A las nueve de la mañana, tras una horrible noche de pesadillas y realidades, un médico entró en la habitación; el mismo que con un simple lavado de estómago me había sacado toda la ginebra del cuerpo, devolviéndome hasta la última gota de sangre. No era muy alto, cojeaba un poco de la pierna derecha, sin que eso le restase atractivo. Pelirrojo, algo pecoso, ojos color miel, piel lechosa y cierto aire de ingenuidad a pesar de haber rebasado la barrera de los cuarenta. Todo eso volvía loca a las mujeres, que siempre le miraban como a un ser necesitado de afecto y atenciones.
Pero aún siendo tan solicitado por el género femenino de dentro y fuera del hospital, él sentía una desmesurada lealtad y fidelidad hacia su mujer, una virtud poco frecuente hoy en día y menos en el medio laboral.
¿Que cómo puedo deducir todo eso sólo guiándome por las apariencias? Porque le conocía desde hacia algo más de treinta años, puede decirse que nos criamos juntos, prácticamente casi como hermanos, puerta con puerta: el mismo barrio, el mismo edificio, los mismos amigos, el mismo colegio; hasta incluso llegamos a compartir más de una vez la misma novia. Todas esas cosas te unen al cabo de los años. Lo único que nos diferenciaba era que él había logrado prosperar en la vida mientras que yo me perdía cada vez más en ella. Todos me creían un pobre hombre que había fracasado, que iba dando tumbos de un lado a otro, sin posibilidad de salvación... Únicamente él, quizá guiado por esa vieja amistad que nos unía, seguía creyendo en mí y esperaba, de un momento a otro, tal y como me repetía siempre, una repentina redención. La vuelta a la vida. Siempre me decía que la fe mueve montañas y no estaba lejos de equivocarse.
Descorrió las cortinas y no pude menos que llevarme las manos a los ojos. La luz cegadora lo inundó todo; ya no existían las tinieblas. No conseguía acostumbrarme a tanta claridad, ni a mi nuevo estado de lucidez, ¿cuándo fue la última vez que me vi tan sobrio?
Me sonrió y me habló en susurros, con amargura, como no queriendo romper del todo aquel atroz silencio que parecía flotar por la habitación; aunque marcando bien las palabras a modo de reproche.
-Arturo, creo que hemos hablado de todo esto mil veces. Recuerda que la última vez que nos vimos me prometiste que no volvería a suceder. ¿Qué ganas tirándote a un río en mitad de la noche y atiborrado de alcohol?
-Ya ves, me encanta la aventura –le sonreí a mi vez, pero a él no pareció hacerle gracia mi chiste. Su cara se transformó por completo. Se puso tan serio que todas sus imperceptibles arrugas faciales salieron a flote y, de repente, descubrí a un amigo desconocido: avejentado antes de tiempo a causa del trabajo, cansado, preocupado, casi diría que su encendida mata de pelo se volvió blanca por unos instantes. Y, de nuevo, como en otras ocasiones anteriores, me sentí avergonzado de mí mismo, de mi mala suerte. Bajé los ojos, en reconocimiento de mi culpa, mea culpa, y sufrí también una metamorfosis momentánea-. Lo siento..., no lo pude evitar... Algo dentro de mí me empuja a hacerlo. Mírame, soy un fracasado. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué sonría y que haga como que no pasa nada? ¡La vida es maravillosa y hay que vivirla! ¡Aunque estés hundido y tocando fondo y no veas salida a toda esta mierda de vida! ¿Es eso lo que quieres?
Apesadumbrado, acercó una silla a la cama y se sentó. Llegué incluso a pensar que me cogería las manos e intentaría decirme palabras amables, comportándose igual que un consejero espiritual que intenta guiarme por el buen camino, pero gracias a dios no lo hizo. Seguía hablando en susurros, ya que los gritos no solían surtir efecto en mí.
-Tú has buscado tu propio fracaso. Mira en lo que te has convertido: en un borracho que se auto compadece y que no hace nada por abandonar sus vicios. Confiésalo, te da miedo morir. Eso es humano. Cuando uno se aferra a la vida con fuerza, es porque tiene miedo a morir.
-¿De qué me hablas? Escucha, Marco, no soy borracho por gusto. ¡Nadie es borracho por su gusto! No me arrastra el vicio, y lo sabes... sabes muy bien que sólo quiero olvidar algunas cosas, borrarlas de mi pasado, de mi mente. ¡Zas! Dar un manotazo y liberarme de todo eso. Pero – no – puedo. No puedo...
-Por mucho que lo intentes no podrás borrar a Pablo y seguro que él no esta orgulloso de tu actitud. Te estás destruyendo y de esta manera nos destruyes a los demás, a los que nos preocupamos por ti. Te estás embruteciendo con el alcohol. Estás llegando al límite, y allí no hay marcha atrás, no podrás salir de este infierno que asola tu vida. Cuenta con los dedos de una mano los amigos de verdad que te quedan y te aseguro que te sobrarán muchos dedos –y diciendo esto último, se levantó con mucha elegancia y se marchó por donde había venido sin un adiós.
Y realmente era lo que me merecía, pues no le daba muestras de respeto ni de amistad. Me tendía su mano y yo se la mordía como un animal al que das de comer y es un desagradecido. Él sólo me había hablado como lo haría un hermano. Y yo era consciente del daño que le estaba haciendo, al igual que era consciente de que la única persona que realmente me estimaba en este mundo la tenía justo enfrente. A lo largo de los últimos años, como ya antes dije, había perdido a todas mis amistades cercanas y lejanas; todo por culpa de mi tenaz autodestrucción. Era como una lepra: aquél que me tocaba, de una forma u otra acababa infectado. El que viva de cerca este problema sabrá de lo que le hablo. En todo momento crees ciegamente que cuando quieras podrás salir del infierno del alcohol, que podrás dejar el vicio en un abrir y cerrar de ojos. Pero lo que no llegas a sospechar es que a medida que pasan los días te ves cada vez más atrapado en sus garras y es realmente él quien no te quiere soltar. A mí, en este punto de mi existencia, ya no me sobraba ni un ápice de grasa en el cuerpo: mi metabolismo había aprendido a sobrevivir sólo con la bebida, no aceptaba nada sólido. Poco a poco me había ido consumiendo y no lograba recordar cuándo fue mi última comida decente. En una escala de valores estaba muy por debajo de cualquier borrachín, pues me había degradado hasta tal punto que no me quedaba ni una pizca de dignidad. No, no hay escapatoria. Realmente Marco tenía razón al hablarme de los límites de esta absurda pesadilla que se llama alcohol, de mi embrutecimiento; el problema radicaba en que por entonces yo no quería darme cuenta de ello, abrir los ojos y ver la verdad. Porque abrirlos supondría aceptar la realidad y eso era algo para lo que aún no me creía preparado. No entiendo cómo pude sobrevivir hasta aquella noche. Ni siquiera ahora lo entiendo. Pero sin aún saberlo, mi vida iba a dar un giro inesperado y muy pronto me vería sumergido en un mundo de conspiraciones y crímenes sin resolver. Y en parte me iba a ayudar a salir de mi infierno privado, poco a poco iría olvidándome de la botella, aunque me viese obligado a saborear de vez en cuando ese líquido tan placentero.