Capítulo 3 UN FANTASMA DEL PASADO SE DESPIERTA

Pronto me quedé dormido, hundiendo así el cansancio sus garras en mi cuerpo. Y lo extraño es que soñé con Pablo, mi hermano, con el que hacía años que no soñaba, justo desde el día en que lo mataron. Y allí estaba, en mi película nocturna: joven y fuerte, riendo a carcajadas. ¡Qué insólito era todo aquello! De nuevo juntos, éramos los mejores. Ahora, él era un fantasma del pasado que venía a despertarme y yo un fantasma del presente que no quería dejar el sueño.

De repente, la alegría se esfumó de su rostro y permaneció quieto un buen rato, mirándome fijamente y hablando sobre cosas que no lograba entender; pero por su cara adiviné que debían de ser importantes. Una mano de mujer, fina y delicada como la de una muchacha, le tapó la boca para que se callase. No pude verle el rostro a ella, no me dio tiempo. Un disparo alteró el silencio del sueño y Pablo comenzó a sangrar abundantemente. Fue tal la conmoción que sentí, que me desperté al instante de aparecer la sangre y de verle caer. No podía revivir aquel momento tan cruel en mi vida.

Estaba bañado en sudor y sufrí una pequeña taquicardia. ¿Qué anhelabas decirme, Pablo? ¿Un aviso? ¿Y esa mujer? Eran todas preguntas sin respuestas. Pero necesitaba conocerlas.

No tardé, sin embargo, en volverme a dormir. El cálido aliento de Morfeo me anestesió y regresé al estado vegetal del que acababa de salir. Pasaron por mi inconsciencia innumerables personajes desconocidos y no tan desconocidos, pero Pablo no regresó ya; ni siquiera por una fracción de segundo. Retornó a su tumba de silencio.

Mi hermano Pablo era tres años mayor que yo y mucho más sensato e intuitivo. Un fuera de serie como detective y como persona. Siempre fue el espejo en el que mirarme; le adoraba con desmesura y hubiese dado cualquier cosa por haber estado en su lugar cuando le mataron. Él no merecía morir, no era justo, y menos de aquella manera.

Todo comenzó un caluroso día de agosto, cuando cierto personaje muy conocido en la ciudad entró en nuestra oficina maldiciendo su mala suerte: su hija de dieciséis años se había fugado de casa la noche anterior con un tipejo de treinta y ocho, al que le perseguía su mala fama de pederasta. La chica, en plena adolescencia, con las hormonas jugueteando por su cuerpo, se sentía fascinada ante tanta adulación por parte de un adulto que se las sabía todas y, por esa razón, decidió largarse con él a vivir una vida de color de rosa, pensando que quizá el padre la iba a perdonar si le demostraba así que era ya toda una mujer. Pero esta forma de pensar estaba muy lejos de la realidad, pues, el padre, benevolente, quería encontrarla y que volviera al redil. Empezar desde cero, sin contar con el novio, por supuesto. Estaba dispuesto a admitir cualquiera de sus caprichos, pero aquél en concreto, no.

Fue uno de nuestros casos más breves: en sólo dos días dimos con ellos, a pesar de que este indeseable individuo hizo lo imposible por despistarnos borrando las huellas que quedaban a su paso, tan acostumbrado estaba a ello. La chica se vio así obligada a regresar junto a sus padres y todos tan contentos. No hubo denuncia para evitar un posible escándalo, y el pederasta puso los pies en polvorosa. O al menos eso es lo que creímos.

En lo más profundo de su mente enferma tramaba una venganza. Lo que nadie se había atrevido jamás a hacernos, lo hizo él. Sin saber cómo ni cuándo, logró ponerse en contacto con su joven amante, saltándose la estricta vigilancia del padre y de la madre. Le habló de lo mal que llevaba el estar tan lejos de ella; de lo injusto que era que ella no pudiera ser dueña de su vida, siendo tan adulta... Le comió el coco, como se le come a una niña a la que se quiere convencer de que ya es una mujer porque ella desea que se lo digan.

