Entre el pecado y el destino
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Capítulo 3 3

El viento fresco acariciaba el rostro de Elena mientras el caballo trotaba a través del campo oscuro, cruzando paisajes que se desdibujaban en la oscuridad de la noche. A su lado, Alejandro parecía ser el único faro en su mundo. Pero dentro de ella, una tormenta interna comenzaba a formarse.

La huida estaba siendo un éxito. Habían dejado la hacienda atrás, y el peligro de ser atrapados parecía disminuir con cada kilómetro recorrido. Sin embargo, un pensamiento persistente comenzó a rondar en su mente: su padre. Su imposición, su control absoluto sobre su vida. Elena sabía que el viejo patriarca de los Alarcón no la dejaría escapar tan fácilmente.

¿Qué haría él cuando descubriera que se había fugado?

Aunque su padre siempre había sido una figura temida, Elena lo conocía mejor que nadie. Sabía cómo pensaba. Y aunque se le ocurrían mil formas en que podría reaccionar, había una opción que, aunque dolorosa, podría hacer que él cediera.

Si él pensaba que ya estaba perdida para su familia, tal vez...

La idea la alcanzó con la rapidez de un rayo. Elena había crecido bajo la sombra de la autoridad de su padre, siendo siempre su propiedad, su posesión más valiosa, lo que necesitaba más que nada en este mundo. El viejo Alarcón era un hombre de poder, pero también de orgullo. Un hombre que controlaba todo a su alrededor, pero que temía la humillación. ¿Qué pasaría si su hija ya no era una joya que se pudiera ofrecer en una negociación? ¿Qué pasaría si él pensaba que había sido despojada de su virtud, que ya no servía como una esposa perfecta para la unión de dos casas poderosas?

Elena miró a Alejandro, quien la observaba de reojo mientras cabalgaban. Su rostro estaba en la penumbra, pero aún podía distinguir la determinación en sus ojos. No había titubeo, no había duda en él. Pero Elena no estaba tan segura. En su mente, la única forma de escapar completamente del dominio de su padre era demostrarle que ya no podía usarla como una pieza de intercambio.

Sin palabras, Elena apretó las riendas de su caballo y, con un gesto que pudo haber pasado por casualidad, lo hizo detenerse. Alejandro se volvió hacia ella, frunciendo el ceño.

-¿Qué pasa? -preguntó, su voz cargada de preocupación.

Elena miró hacia el horizonte, tomando aire profundamente. Sentía cómo las palabras pesaban en su pecho, como una roca dispuesta a caer. Pero no había vuelta atrás. Había llegado el momento.

-Alejandro... -dijo finalmente, su voz firme, aunque con una sombra de dolor-. Si quiero que mi padre me deje en paz, necesito que sepa que ya no soy su propiedad. Necesito que crea que ya me he entregado a alguien... a ti.

Alejandro la miró, con una mezcla de confusión y sorpresa.

-¿Qué estás diciendo? -preguntó, pero Elena pudo ver en sus ojos que ya comenzaba a comprender.

Ella asintió lentamente.

-No puedo seguir siendo su prenda de intercambio. No puedo ser solo la hija que él quiere casarme con un hombre poderoso. Si me ve como algo que ya no puede controlar, tal vez me dejará ir. Si cree que ya no soy útil, tal vez me permitirá ser libre.

El rostro de Alejandro se suavizó, pero también parecía preocupado.

-Elena, no quiero que lo hagas. No es necesario...

Ella lo interrumpió, apretando las manos contra las riendas con fuerza, su mente enloquecida por la urgencia de la decisión que debía tomar.

-Es la única forma, Alejandro. Si quiero ser verdaderamente libre, tengo que perderlo todo. Y eso incluye la idea que mi padre tiene de mí. No puedo seguir siendo su hija perfecta.

El silencio entre ellos fue pesado. Elena sabía que Alejandro la amaba, pero también sabía que él nunca había esperado que llegara a este punto. No quería que ella tuviera que hacer este sacrificio, pero las palabras de Elena eran claras y certeras. Ella tenía que hacer algo que lo despojara de su control.

Con una mirada decidida, Alejandro finalmente asintió, comprendiendo lo que ella necesitaba.

-Entonces, si es lo que deseas, lo haré. Haré que tu padre crea que lo que dice es cierto. Pero esto no cambiará lo que siento por ti, Elena. Yo no soy como él. Nunca te veré como algo que se pueda vender o negociar. Eres mía de una manera que ni siquiera él podrá entender.

Elena no respondió, pero en su interior, una paz extraña comenzó a crecer. Quizás no podía escapar sin perder parte de sí misma, pero al menos ganaría lo que realmente quería: su libertad.

Esa noche, bajo las estrellas, Alejandro y Elena compartieron lo que ella ya había decidido que sería su sacrificio final. Cuando terminó, los dos quedaron juntos en silencio, con el conocimiento de que su futuro ya no sería el mismo, pero de alguna manera, tal vez ahora tenían una oportunidad de ser libres.

Elena cerró los ojos, esperando que su plan tuviera el efecto que deseaba. La vida no siempre era justa, pero al menos, ahora tendría algo que siempre le había sido negado: la oportunidad de ser dueña de su destino.

El día que siguió a su sacrificio fue un contraste silencioso. La huida había sido precipitada, pero por primera vez en mucho tiempo, Elena sintió que su vida tomaba forma, que sus decisiones importaban. Sin embargo, no podía escapar de una realidad: su padre inevitablemente sabría lo que había hecho. Cuando la noticia llegara a su oído, sería solo cuestión de tiempo antes de que él la reclamara, antes de que se enfrentara a la magnitud de su desobediencia. Y sabía que no podía esconderse para siempre.

