"Las mentes las carga el diablo", grité en mi fuero interno con todas mis fuerzas, produciendo un sordo eco, justo un segundo antes de arrojarme a las furiosas aguas que aquella noche formaban remolinos bajo el Puente de los Locos (ignoro el porqué de ese singular nombre, aunque casi puedo imaginármelo). Alzándome con cierta dificultad sobre el lado izquierdo del puente y venciendo mi falta de equilibrio, debido a mi estado de absoluta ebriedad, di un par de pasos antes de emprender el vuelo. "Ya está, se acabó", pensé con frialdad ante mi inminente y ansiada muerte.
Segundos antes de realizar mi último vuelo, tuve la extraña sensación de que una mano invisible me apretaba la garganta y, de nuevo, me subía desde los pies a la cabeza un golpe de angustia. Me martilleó la cabeza un instante y entonces fue cuando decidí que tenía que saltar de una vez por todas. Ahora o nunca. Aún sentía cómo aquellos dedos inexistentes me desgarraban la carne y se hundían en mis músculos.
En esos momentos de duda, a pesar de llevar puesto mi abrigo de lana de color negro, ya deslucido, me invadió un frío de mil demonios. Había estado lloviznando todo el santo día, una lluvia molesta que me estaba calando los huesos. El asfalto brillaba a causa del agua y de la grasa que algunos automóviles habían ido dejando encima de la abollada superficie de alquitrán. En el instante de subirme a la firme balaustrada, con remates de hierro forjado que empezaba a tener un inicio de herrumbre en algunas zonas, no circulaba ningún vehículo, afortunadamente. Y tampoco había tránsito humano; o al menos eso creía yo. ¿Quién diablos iba a querer pasear a aquellas horas de la madrugada, bajo un incordiante chirimiri, en una solitaria y sórdida avenida y con un helor que cortaba la respiración?
Me lancé sin pensármelo una vez más y mi cuerpo cayó pesadamente, amparado por la oscuridad reinante; recordando la película de mi vida, mientras el viento me acariciaba y me mecía, me sumergí como un peso pesado y a punto estuve de tocar fondo, nunca mejor dicho. Ni siquiera el repentino contacto con el gélido líquido me hizo reaccionar, debido a que por mis venas corría un revoltoso río de ginebra... ni una gota de sangre. Fue como chocar contra una superficie de cristal, que al contacto con mi pesado cuerpo se hiciese mil pedazos y cada partícula de vidrio saltase por los aires provocando un estruendo en mitad del silencio y algunos cristales, en este caso gotas de agua, iban a clavarse en mi maltratado cuerpo. En fin, sabía lo que hacía en aquel momento. Quería hacerlo. No había otra salida.
Veía cercano mi fin, dejándome sacudir por el agua, sin hacer ningún esfuerzo por contrariarla, cuando noté un ruido de chapoteo a mi lado. Alguien se había tirado al agua para auxiliarme, alguien más pesado que yo, porque el ruido que provocó fue mayor que el mío. Sólo a aquella mujer se le ocurrió seguirme en la caída, quizá atraída por el hecho de acabar el día haciendo una obra de caridad: ¡salvar del furor de los remolinos del agua a un pobre borracho como yo! Una piltrafa humana que no merecía formar parte de la Humanidad; mejor estaba muerto que arrastrando una vida llena de miserias y soledades. La buena samaritana.
Al salir a la superficie me encontré de repente con su hombruno rostro, en el cual se había pintado un gesto de sorpresa. Ella sí debió de reaccionar ante la frialdad del agua, cosa que a mí no me ocurrió, ya que apenas si recordaba en dónde me encontraba... Me debatí en un intento de escabullirme de sus poderosos brazos, que anhelaban mantenerme a flote. Todo lo contrario a mis deseos de hundirme, de no aparecer más; sin embargo, estaba tan trompa que no me quedaban fuerzas para huir y menos para luchar contra mi destino.
No quería volver a la vida, todo estaba perdido desde hacía muchos años, mi vida, mi futuro, mis seres queridos. Sentía que había llegado al final del camino, allí había un muro que me impedía continuar y no podía saltarlo, estaba harto de obstáculos y de luchas diarias para nada. No tenía fuerzas para reafirmarme y salir a flote en este mundo de injusticias. Era demasiado débil para encontrar una salida satisfactoria, para remontar el vuelo que un día perdí, lograr superar mis fantasmas y vivir dignamente.
Por eso no quería que aquella mujer me sacase de allí, quería morir porque yo lo había decidido sin que nadie me obligara. Esa decisión me correspondía a mí, era mi eutanasia. Nadie me la podía quitar, ni atarme a una vida que yo no deseaba, que aborrecía. Mis esperanzas estaban conectadas a la máquina de la vida y esas esperanzas llevaban muchos años muertas.
Miré a la luna con desesperación, vomitaba sobre nosotros toda su blanquecina luz y nos convertía en patéticos seres, allá abajo, en las negras aguas del río. A pesar de mi férrea voluntad de morir, a pesar de la salvaje vorágine de las aguas, a pesar de no haber (a parte de nosotros) indicios de vida por los alrededores... bueno, a pesar de todo esto, aquella mujerona, a imagen y semejanza de un Sansón de celuloide, sin yo recordar cómo, logró sacarme y arrastrarme hacia una de las orillas, hacia la de la vida. Claro está que luché por levantarme y volver al agua para acabar con lo que minutos antes había empezado. Fue entonces cuando noté el puñetazo en la nuca y, acto seguido, me desvanecí. Ya no volví a recordar nada de lo sucedido, ni siquiera el rostro que logré entrever en una fracción de segundo tras la caída, quizá en un momento de lucidez etílica...
Ahora estoy detenido en una habitación de hospital, con paredes desconchadas y rastros de humedad en el techo. Me han practicado un lavado de estómago a fondo y un agente me ha leído mis derechos, como si no los conociera. Según él, se me acusa de embriaguez; de agredir a una mujer en vía pública, la cual había arriesgado su vida por salvar la mía, y de frustrado y reiterado intento de suicidio. Una vez más me leerán la cartilla y vuelta a empezar. Recorro un círculo vicioso. Ésa es mi vida. ¡Ah! Y por si no lo había dicho aún, me llamo Arturo Sanjulián Luna y hasta hace unos años fui detective privado.