A lo largo de su estancia, había aprendido que la vida en ese club era regida por reglas crueles. No podía salir de la habitación sin permiso, no podía hablar a menos que se le hablara primero. Todo a su alrededor le era ajeno, extraño, incomprensible. Lo único que permanecía constante era la figura de Mario, el patrón del club, quien aparecía de vez en cuando para hacerle preguntas, para mirarla con sus ojos fríos e implacables.
Una tarde, cuando el sol ya se había ocultado y la oscuridad comenzaba a apoderarse del espacio, Sophie escuchó los pasos de Mario acercándose a su habitación. Su corazón comenzó a latir con fuerza, un temblor recorriéndole el cuerpo. Sabía que su encuentro con él nunca era casual, que siempre tenía algo que preguntarle, algo que demandar. No quería enfrentar lo que él pudiera decirle, pero sabía que no podía huir. Estaba atrapada.
La puerta se abrió con un crujido suave y Mario entró, como siempre, con esa mirada de dominio absoluto. Él no era solo una figura temible, era una presencia imponente, que llenaba la habitación con su energía de control.
-Así que, aquí estás -dijo, su voz grave, casi mecánica, como si ya conociera la respuesta a todo lo que iba a preguntar-. Es hora de hablar, Sophie.
Sophie levantó la mirada lentamente, encontrándose con los ojos de Mario. Había algo en su mirada, una mezcla de indiferencia y peligro, que le helaba la sangre. No podía evitar sentirse como si fuera una marioneta en manos de alguien que jugaba con ella. Y, en ese momento, comprendió algo fundamental: él tenía el control, y ella no podía hacer nada para cambiarlo.
-Tienes una cara de niña asustada -comentó Mario, observándola con atención. Sophie bajó la mirada, no quería que él viera sus lágrimas, pero tampoco podía ocultar el miedo que le provocaba cada palabra que él pronunciaba.
-Dime, Sophie... ¿eres virgen? -preguntó él, rompiendo el silencio. La pregunta la sorprendió, la dejó sin aliento. Sabía que no podía mentir, pero tampoco quería darle satisfacción con su respuesta.
Un nudo se formó en su garganta. ¿Cómo podía responder a algo tan íntimo? ¿Cómo podía admitirlo frente a él? Pero el miedo la invadió y, finalmente, su voz tembló.
-Sí... -musitó, sin mirarlo a los ojos, como si el simple hecho de decirlo la despojara de algo más que su dignidad.
Mario sonrió, pero no una sonrisa amable. No era una sonrisa que tranquilizara, sino todo lo contrario. Era una sonrisa malvada, cruel, como si supiera que había encontrado una vulnerabilidad más, un punto débil que podía utilizar a su favor. Sophie trató de mantener la compostura, pero algo dentro de ella se quebró al ver esa expresión en su rostro.
-Entonces serás mi muñequita -dijo Mario, acercándose lentamente a ella. Su tono no tenía compasión, solo firmeza y frialdad. Sophie sentía cómo su pecho se oprimía al escuchar esas palabras, como si las estuviera marcando con fuego en su alma.
-Escucha bien, Sophie -continuó Mario, parándose frente a ella, observándola con sus ojos fijos-. Si haces lo que te digo, todo irá bien. Si eres buena y obedeces, no tendrás que preocuparte. Pero si cruzas la línea... las consecuencias serán dolorosas. No olvides quién tiene el control aquí.
Sophie intentó mantener la calma, pero su cuerpo no le respondía. Todo lo que quería era salir de allí, correr lejos, huir de las garras de ese hombre que parecía disfrutar con cada palabra que salía de su boca. ¿Por qué todo esto le estaba pasando a ella? ¿Qué había hecho para merecerlo?
Mario la observó unos segundos más, como si estuviera midiendo su resistencia, evaluando hasta dónde podía llevarla. Sophie no quería ser débil, no quería ceder ante su poder, pero sabía que había muy poco espacio para rebelarse. El miedo era una sombra constante, acechante, esperando atraparla en cada uno de sus pasos.
-Quítate la ropa -ordenó Mario de repente, con una voz autoritaria que no dejaba lugar a dudas.
Sophie lo miró con horror. No podía creer lo que estaba escuchando. Estaba tan asustada, tan perdida, que su cuerpo no reaccionaba como ella quería. Sus manos temblaban mientras trataba de entender lo que sucedía. Pero no había marcha atrás. No podía enfrentarse a él. No podía hacer nada para evitarlo.
Con el corazón destrozado y las lágrimas cayendo por sus mejillas, Sophie comenzó a desvestirse, lentamente, como si cada prenda que caía al suelo fuera un pedazo de su dignidad que se desvanecía. Cada movimiento era una agonía, cada gesto un recordatorio de su impotencia. El miedo, el dolor y la vergüenza se entrelazaban en su pecho, y el nudo en su garganta crecía.
Mario observaba con atención cada uno de sus movimientos, sin prisa, como si disfrutara de su sufrimiento. No le dijo nada más, solo se quedó allí, mirando cómo Sophie se despojaba de su ropa. Ella podía sentir sus ojos sobre su piel, haciendo que todo fuera aún más difícil de soportar.
Cuando finalmente Sophie estuvo completamente desnuda, se quedó quieta, mirando al suelo, deseando estar en cualquier otro lugar, deseando que todo fuera un mal sueño. Pero la realidad era que estaba allí, en esa habitación fría, expuesta y vulnerable, bajo el control absoluto de Mario.
Él se acercó, su presencia era opresiva, casi insoportable. Sophie temblaba, pero no podía hacer nada. Solo podía esperar lo peor, temer lo que vendría a continuación. En ese momento, Mario levantó una mano y la rozó suavemente en el rostro, como si estuviera evaluando su miedo, disfrutando de su sumisión.
-Obedece -le susurró con voz profunda. Sophie sintió que las palabras eran una sentencia, como si no tuviera opción, como si no pudiera hacer nada más que ceder.
El dolor de la situación se acumulaba en su pecho, como un peso que la aplastaba. Sabía que estaba atrapada, que su vida había cambiado para siempre, que lo que había sido ya no volvería a ser. Pero, en lo más profundo de su ser, algo seguía ardiendo. A pesar de todo el sufrimiento, a pesar de todo el miedo, había una chispa de resistencia. Y no importa lo que Mario hiciera o dijera, Sophie no dejaría que esa chispa se apagara.
No esa noche. No hoy.
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