/0/15749/coverbig.jpg?v=827af2e3633cdf2ef33e1bad3329b32f)
Superado el trance, Blanca se enamoró después de Harold. Lo conoció en un empleo temporal como oficinista en una empresa textil. Ella se encargaba de escribir, almacenar e imprimir todos los circulares del área de recursos humanos y Harold era el conserje que se encargaba de llevar las notificaciones a todos los despachos. Apenas ella se sumó al trabajo, con un contrato tan solo temporal, impactó, sobremanera en Harold. A él le pareció ella demasiado hermosa, encantadora y curvilínea, deliciosamente cincelada por la naturaleza.
Le gustaron sobremanera sus pelos largos, su figura bien delineada, su busto enorme, inflado como globos y las nalgas bien redondeadas y provocativas, en su punto exacto. Sin embargo, la pensaba imposible de enamorar. La veía distante, demasiado elegante, sofisticada y gigante frente a un pequeño como él, sin estudios, con un trabajo sencillo, de mil fracasos, además, en el amor. Entonces lo único que hacía era soñar con los besos y las caricias de Blanca, y pensarla devotamente en sus noches de alcoba, imaginándola suya, queriendo alguna vez, dejar huellas de sus ansias y deseos en esas sinuosas carreteras que adornaban la voluptuosa anatomía de Blanca.
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Ella sabía que Harold estaba encandilado de su belleza. Algo que ella tenía muy desarrollado era su sexto sentido. A Blanca se le hacía fácil, entonces, leer los ojos de los hombres, y las pupilas de Harold eran un libro abierto donde se detallaba, sin problemas y a plena luz, todos sus sentimientos. En realidad estaban escritos en grandes moldes, plateados, fulgurando en su mirada. Blanca juntaba los dientes sintiéndose halagada y deseada a la vez por aquel muchacho desgarbado, famélico, sin gusto para el vestir, despeinado, tímido y con los ojitos siempre tristes y amarillentos. Blanca aun no había superado la decepción con Édgar y por eso, quizás, pensó en una reivindicación a su ego, con Harold. Era obvio y evidente que su compañero de trabajo estaba muy enamorado de ella, que le gustaba demasiado, que estaba encandilado de su belleza, y pensó en darle una ocasión. A Blanca no le interesaban las distancias o las vallas altas o los complejos de inferioridad o traumas psicológicos y afectivos que podrían haber de por medio. -Todos somos iguales- solía decirse siempre y por eso decidió darle una oportunidad a Harold.
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Fue ella entonces la que invitó a salir a Harold, un viernes por la noche, para ir a ver una película que estaba en cartelera. Harold quedó boquiabierto y pasmado cuando Blanca le pidió que la acompañase. -Es una buena película-, le dijo estirando una sonrisita mágica en sus labios rojos, marco ideal de su provocativa boca que evidenciaba la miel de sus besos. -¿Yo?-, balbuceó hecho un tonto Harold. Y ella sonriente le pidió recogerla de su casa a las siete en punto. Harold por supuesto, muy emocionado, dichoso, sintiéndose navegar en el espacio, se puso una camisa elegante, su mejor pantalón, lustró sus zapatos, se peinó lo mejor que pudo, compró dulces en la tienda de la esquina y se presentó puntual frente a la casa de Blanca. A ella le emocionó verlo tan bien arregladito, distante a ese chico desgarbado que no dejaba de mirarle los ojos, el busto y las piernas en la oficina y que estaba prendado de su belleza. Y la pasaron de maravillas en el cine. Harold reía mucho, disfrutaba de la función, era muy divertido y a ella le encantaba que él fuera a veces tan infantil. En cierta forma le recordaba a Édgar y pensó, entonces, en un desquite a esa herida que aún estaba abierta en su pecho.
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Blanca se entusiasmó demasiado en Harold. Otra vez cometía el mismo error que con Édgar. Porque, ciertamente ella lo que quería era volver el tiempo atrás, recuperar el amor de Édgar, deshacer sus ímpetus mujeriegos y hacerlo tan solo suyo y Harold se prestaba a eso, porque su compañero de trabajo le facilitaba todo: ella le gustaba mucho, estaba enamorado, rendido a su encanto y obsesionado en su amor. Blanca nuevamente se atrevió a más y besó a Harold demasiado entusiasmada, pensando en haber encontrado el amor de su vida, en alcanzar esa felicidad que ansiaba tanto. Harold, por supuesto se encontraba en la gloria. Jamás pensó que aquella mujer tan fina y majestuosa, se fijara tanto en él siendo un tipo enjuto, pequeño y diminuto. Por eso era el hombre más feliz de la Tierra y pensaba haber alcanzado la felicidad eterna en los brazos cálidos, tiernos y sensuales de Blanca. El romance de ellos, entonces se hizo enorme, sólido y todo iba de maravillas, entre muchos sueños, anhelos, ilusiones y una poesía idílica que se multiplicaba al paso de las horas.
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Lo que no sabía Blanca es que Harold había cometido un crimen. Mató a una mujer en un asalto a un tragamonedas. Eso fue cuando él tenía dieciocho años y andaba en malas juntas. Integraba una banda de ladronzuelos y por querer conseguir dinero fácil, los compinches se aprestaron robar ese establecimiento, amedrentando a los ludópatas con la pistola, que justamente tenía en las manos Harold con tan mala suerte que se le escapó un tiro que atravesó el corazón de la mujer. Fue detenido y estuvo en prisión varios años, hasta que su abogado consiguió una libertad condicional, empero el juicio seguía y su situación era ya demasiado delicada. Los fiscales pedían treintaicinco años de cárcel por asesinato en primer grado y sus argumentos de disparo casual sin alevosía, cían, siempre en saco roto. Cuando Harold le contó eso a Blanca, ella quedó decepcionada y dolida, sintiendo que otra vez sus sueños se desbarrancaban y se hacían ilusos y fatuos. Sin poder contenerse rompió a llorar en los hombros de su amado, convencida que él sería condenado por homicidio.
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Y así ocurrió. Harold fue sentenciado a treintaicinco años de cárcel por el homicidio de la mujer. Blanca asistió al juzgado con la ilusión de que le darían una condena más benigna pero no hubo ningún milagro. Blanca tenía los ojos encharcados de lágrimas, cuando Harold se despidió de ella para siempre. -Te hubiera hecho tan feliz-, le dijo él. Blanca quedó en silencio, viéndolo perderse en los pasadizos del juzgado, conducido a la prisión. Suspiró y luego, cabizbaja, se marchó convertida en una sombra, entreverándose con la gente que iba y venía por los ambientes del edificio. Cuando al fin salió a la calle y respiró el aire fresco de la mañana, ya, sin poder contenerse, rompió a llorar a gritos y se convenció que el amor le estaba negado y que jamás conocería la felicidad.