Elena había aprendido, desde muy pequeña, que su padre no solo gobernaba su familia, sino que tenía una forma muy particular de manejar los asuntos que no le convenían. Aquella figura que había intimidado a todos los hombres y mujeres de su círculo, era la misma que había sido capaz de hacer que su madre se sometiera a su voluntad sin cuestionar. Para él, el poder era lo único que importaba. El control sobre su familia era absoluto. Y Elena sabía que, aunque ahora se encontraba a salvo junto a Alejandro, aún quedaba una confrontación inevitable.

A medida que avanzaban por caminos desconocidos, su mente no podía dejar de pensar en lo que sucedería cuando su padre descubriera que ella había escapado. No solo eso, sino que lo había hecho con Alejandro, su primo, un hombre que nunca habría considerado apropiado para ella, mucho menos para su futuro. El viejo Alarcón siempre había visto a Elena como una extensión de sí mismo, como una herramienta para preservar y expandir su poder. Si ella había caído en sus brazos, su orgullo sería quebrado de una forma irreversible.

El sol se despidió en el horizonte, bañando el mundo en una tonalidad dorada y rojiza. Elena y Alejandro se habían detenido en un pequeño refugio en las afueras de un pueblo, sin hacer mucho ruido para evitar levantar sospechas. Había pasado más de un día desde su huida, y la tensión en el aire era palpable. La incertidumbre sobre qué pasaría con su futuro crecía con cada minuto que pasaba.

-¿Crees que hemos hecho lo correcto? -preguntó Elena, su voz temblando ligeramente mientras observaba las estrellas en el cielo.

Alejandro, sentado cerca de ella, la observaba con un aire grave, su rostro iluminado por la luz suave del fuego.

-No lo sé -respondió sinceramente-. Pero lo que importa es que estamos juntos. Y eso es lo único que puedo prometerte. Nada más me importa ahora, Elena.

Ella asintió, sintiendo cómo una mezcla de gratitud y desesperación se apoderaba de su corazón. En su mente, sin embargo, lo único que prevalecía era la sombra de su padre. Sabía que, al final, él no permitiría que ella se escapara sin consecuencias. Había veces en las que sentía que las reglas del amor y el deseo no eran suficientes para liberarse de las cadenas invisibles que ataban su vida. Y esta vez, su sacrificio podía no ser suficiente.

En la mansión de los Alarcón, las noticias sobre la desaparición de Elena llegaron rápidamente a oídos de su padre. Él estaba sentado en su despacho, rodeado de papeles y documentos relacionados con negocios, cuando la figura de su mayordomo apareció en la puerta. La expresión de aquel hombre, normalmente seria y tranquila, estaba teñida de nerviosismo.

-Señor Alarcón, la joven Elena... ha desaparecido -informó con una voz grave, con el rostro contraído por la preocupación.

El rostro de Don Luis Alarcón se endureció al instante. Su hija, la única joya que quedaba en su hogar, se había ido. Huir con Alejandro, un hombre de sangre igual que la suya, pero aún así el último que había imaginado que ella elegiría. Su hija había desobedecido y, por si fuera poco, lo había hecho con un hombre que nunca estuvo a la altura de las expectativas de su familia.

Don Luis se levantó de su silla con un rápido movimiento, sus ojos fríos como el acero.

-¡¿Cómo se atreve?! -rugió, golpeando su escritorio con el puño. La rabia y la humillación comenzaron a apoderarse de él-. ¡Busca a mi hija, ahora mismo! No descansaré hasta que la encuentres. Y que le digan a ese bastardo que lo haré pagar.

El mayordomo no se atrevió a hablar, pero asintió rápidamente antes de salir disparado hacia la puerta. Don Luis se quedó mirando la habitación con los puños apretados, cada músculo de su cuerpo tenso por la furia. La hija que había educado para ser la pieza más valiosa en su red de poder, se había escapado. Pero no solo eso, Elena había dado el paso que él nunca habría permitido: se había entregado a alguien que no solo no era digno, sino que le había despojado de su influencia.

A medida que pasaron los días, Elena y Alejandro viajaron en silencio, evitando caminos principales y procurando que su huida fuera lo más discreta posible. La idea de ser descubiertos nunca la abandonó, pero tenía la esperanza de que su padre tardaría en dar con ellos.

En la madrugada de un día particularmente frío, Elena despertó al sonido de pasos que se acercaban. El temor la invadió, y sus ojos se abrieron al instante, buscando a Alejandro en la oscuridad.

-¿Qué pasa? -susurró, sentándose rápidamente.

Él se levantó y salió de la tienda donde habían improvisado su descanso, con el rostro tenso y el cuerpo rígido por la alerta.

-Alguien se acerca -dijo con voz baja-. Mantente alerta.

Elena trató de calmar su respiración, pero el miedo hizo que su pulso se acelerara. Unos minutos después, el sonido de los cascos de caballos comenzó a resonar en la quietud de la madrugada. No había duda: alguien los estaba buscando.

Alejandro miró a Elena, y ella vio la determinación en su rostro. Sin palabras, ambos sabían que el momento de enfrentarse a las consecuencias de su huida había llegado. Estaban listos para lo que fuera. No podían seguir huyendo para siempre.

            
            

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