El amanecer la encontró aún sentada junto a la ventana de su habitación, observando los campos de la hacienda extenderse más allá de lo que la vista podía alcanzar. La brisa fresca de la mañana entraba por la ventana abierta, pero no aliviaba el calor de la angustia en su pecho.
La puerta se abrió sin previo aviso y su madre entró en la habitación.
-No dormiste -observó Doña Isabel, con ese tono sereno que siempre usaba, aunque en sus ojos se reflejaba una sombra de preocupación.
Elena la miró sin responder. Durante años, su madre había sido la imagen de la obediencia. Nunca la había escuchado alzar la voz contra su padre, ni cuestionar sus decisiones. Siempre fue el reflejo de lo que se esperaba de una mujer en su posición: sumisa, elegante, intachable.
-Padre tomó su decisión -susurró Elena, incapaz de ocultar el temblor en su voz-. Y tú... ¿tú estás de acuerdo con esto?
Doña Isabel suspiró y caminó hasta la ventana, observando el horizonte con la misma expresión ausente que siempre llevaba en el rostro.
-No se trata de estar de acuerdo o no -dijo finalmente-. Es lo que debe hacerse.
Elena sintió que algo dentro de ella se rompía.
-¿Y qué hay de lo que yo quiero?
Su madre la miró con tristeza.
-Lo que quieres no importa, Elena. Importa lo que es correcto para la familia.
Elena sintió una mezcla de rabia y desesperación. ¿Era eso lo que le esperaba? ¿Convertirse en una sombra de sí misma, como su madre?
No. No podía permitirlo.
Esa tarde, Alejandro la encontró en los establos. Había un brillo diferente en sus ojos, uno que dejaba en claro que ya había tomado una decisión.
-Me iré contigo -susurró Elena, sintiendo su corazón martillar con fuerza en su pecho.
Alejandro parpadeó, como si por un momento no pudiera creer que esas palabras realmente salieron de sus labios. Luego, sus manos buscaron las de ella, apretándolas con fuerza.
-Nos iremos esta noche.
Elena asintió, sintiendo el vértigo de la realidad caer sobre ella.
El día transcurrió en un tenso silencio. Su padre parecía ajeno a la tormenta que se avecinaba, concentrado en sus asuntos de negocios. Su madre la observó varias veces con una expresión extraña, como si sospechara algo, pero nunca dijo una palabra.
Cuando la noche cayó y el reloj marcó la medianoche, Elena se deslizó fuera de su habitación con una bolsa pequeña en la mano. No podía llevar mucho. Lo esencial. Ropa, unas pocas joyas que podrían servirles para conseguir dinero.
El pasillo estaba en completo silencio, salvo por el lejano sonido del viento soplando entre los árboles. Su corazón latía con fuerza cuando bajó las escaleras, cuidando de no hacer ruido. Sabía que los sirvientes dormían, pero si la descubrían, darían la alarma de inmediato.
Cuando llegó a la puerta trasera de la hacienda, sintió la brisa fresca golpear su rostro. Alejandro la esperaba en la sombra de los establos, con un caballo ensillado y listo.
Ella corrió hacia él sin dudar.
-¿Estás lista? -preguntó en un susurro.
Elena asintió, sin confiar en su voz.
Pero antes de que pudiera montar, un ruido detrás de ellos la hizo congelarse.
-¡¿A dónde crees que vas, Elena?!
El sonido de la voz de su padre hizo que la sangre se le helara en las venas.
Elena pasó el resto de la noche en vela, con la mente atrapada entre el miedo y el deseo. Alejandro le había dado una opción que jamás se atrevió a considerar seriamente. Escapar con él. Romper con todo. Dejar atrás su apellido, su linaje, el deber que había sido impuesto sobre sus hombros desde que nació.
Pero el peligro era real. Su padre jamás lo permitiría. Si intentaban huir y los encontraban, no habría piedad.
El amanecer la encontró aún sentada junto a la ventana de su habitación, observando los campos de la hacienda extenderse más allá de lo que la vista podía alcanzar. La brisa fresca de la mañana entraba por la ventana abierta, pero no aliviaba el calor de la angustia en su pecho.
La puerta se abrió sin previo aviso y su madre entró en la habitación.
-No dormiste -observó Doña Isabel, con ese tono sereno que siempre usaba, aunque en sus ojos se reflejaba una sombra de preocupación.
Elena la miró sin responder. Durante años, su madre había sido la imagen de la obediencia. Nunca la había escuchado alzar la voz contra su padre, ni cuestionar sus decisiones. Siempre fue el reflejo de lo que se esperaba de una mujer en su posición: sumisa, elegante, intachable.
-Padre tomó su decisión -susurró Elena, incapaz de ocultar el temblor en su voz-. Y tú... ¿tú estás de acuerdo con esto?
Doña Isabel suspiró y caminó hasta la ventana, observando el horizonte con la misma expresión ausente que siempre llevaba en el rostro.
-No se trata de estar de acuerdo o no -dijo finalmente-. Es lo que debe hacerse.
Elena sintió que algo dentro de ella se rompía.
-¿Y qué hay de lo que yo quiero?
Su madre la miró con tristeza.
-Lo que quieres no importa, Elena. Importa lo que es correcto para la familia.
Elena sintió una mezcla de rabia y desesperación. ¿Era eso lo que le esperaba? ¿Convertirse en una sombra de sí misma, como su madre?
No. No podía permitirlo.
Esa tarde, Alejandro la encontró en los establos. Había un brillo diferente en sus ojos, uno que dejaba en claro que ya había tomado una decisión.
-Me iré contigo -susurró Elena, sintiendo su corazón martillar con fuerza en su pecho.
Alejandro parpadeó, como si por un momento no pudiera creer que esas palabras realmente salieron de sus labios. Luego, sus manos buscaron las de ella, apretándolas con fuerza.
-Nos iremos esta noche.
Elena asintió, sintiendo el vértigo de la realidad caer sobre ella.
El día transcurrió en un tenso silencio. Su padre parecía ajeno a la tormenta que se avecinaba, concentrado en sus asuntos de negocios. Su madre la observó varias veces con una expresión extraña, como si sospechara algo, pero nunca dijo una palabra.
Cuando la noche cayó y el reloj marcó la medianoche, Elena se deslizó fuera de su habitación con una bolsa pequeña en la mano. No podía llevar mucho. Lo esencial. Ropa, unas pocas joyas que podrían servirles para conseguir dinero.
El pasillo estaba en completo silencio, salvo por el lejano sonido del viento soplando entre los árboles. Su corazón latía con fuerza cuando bajó las escaleras, cuidando de no hacer ruido. Sabía que los sirvientes dormían, pero si la descubrían, darían la alarma de inmediato.
Cuando llegó a la puerta trasera de la hacienda, sintió la brisa fresca golpear su rostro. Alejandro la esperaba en la sombra de los establos, con dos caballos ensillados y listos.
-Vamos -dijo él en un susurro.
Elena asintió sin dudar. Subió al caballo con la ayuda de Alejandro, y en cuanto ambos estuvieron listos, partieron al galope.
El sonido de los cascos contra la tierra resonó en la noche. La adrenalina recorría su cuerpo con cada metro que avanzaban, alejándose de la hacienda, de su vida anterior, de todo lo que se suponía que debía ser.
No miró atrás.
No podía.
Porque por primera vez en su vida, estaba eligiendo su propio destino.