/0/15749/coverbig.jpg?v=827af2e3633cdf2ef33e1bad3329b32f)
Capítulo 2
Blanca no quiso estudiar alguna carrera profesional. Prefirió hacer oficios sencillos, agenciarse de recursos convertida en nana, cuidando ancianos o laborando medio tiempo en grifos y súper mercados. La situación económica en su familia no era buena y las circunstancias la obligaron a buscar diversos empleos, lo que, al menos, le permitían darse sus gustitos. Ella era muy responsable, disciplinada y ordenada y sus jefes estaban encantadas con su labor, empero ella soñaba siempre, con el empleo perfecto, algo que le diera muchas satisfacciones y sobre todo tranquilidad económica y emocional. En el internet aprendió algo de secretariado. Con lo que ganaba en los diversos oficios en que se aventuraba, pudo costear los gastos y el reconocimiento era oficial. Eso le robusteció aún más el ánimo. También se diplomó en auxiliar de contabilidad y de administración de empresas, por lo que estaba capacitada para cosas mayores, como decía ella satisfecha. Por entonces, se hizo muy amiga de Madeleine, una chica muy extrovertida, con la que trabajó en un grifo. Se iban siempre al cine, al parque, a discotecas, a veces al teatro y generalmente a la playa a disfrutar del Sol y la arena. Madeleine le decía que ella tampoco quería estudiar una carrera. -Mi sueño es casarme con un hombre de mucho dinero y vivir a sus costillas je je je-, reía ella, enfundada en sus siempre microscópicas tangas que lucía en el litoral, justamente para flechar algún caballero del jet set. A Blanca le daba mucha risa la desfachatez de su amiga. -Mejor no te hubieras puesto nada-, le decía divertida viendo las pitas que a duras penas contenían las grandes y pronunciadas quebradas, muy provocativas y sensuales de Madeleine.
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Madeleine, en ese sentido, tuvo suerte. Un caballero se interesó vivamente en ella. Eso fue, justamente en la playa. A ese hombre le impactó la belleza tan idílica de Madeleine y quedó flechado de buenas a primeras de su magia y de su encanto. Y así, subyugado de sus paradisíacas formas, le hizo conversación y una cosa fue a la otra. Se enamoraron y luego de un tórrido romance, muy cálido y apasionado, se casaron un viernes por la noche, en una sencilla pero emotiva ceremonia. Blanca fue la dama de honor de su amiga, sin embargo para ella, fue un tormento, viendo la dicha y fortuna de su amiga. El tipo no solo era guapo y muy dulce y tierno, sino un exitoso empresario y millonario. Su amiga, finalmente había consumado su preciado sueño de casarse con un príncipe azul que le permitiría "vivir a sus costillas", sin mayores preocupaciones, el resto de su vida.
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Eso fue inicio de un paréntesis tormentoso, traumático, dubitativo y lleno de cavilaciones para Blanca. Ella se convenció, primero, que el amor no era para ella, que los hombres se aprovechaban de sus encantos, que era demasiado frágil y sentimental y que finalmente estaba condenada a llorar. Queriendo emendar ese destino que, pensaba, le estaba signado, se enredó con un deportista, campeón de baloncesto, llamado Jonathan, al que conoció justamente cuando Madeleine celebraba su primer año de matrimonio. A Blanca le impactó la estampa hercúlea y muy varonil de Jonathan, enorme como un poste de alumbrado público, de formidables músculos, bíceps gigantes, como una cordillera, y sus brazos y piernas musculosas, propias de un deportista. Y otra vez cometió el error de insinuarse, sin saber qué terreno estaba pisando. A Jonathan le encantó la carita dulce de Blanca, su risita tímida, sus ojitos brillantes como luceros encendidos en la noche y también por supuesto de sus formas, bien hechas, muy armónicas que la hacían sumamente deseable y codiciable, un manjar exquisito. Bailaron toda la noche, rieron, se miraron, se gustaron y del hecho al trecho y de allí al lecho, hubo tan poca distancia que por la madrugada hacían el amor en forma desesperada, como lobos hambrientos, anhelantes de disfrutar de sus respectivos encantos. Blanco estuvo, al principio, vehemente e impetuosa, eufórica y frenética, besando con mucho afán la boca de Jonathan, queriendo embriagarse de su virilidad, acarició sus brazos grandotes, hechos de acero y se deleitó con sus vellos que alfombraban su cuerpo y lo hacían irresistible, avasallador y muy masculino, tanto que ella ya era una gran fogata, incendiando sus entrañas. Sin embargo, al momento, Jonathan pasó al ataque y se apoderó de todos los encantos de Blanca, saboreando sus pechos inflados como grandes globos, pétreos por la emoción del momento, lamió sus brazos tan lozanos y suaves como el velo de una novia y estrujó esas nalgas tan grandes, redondas, firmes y formidables que le habían impactado, desde el primer momento que la vio, entallada en un vestido que a duras penas contenían sus apetitosas carnes. Jonathan dejó huella de sus ansias en todos los rincones de Blanca, alcanzando, incluso sus parajes más distantes, colonizando sus rincones, sus quebradas, sus sinuosas carreteras, estampando sus besos, y su s caricias, como tatuaje de sus ganas y deseos hasta en el último centímetro de su ser. Luego avanzó hacia sus intimidades convertido en un gran ciclón arrasando con todas sus defensas, llegando hasta las fronteras más lejanas de la sensualidad de Blanca. Ella estremecida, eufórica, excitada y extasiada, no hacía más que gritar complacida, sumida en la inconsciencia, perdida en el espacio sideral, rodeada de muchas estrellas fulgurando en miles de colores. Cuando él alcanzó el clímax definitivo, Blanca aulló, convertida en una mujer lobo, arranchándose sus pelos alborozada y luego hundió sus uñas largas en la espalda de Jonathan, abriéndole grandes surcos, aferrándose a sus heridas, seducida a ese hombre que había sido capaz de hacerla suya con el mayor de los placeres.
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Hicieron el amor varias veces, siempre como fieras, mordiéndose y devorándose a dentelladas y Jonathan descubría cada vez más y nuevos encantos en ella, tesoros ocultos que no imaginaba y en forma sempiterna avanzaba hacia los parajes inhóspitos e íntimos de Blanca, alcanzando las máximas fronteras de ella, lo que la llevaba a sumirse en una y otra ocasión en el máxima éxtasis, extraviada en el limbo, subida a una nube de algodón, conmovida y eufórica, a la vez. Luego de tanta pasión, envueltos, los dos en llamas, Blanca se derrumbada sobre las almohadas, sudorosa, abanicando sus ojos, exánime y sin fuerzas, delirando por la pasión y virilidad de su amante que la taladraba sin compasión hasta hacerla sentir una piltrafa. Eso ocurría siempre que hacían el amor y se entregaban a los placeres de las carnes desnudas. Ella acababa las faenas y veladas románticas y poéticas desparramada sobre la cama, agotada, soplando mucho humo en su aliento, parpadeando con dificultad y el fuego intenso chisporroteando por todos sus poros. Entonces Blanca se convenció que al fin había encontrado al amor de su vida en los brazos, besos y caricias de Jonathan. -Ahora sí puedo ser feliz-, le dijo a Madeleine esa noche cuando le confesó que era muy dichosa amando al deportista. Todos sus temores,, desconfianzas y decepciones por fin terminaban y se abría una nueva página de felicidad para ella. ¡¡¡Por fin Blanca descubría el amor verdadero!!!