-¡Intentaste acabar con mi linaje! -rugió Damián por encima del aullido del viento.
No estaba escuchando.
Nunca escuchaba.
-¡Me contó lo de María! -grité de vuelta-. ¡Tú fuiste quien la mandó matar!
-¡Era un lastre! -bramó Damián-. ¡Era débil! ¡Igual que tú!
Lucía nos había seguido.
Se apoyó contra el marco de la puerta, abrigada dentro de la chaqueta de Damián.
Se veía perfectamente bien.
Sin dolor. Sin aborto espontáneo.
Solo una fría y engreída satisfacción.
-Necesita refrescarse, Damián -dijo Lucía suavemente, pero su voz cortó claramente a través del vendaval-. Mírala. Está histérica.
Damián miró la viga de construcción que se extendía sobre la alberca, donde se balanceaba una cuerda de mantenimiento.
-Cuélguenla -ordenó.
Los soldados dudaron.
Torturar a la hija del Don era una cosa.
Esto era... medieval.
-¡Háganlo! -ladró Damián.
Pasaron la cuerda alrededor de mis muñecas atadas y me izaron.
Mis hombros gritaron de agonía cuando mis pies dejaron el suelo.
Colgaba sobre el abismo, balanceándome impotente en el viento helado.
-Damián, por favor -susurré, no rogando por mi vida, sino por su alma-. No hagas esto.
Caminó hasta el borde, mirándome fijamente, luego echando un vistazo a Lucía.
-Córtala -dijo Lucía.
Damián sacó un cuchillo de su cinturón.
Me miró una última vez.
Hubo un destello de algo en sus ojos -¿arrepentimiento? ¿culpa?- pero fue instantáneamente tragado por su obsesión por el control.
Cortó la cuerda.
Y caí.
El aire pasó zumbando a mi lado.
El agua me golpeó como concreto.
El frío fue instantáneo, un shock que se apoderó de mi corazón.
Me hundí.
No sabía nadar.
Mis manos estaban atadas.
El pesado vestido actuaba como un ancla, tirando de mí hacia abajo.
El agua llenó mi nariz, mi boca.
Ardían como ácido.
Mis pulmones tuvieron espasmos.
Vi la superficie sobre mí, ondeando con las luces distantes del penthouse.
Vi la silueta de Damián mirando hacia abajo.
Estaba viéndome ahogar.
La oscuridad se deslizó por los bordes de mi visión.
El frío se desvaneció en una extraña calidez.
Pensé en María.
Iba a verla.
Luego, nada.
*
Bip. Bip. Bip.
El sonido era rítmico. Molesto.
Abrí los ojos.
Una luz blanca me cegó.
El agudo olor a antiséptico llenó mi nariz.
Estaba en una cama.
Intenté moverme, pero mi cuerpo se sentía como plomo.
-Despertaste.
Damián estaba sentado en la silla junto a la cama, leyendo tranquilamente un periódico.
Se veía inquietantemente doméstico.
-Te ahogaste -dijo, doblando el periódico-. Mis hombres te sacaron. Estuviste muerta por dos minutos.
Lo miré fijamente mientras el recuerdo de la caída se estrellaba sobre mí.
-¿Por qué? -grazné.
Mi garganta se sentía como si estuviera llena de vidrio.
-Porque Lucía te perdonó -dijo simplemente.
Se levantó y sirvió un vaso de agua.
-Me rogó que te salvara. Dijo que estabas mal de la cabeza por culpa de Los Valdés. Que no querías lastimar al bebé.
Me acercó el popote a los labios.
-Así que vamos a curarte, Sofía -susurró, apartando un mechón de cabello de mi frente-. Vas a descansar. Y luego, vas a ser la esposa perfecta. Porque nadie abandona a la Familia. Ni siquiera en la muerte.
Lo miré y me di cuenta de la verdad.
El agua no me había matado.
Pero Sofía de la Garza había muerto en esa alberca.
La mujer en la cama del hospital era algo completamente diferente.
Y ella iba a destrozar su mundo.