/0/15749/coverbig.jpg?v=827af2e3633cdf2ef33e1bad3329b32f)
Blanca empezó a cambiar paulatinamente gracias al roce con sus amigas y aprendió a controlar sus propias emociones y sentimientos, charlando con ellas, compartiendo sus ideas y experiencias. Varias de sus amigas habían tenido ya sus primeros romances y besos, y eso era un logro que a ella la hacía entusiasmar y abanicar sus ojitos, afanosa y febril, pensando en lo hermoso que debía ser estar enamorada.
La adolescencia fue muy importante para ella porque se supo no solo que era muy hermosa y cautivante, tanto o más que sus amigas, incluso las que ya habían experimentado sus amoríos y flirteos iniciales, sino que también moldeó un carácter bastante dulce y agradable. Eso marcó un antes y después en la vida de ella frente a los hombres.
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Blanca quería descubrir el amor. Así pudo conocer a Édgar, el muchacho gentil y apasionado, romántico, muy dulce y a veces un poco tonto con el que compartía carpeta en el colegio. Era muy noble, sencillo y jovial, siempre divertido y haciendo chistes. -El colmo de un detective es perder el tiempo, je je je, ¡¡¡perder el tiempo!!!-, le decía a ella tratando de hacerla reír a cada instante. A él le encantaba la risita de Blanca, tan mágica, delicada, maravillosa y encantada. Hacían juntos las tareas que les dejaban los profesores casi siempre en la casa de él, porque era grande y tenía una computadora de última gama. -Hasta ahora no entiendo mucho lo de los programas, el internet-, reconocía Blanca, estirando esa risa traviesa y pícara que tanto deleitaba a Édgar. Entonces se enamoraron perdidamente y fue él quien la besó primero porque no pudo resistirse al tormento de verla tan hermosa, delicada, frágil y bellísima como una gaviota flotando en un límpido cielo azul- -Cabalga muy de prisa, sir Édgar-, le bromeó ella, después que él le estampó un besote cálido, vehemente y febril, sobre los delicados labios de Blanca. -Tú me haces un caballero impetuoso, hermosa doncella-, le seguía él la broma, encandilado de la belleza de su amiguita.
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Pero Édgar era demasiado enamoradizo también. Siempre había sido así. Era un mujeriego. Había enamorado a Blanca de la misma forma que ya lo había hecho con las otras chicas del colegio. Y es que a su forma de ser tan gentil y apasionado, a veces tonto, sumaba su estampa hercúlea con aires de don Juan. Ya entonces lucía muchos vellos en el pecho, tenía una espalda amplia y sus brazos eran grandotes. Sus facciones ásperas, rudas, bien pinceladas y pétreas, lo hacían irresistible a las muchachas. Blanca ya había escuchado antes a las chicas diciendo que Édgar es un amor, un hombre irresistible, ¡¡un bombón!!-, pero ella pensaba que él era suyo, enteramente suyo, y se sentía satisfecha y hasta orgullosa de que las otras mujeres lo deseen con locura. Imaginaba que se había sacado la lotería y, víctima de su adolescencia, de ser una chica soñadora e ingenua, lo soñaba convertido en su esposo y rodeados de muchos hijos. Édgar era el campeón de los deportes en el colegio, salía con varias muchachas a la vez y Blanca no se daba cuenta de eso porque estaba enceguecida de que el amor de ese chico le pertenecía y de que el corazón de ella, le era de él, de Édgar.
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Todo se derrumbó ese martes por la tarde, que Blanca quiso sorprender a Édgar en su casa. No tenían tareas, era el último mes de clases, los dos tenían buenas notas, Blanca había juntado un dinerito de sus propinas para ir a pasear, comer helado, quizás comer tostadas en un restaurante y pasarla bien mirando tiendas y a las mariposas de los parques, por lo que se puso muy linda, con un vestidito violeta entallado, pantimedias, se calzó zapatos con taco catorce para lucir enorme, se maquilló muy bien, dejó sus pelos desparramados sobre sus hombros y llevó la carterita oscura que le regalaron sus padres en su quinceañero. Quería lucir muy hermosa para Édgar porque ella soñaba y anhelaba tener una vida muy romántica y poética junto a él, y entregársele, además, en la primera vez que lo haría. ¡¡¡Édgar debía ser el primer hombre en su vida!!! Y cuando llegó ala casa, se llevó una terrible decepción. Édgar despedía con un besote en la boca a Mary, la porrista principal del colegio, la más bella de todas las chicas. Ella estaba muy acaramelada en los brazos de él, disfrutando de sus labios, engolosinada con su boca. Blanca se sintió morir entonces, decepcionada, dolida, humillada y quiso que la tierra se la tragase en ese mismo instante. Aplastada como se encontraba, lo único que hizo fue correr a su casa, meterse en la cama y hundida bajo los edredones, rompió a llorar a gritos, viendo sus sueños derrumbarse como un castillo de naipes y convertirse en nada en el silencio quebrado por su interminable llanto.
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Édgar nunca supo por qué Blanca jamás quiso verlo. La llamó un millón de veces, fue a su casa, le envió mensajes de texto a su móvil y a su e-mail, pero ella no contestó. Tan dolida y decepcionada quedó Blanca que ni siquiera asistió a la fiesta de promoción del colegio que se hizo en un local enorme, con orquesta contratada y que fue fantástica y muy comentada por toda la ciudad porque fue un derroche de algarabía, alegría, color, música, comida y trago. Ella había decidido olvidarse para siempre de esa etapa de su vida que le significó una terrible decepción, la primera y que le dejó una herida eterna en su corazoncito. Jamás supo, tampoco qué fue de Édgar. Algunas amigas, de las pocas que le sobrevivieron en esa etapa dolorosa de su vida, le contaron que se casó con Mary pero que su relación fue efímera porque, en efecto, Édgar siguió siendo un mujeriego empedernido, enamorando a cuanta mujer se le cruzaba en el camino. El sino de su destino era el sufrimiento, el mismo que le había provocado no solo a Blanca sino a las otras tantas muchachas que enamoró gracias a su estampa de dios helénico que rendía a todas las muchachas.