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Capítulo 2

Punto de vista de Elena

El sistema contra incendios se había activado antes de que la capilla pudiera arder de verdad, pero la sensación fantasma de agua fría con sabor a químicos todavía cubría mi garganta.

Dante me había sacado a rastras esa noche, su agarre dejando moretones, y me había arrojado en la parte trasera de su coche. No me había dirigido ni una sola palabra en las cuarenta y ocho horas desde entonces.

Ahora estaba sentada en la parte trasera de mi propia camioneta blindada, viendo la lluvia rayar el cristal a prueba de balas. Distorsionaba las luces de la ciudad en líneas borrosas y llorosas.

Enzo estaba en el asiento del conductor. Era menos un hombre y más un accesorio de la tapicería, una sombra que lo veía todo y no decía nada.

-¿Dónde está? -pregunté.

Enzo me miró por el espejo retrovisor. Sus ojos eran café oscuro, casi negros, y por primera vez, vi un destello de duda en ellos.

-En el restaurante La Toscana en San Pedro -murmuró finalmente-. Salón privado al fondo.

-¿Y Dante?

-Reunido con El Consejo en Santa Catarina. No volverá en dos horas.

-Bien.

-Elena -dijo Enzo. Era raro que usara mi nombre-. El guardia de la puerta. Le pagué, pero le tiene pánico al Don. Si Dante se entera...

-Si Dante se entera, le diré que te apunté con una pistola a la cabeza -dije, mi voz hueca-. Conduce.

Llegamos al restaurante veinte minutos después. No esperé a que Enzo abriera la puerta. Pasé de largo a la anfitriona, mis tacones sonando como disparos de advertencia sobre el suelo de mármol. El guardia sobornado en el salón del fondo se hizo a un lado, con el rostro pálido.

No toqué. Abrí la puerta de una patada.

Sofía Rojas estaba sentada en una mesa para dos, aunque estaba sola. Comía un risotto de trufa que probablemente costaba más que el salario mensual del guardia. Cuando me vio, no pareció asustada.

Sonrió. Era una sonrisa pequeña y frágil, del tipo que hacía que los hombres quisieran envolverla en mantas y quemar el mundo para mantenerla caliente.

-Elena -dijo suavemente-. No sabía que vendrías.

-Déjate de actuar, Sofía. Aquí no hay público.

Caminé hacia la mesa. Llevaba un collar de diamantes. Lo reconocí. Dante lo había comprado en una subasta el año pasado. Me dijo que era una inversión.

-Bonito collar -dije.

Se tocó la garganta, las yemas de sus dedos rozando las piedras como si comprobara que seguían allí. -Dante insistió. Dijo que me veía pálida. Pensó que me animaría.

-Quemó mi negocio por ti -dije, mi voz temblando con una rabia que intentaba suprimir desesperadamente-. Murió gente.

Sofía se encogió de hombros. Fue un gesto escalofriante y casual. -Fueron groseros. Dante es muy protector. Se siente responsable por mí. Por Luca.

-Usas a Luca como un escudo -espeté-. Lo manipulas.

-No tengo que manipularlo -dijo, su voz bajando a un susurro-. Él me ama, Elena. No como te ama a ti; tú eres su trofeo. Su Reina oscura y rota.

Se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con una malicia envuelta en dulzura. -Pero yo... yo soy su inocencia. Soy la parte de él que no está manchada de sangre.

Levantó su copa de vino. -¿Sabes?, siente lástima por ti. Me lo dijo. Dice que estás demasiado dañada para ser verdaderamente feliz.

Algo dentro de mí se rompió. No fue un chasquido fuerte. Fue el sonido silencioso de una atadura rompiéndose, dejándome a la deriva en la violencia.

Tomé el cuchillo de carne de su mesa.

Sofía jadeó, sus ojos se abrieron de par en par. Por primera vez, el miedo era real.

Me abalancé, agarrando un puñado de su cabello y estrellando su cara contra la mesa. Los platos resonaron y el vino se derramó como sangre sobre el mantel blanco. Presioné la hoja dentada contra la suave piel de su cuello.

-¿Crees que lo conoces? -le siseé al oído-. Yo lavé la sangre de sus manos cuando masacró a La Tríada. Yo cosí sus heridas cuando no confiaba en un médico. Si vuelves a hablar de mi matrimonio, te tallaré una sonrisa en esta cara bonita e inocente.

-¡Elena!

El grito vino de la puerta.

Levanté la vista. Dante estaba allí. No estaba en Santa Catarina. Estaba aquí.

Tenía una pistola en la mano. Y me apuntaba a mí.

-¡Suéltalo! -rugió Dante. Su rostro era una máscara de furia.

-Se está burlando de nosotros, Dante -dije, mi mano temblaba pero el cuchillo no se movía-. Te está envenenando.

-¡Dije que lo sueltes!

-¿O qué? -lo desafié, las lágrimas picando en mis ojos-. ¿Le dispararás a tu esposa? ¿Por ella?

Dante no dudó.

Bang.

El sonido fue ensordecedor en la pequeña habitación.

Sentí una quemadura aguda y punzante en el dorso de mi mano. El impacto me arrancó el cuchillo de la mano. Cayó al suelo con un estrépito.

Miré mi mano. Una línea de sangre roja brotó donde la bala había rozado mi piel. No había fallado. Era un tirador experto. Había apuntado para desarmarme, pero había apretado el gatillo sabiendo el riesgo.

Me había disparado.

Dante corrió hacia adelante. No vino hacia mí. Fue hacia Sofía.

La tomó en sus brazos, revisando su cara, su cuello. -¿Te cortó? ¿Estás herida?

Sofía sollozaba ahora, enterrando su cara en su pecho. -¡Está loca, Dante! ¡Intentó matarme!

Dante me miró por encima del hombro de Sofía. Sus ojos estaban fríos. No había arrepentimiento en ellos. Solo juicio.

-Cruzaste una línea, Elena.

Apreté mi mano sangrante contra mi pecho, el dolor físico no era nada comparado con el agujero en mi pecho. Enzo apareció en la puerta, con su arma desenfundada, pero la bajó cuando vio a Dante. Miró mi mano y su mandíbula se tensó.

-Véndale la mano -le ordenó Dante a Enzo, sin apartar la vista de Sofía-. Y llévala de vuelta a la hacienda. Enciérrala en la suite principal. No sale hasta que yo lo diga.

-Dante -susurré-. Me disparaste.

Me dio la espalda, guiando a Sofía fuera de la habitación. -No me dejaste otra opción.

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