Para la joven pareja de amantes todo fue pan comido. A la semana de ser devuelta a su casa la chica vino al despacho, ya con el veneno metido dentro, a ejecutar las órdenes qué él le había insinuado... Estaba mi hermano solo, ya que yo acababa de bajar a comprar la prensa –labor que realizaba a diario Pablo, pero ese nefasto día, en ese mismo instante, recibió una llamada de su esposa y yo decidí bajar en su lugar. Por esa absurda decisión, rompí una vida y cambié otra. La chica llegó, encontró a mi hermano Pablo; pretendió darle las gracias por devolverla a casa, lejos de aquel manipulador. Pablo, sin duda, quiso quitarle importancia al hecho y ella, de hecho, le quitó la vida. Sacó del bolsillo de su pantalón de adolescente provocativa una diminuta pistola, casi de juguete, y le disparó a bocajarro, sin darle tiempo a reaccionar, muriendo en el acto.

Escuché la detonación desde las escaleras, un ruido seco que me sobresaltó e hizo que se me cayera la prensa sobre los escalones. Corrí inseguro de lo que podía haber ocurrido, con un pálpito en el corazón, el mismo que a veces sufro al subir unas escaleras y el miedo metido en el estómago...

Tras la puerta me esperaba un hermano muerto y una mano ejecutora. Todo había acabado. Ojo por ojo y diente por diente. Ella, cuando la devolvimos a sus padres, se había sentido como si la hubieran matado por dentro, arrebatándole un futuro lleno de amor y felicidad. Por eso el amante le dijo que también tenía que aniquilar, partir por la mitad un futuro... Y lo peor fue que por culpa de una llamada, mi hermano y yo intercambiamos la hora final y yo cargo hasta el día de hoy con la culpa y nunca me creeré capaz de superarlo.

La chica, como era de suponer, tuvo el mejor abogado de la ciudad. Otto von Hoffman, del bufete de abogados Hoffman & Hoffman; aunque él siempre había sido el único Hoffman existente en la firma, debió de pensar que duplicando el apellido obtendría mayor prestigio. Se las ingenió para hacer creer al juez que la chica se había defendido de un acoso sexual por parte de mi hermano, que pretendía violarla. Compró a invisibles testigos que nunca estuvieron en la escena del crimen. Compró a personas que juraron mil y una vez que el pervertido amante estuvo en el Caribe durante la semana en que Pablo murió y durante el día de la fuga con la chica. Incluso existía un billete de avión que así lo confirmaba. La mala suerte quiso que todo se volviera contra nosotros. Otto von Hoffman supo jugar muy bien la partida y el padre de la joven quería dar de ella una imagen inmaculada; aunque para ello tuviera que echarle toda la mierda a un muerto. El dinero y la fama todo lo pueden y el abogado consiguió que la chica saliera limpia de allí y destruyó la imagen de mi hermano. Pobre Pablo, estando muerto le cargaron con el muerto.

Y fue así como, ante tanta injusticia, comenzó mi autodestrucción. No me sentía con fuerzas de seguir adelante, yo solo, sin el apoyo de mi hermano; sentí como si me hubiesen amputado un miembro y a veces notaba que seguía estando ahí y otras veía el vacío que había dejado en mi cuerpo. Estaba desolado y rehuí toda ayuda que me brindaron los demás, aquellos que se quedaron para consolarme y para hacerme fuerte ante ese duro golpe que la vida me acababa de asestar. Y poco a poco se fueron esfumando los amigos de toda la vida, incluida mi pareja de aquel momento, no supo entender mi desesperación y sólo quedaron un reducido grupo de amigos de fatiga, algunos tan borrachos o más que yo, vividores de la calle y del placer, de las adicciones y del dolor. Ahí me quedé yo, recluido en un pequeño oasis de locura y degradación. Sin ser capaz de mirar adelante y de luchar por lo poco que me quedaba. Mi negación a ser y a sentir; no me tocaba a mí vivir... era una extraña sensación: ya no volvería a ver más a Pablo, mi único hermano, que dejó viuda, Clara, y dos hijas, Angelines y Esperanza.

            
            

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