilizarse. Si quisiera aprovecharme de usted, ya lo habría hecho. Estamos solos, y cualquier hombre podría dominar fácilmente a una mujer.
Ella me mira con una mezcla de estupor y algo que parece... reconocimiento. Las palabras que pretendía lanzar como un látigo quedan suspendidas en sus labios.
-Creo que tiene razón... aunque no es algo que deba decirse. -Se da la vuelta con una dignidad que parece querer reconstruir pieza a pieza. Se ocupa de escurrir su falda, aunque su intento de cubrirse es más bien simbólico.
Es inútil. Mis manos recuerdan el calor de su piel, el estremecimiento involuntario bajo mi toque. Esa vulnerabilidad que no la debilita, sino que la hace más intrigante, más... tentadora.
-Me alegra que seas tan razonable -digo, con una sonrisa que parece inquietarla tanto como agradarle.
No responde a eso, pero su mirada dice más de lo que imagina. Busco algo de ropa de mujer entre el árbol hueco y se la alcanzo.
-Cámbiese, podría enfermarse. Prometo no husmear-me mira dudando pero a la final acepta.
Desde ese momento, han pasado ya ocho días. Hay algo en ella, una picardía casi tímida, un fuego oculto tras esa vulnerabilidad que no he visto en ninguna otra. No es como las mujeres de mi mundo: fuertes, feroces, indomables. Ella es distinta.
Y eso me atrae como ninguna otra lo ha hecho antes.