Alejandro estaba de pie, la mirada fija en el camino por donde se escuchaban los ecos de la caballería. Su cuerpo estaba erguido, preparado para lo peor, pero la preocupación en sus ojos delataba su verdadera preocupación: ¿qué haría él si no podían escapar?
Elena, de pie a su lado, sentía una mezcla de miedo y determinación. El rostro de su padre se presentaba ante ella, como una sombra que nunca se disipaba. Sabía que la persecución no solo la involucraba a ella, sino a toda su familia. Su padre no toleraría que se burlaran de su autoridad de esa forma. Y en la mente de Elena, todo el sacrificio que había hecho para huir de su destino parecía estar a punto de desmoronarse.
-¿Qué vamos a hacer? -preguntó Elena, su voz quebrada por la incertidumbre.
Alejandro se volvió hacia ella, tomando sus manos con suavidad. Su mirada transmitía seguridad, pero ella no pudo evitar percibir la tensión en su rostro.
-Lo que sea necesario. No te dejaré. -Su tono era firme, pero su mente estaba en alerta, calculando cada posible salida, cada ruta que podrían tomar para evitar una confrontación directa.
Elena asintió lentamente, sintiendo una mezcla de gratitud y desesperación. Era extraño cómo, después de todo lo que había sucedido, todavía deseaba escapar de lo que la esperaba. Pero no era solo la huida lo que la inquietaba ahora. Era el hecho de que, por primera vez, estaba completamente a la merced de las decisiones de Alejandro. Y aunque lo amaba, no podía evitar preguntarse si él sería capaz de protegerla de lo que su padre podría hacerle.
La oscuridad de la noche parecía devorar todo a su alrededor. Los sonidos de los caballos se hacían más intensos, más cercanos. Elena podía sentir cómo la adrenalina comenzaba a recorrer su cuerpo. Sabía que, en cualquier momento, la confrontación llegaría. No había vuelta atrás.
De repente, los caballos aparecieron a la distancia, iluminados débilmente por la luz de la luna. Había al menos seis jinetes, vestidos con ropa oscura, sus figuras recortadas contra el cielo nocturno. Elena sintió cómo su corazón se aceleraba. Sabía que no era casualidad que fueran seis, sabían exactamente lo que hacían, y sabían que ella estaba allí.
-Es mi padre... -susurró Elena, con la voz temblorosa, aunque su expresión estaba marcada por la determinación.
Alejandro la miró con una intensidad en los ojos que le dio fuerzas. Él había escuchado rumores sobre la capacidad de su padre para controlar su familia y su destino, pero nada lo preparaba para enfrentar la ira de Don Luis Alarcón.
-No te preocupes, no dejaré que te lleven. Vamos a enfrentarlo. -Las palabras de Alejandro resonaban con una firmeza que poco a poco calmaba las dudas que se agitaban en el pecho de Elena.
Ambos se quedaron en silencio, observando cómo los caballos se acercaban, y un sentimiento extraño invadió el aire. Había miedo, sí, pero también una sensación de liberación. Finalmente, tendrían que enfrentarse cara a cara con la autoridad de su familia. Ya no se trataba solo de escapar; era una lucha por el control de sus propias vidas, un último intento por arrebatarle a su padre la tiranía que había ejercido sobre ella durante toda su existencia.
Cuando los caballos finalmente se detuvieron a unos pocos metros de ellos, el líder del grupo descendió de su montura. Elena reconoció inmediatamente a su padre. Su porte altivo, la mirada fría y calculadora, la voz grave que parecía resonar en cada rincón del mundo que dominaba. Don Luis Alarcón era una figura imponente, y aunque en su interior Elena ya no sentía el mismo temor reverencial, no podía evitar que su cuerpo reaccionara a su presencia.
-Elena -dijo Don Luis con voz baja, pero llena de veneno-. Sabía que tarde o temprano esto pasaría. Pensaste que podías huir de mí, que podías escapar de lo que te pertenece. ¿Acaso no sabes que todo lo que tienes, todo lo que eres, es por mí?
Elena se mantuvo en silencio, su mirada fija en él. Sentía cómo el peso de sus palabras le presionaba el pecho, pero no iba a ceder. No iba a dejar que él la viera como una niña que aún podía controlar.
-No soy tu posesión -respondió Elena, su voz fuerte y clara, aunque temblaba por dentro-. Soy dueña de mi vida, y ya no voy a ser parte de tus planes. No puedo vivir bajo tu sombra, padre.
Don Luis dio un paso hacia ella, la furia reflejada en su rostro.
-¡¿Dueña de tu vida?! Eres mía, Elena. Siempre lo has sido. Me has deshonrado de la forma más humillante posible. Y ahora vas a pagar por tu desobediencia. No voy a dejar que te vayas con él, con ese hombre que no es más que un simple primo, un hombre que ni siquiera tiene la capacidad de manejar su propia vida, mucho menos de gobernar la tuya.
Elena se adelantó, con el corazón latiendo fuerte en su pecho, pero sin retroceder ni un paso. Sabía que sus palabras eran solo amenazas vacías para un hombre que nunca había entendido lo que era el verdadero amor. Lo que él veía como una humillación, ella lo veía como una oportunidad de ser libre.
-No puedo seguir viviendo bajo tu control, padre -dijo, con los ojos firmes-. No lo haré. Y no importa lo que me hagas, ya no hay vuelta atrás. Estoy con Alejandro, y lo que tú digas no cambiará eso.
Don Luis la miró, furioso, y sus ojos se estrecharon con la furia que solo un hombre como él podría sentir al ver cómo se le escapaba el control.
-¡Agarra a esta traidora! -ordenó, mirando a sus hombres.
Pero antes de que pudieran moverse, Alejandro se interpuso entre ellos, su cuerpo tenso como una cuerda de violín, listo para defender a Elena a toda costa.
-Nadie va a tocarla. Ni tú ni tus hombres. -La amenaza era clara, y Alejandro, con la mirada fija en Don Luis, mostró una determinación que nunca antes había tenido.
El choque entre las dos fuerzas era inevitable. La lucha por el control de Elena y de sus vidas estaba a punto de comenzar.