Un nudo de hielo se formó en mi estómago. Observé cómo los ojos de mi madre se iluminaban mientras Paulina reía, con su mano elegantemente colocada en el brazo de Rodrigo. El cuadro de la familia perfecta. La familia que yo, la sangre de su sangre, nunca pude ser.
De repente, una voz entre la multitud se alzó. "Paulina, querida, ¿es cierto lo que dicen? ¿Que Rodrigo te dio un regalo misterioso, una pieza única para celebrar tu premio?"
Los murmullos se extendieron por el salón. Paulina se sonrojó, o fingió hacerlo, y miró a Rodrigo con una sonrisa cómplice. Él le devolvió la mirada con una devoción que me hizo sentir náuseas.
"¡Oh, vamos, Paulina! ¡No seas tímida! ¡Muéstranos tu regalo! ¡Queremos verlo!" , gritó alguien más.
Paulina sonrió, una sonrisa de suficiencia. "Bueno, ya que insisten..." Se giró hacia Rodrigo, que asintió con una mirada de adoración.
Mi corazón empezó a latir con fuerza, una alarma silenciosa resonando en mi pecho. Un mal presentimiento. Una sombra fría que se cernía sobre mí.
Un asistente trajo una caja larga y delgada, envuelta en papel plateado. Paulina, con dramatismo, desató la cinta. Dentro, sobre un nido de seda, descansaba una flauta de plata antigua, intrincadamente grabada con un patrón de hojas de laurel. Brillaba bajo las luces del salón, deslumbrante.
Paulina me miró, y por un instante, su sonrisa vaciló. Sus ojos se encontraron con los míos, y pude ver un pánico fugaz antes de que se recompusiera, sus labios curvándose en una expresión de falsa compasión.
"Alma, querida, pareces sorprendida. ¿Te sientes bien? Estás un poco pálida, ¿quizás el champán?" Su voz era suave, casi un susurro, pero su tono rezumaba una malicia apenas contenida. Siempre la misma Paulina, la que atacaba con sonrisas y puñaladas por la espalda.
No le respondí. Mi mirada estaba fija en la flauta. La reconocía. Ese patrón de hojas, ese brillo particular de la plata...
Me recorrió un escalofrío.
"¡Tócanos algo, Paulina! ¡Una serenata para celebrar tu victoria!" , exclamó alguien.
Las manos de Paulina se posaron en la flauta. La alzó con delicadeza, sus labios se curvaron en una sonrisa seductora. Sus ojos, una vez más, se cruzaron con los míos. Esta vez, había un destello de triunfo, de desafío.
Y luego, empezó a tocar.
La melodía fluyó en el aire, cristalina y melancólica. Una melodía que me era dolorosamente familiar. Una melodía que había nacido de mi propia alma, de mis noches más solitarias, de mis sueños más profundos. Era la pieza que había compuesto cuando me enamoré por primera vez, cuando creí que Rodrigo era el hombre de mi vida. Una pieza tan íntima, tan personal, que nunca la había compartido con nadie, excepto con él.
La había tocado para Rodrigo una noche, bajo las estrellas, en la intimidad de nuestro hogar. Era mi confesión silenciosa de amor, una melodía que representaba la esperanza, la vulnerabilidad de mi corazón.
Y ahora, Paulina la tocaba. La tocaba como si fuera suya, con la misma flauta que yo había visto en un catálogo de antigüedades, la misma que le había mostrado a Rodrigo, diciendo: "Si alguna vez te quieres dar un capricho, esta sería la pieza de un artista" .
Mi pecho se apretó, no de tristeza, sino de una furia helada. No eran solo mis pinturas las que me había robado. Era mi música, mi alma, mi historia. Rodrigo se la había dado. Le había entregado mi confesión de amor, mi pieza más preciada, a la mujer que amaba.
Las notas de la flauta parecían perforar mi piel, clavándose en mi carne como agujas. La humillación me quemó. La ira me consumió. Mi propia música, bailando en los labios de mi traidora hermana y mi infiel esposo.
Cuando la última nota vibró en el aire, el salón estalló en aplausos. Gritos de "¡Bravo!" y "¡Genial!" resonaron, ahogando los latidos furiosos de mi corazón. Paulina se inclinó, radiante, mientras Rodrigo la miraba con una adoración descarada.
Y yo, Alma, la verdadera artista, la verdadera autora de esa melodía, me quedé allí, transparente, invisible, como un fantasma en mi propia vida.