Capítulo 7 UN DESCUBRIMIENTO QUE AMENAZA CON DESTRUIR A ARTURO

Una vez se hubo marchado Miranda, la enigmática mujer, bajé a un bar cercano y engullí una cena frugal, pues apenas si tenía apetito; aquella mujer me dio mucho que pensar, pero, la verdad, el dinero me hacía mucha falta, ya que no podía permitirme el lujo de seguir sableando a los conocidos y para ello tenía que buscar un trabajo digno; si es quería salir adelante.

Sin embargo, dentro de mis planes nunca estuvo el volver a ejercer de detective, pues intuía que mis facultades estaban muy mermadas a causa del alcohol y no me sentía capaz de andar de un lado para otro buscando indicios que me llevaran a resolver el caso. Esa mujer vivía cómodamente y si ponía un poco de mi parte podría conseguir un buen pellizco, a primera vista se veía que era una mujer generosa.

Me hallaba en esa situación en que uno pesa los pros y los contras en busca de una respuesta y no lograba averiguar que decisión pesaba más, si aceptar o no. En estas me encontraba cuando vi un periódico que estaba fechado una semana antes y no me extrañó encontrarlo allí tirado sobre el mostrador, cosa habitual en aquel bar. No sé porqué razón comencé a hojearlo, mirando aquí y allá en busca de alguna noticia interesante que me pusiera al día de lo acontecido durante los últimos meses, por no decir durante los últimos años. Una noticia me llamó la atención: una prostituta de veintidós años, Victoria Canales Martín, había aparecido asesinada en una carretera secundaria de un pueblo cercano. Le habían desfigurado el rostro y quemado las yemas de los dedos, por lo que el descubrimiento de su identidad había sido todo un reto para los forenses. La chica provenía de una familia bien situada y era estudiante de derecho, a decir de muchos una buena estudiante y una buena chica. Nadie sabía que se dedicaba a la prostitución de lujo y sus padres, que le proporcionaban toda clase de bienes materiales, ni siquiera llegaron a intuir nunca nada. Habían interrogado a un posible sospechoso, el Morlaco, un delincuente habitual de la ciudad, antiguo boxeador y al que se le había visto últimamente y en varias ocasiones acompañando a la chica. Aunque no se había encontrado ninguna otra prueba que lo inculpara. Un tal inspector Martín se ocupaba de la investigación del caso y comentaba a la prensa que estaba muy cerca de llegar al final de la historia.

Dejé a un lado el periódico y sonreí. Así que el Morlaco involucrado en un caso de asesinato; no le creía tan tonto como para cometer un crimen pasional. Era un tipo curioso, un delincuente de poca monta que se ofrecía a cualquiera por un par de monedas; realizaba trabajos de todo tipo: igual hacía estafas a pequeña escala, extorsión, de guardaespaldas de personajes influyentes, de chófer, que acompañaba a ancianitas indefensas al banco para que no le robasen en el camino. De joven había sido boxeador, como bien decía el periódico, y tuvo una carrera brillante, jalonada de algunos premios importantes; pero como casi siempre ocurre, llegado a la treintena su estrella se apagó un buen día y acabó siendo pasto de los tongos, hasta que una noche lo dejaron medio muerto en el ring y se pasó seis meses en coma, al borde de la muerte. Pronto el mundo deportivo le olvidó en aquella cama de hospital y vegetó acompañado por los pocos amigos verdaderos que le quedaron, entre ellos me contaba yo; y cuando ya nadie apostaba por él se despertó, pidiendo un plato de callos, su comida favorita y un vaso de vino. Sin duda ese era el verdadero Morlaco, nada de él se había perdido en el camino. La vida comenzaba para él y fue un palo muy duro empezar desde cero, ya completamente olvidado por todos y con todas las puertas de los gimnasios cerradas en sus propias narices, habiéndolo sido todo. Decían que el coma le había acabado de fundir el cerebro y que no lo querían cerca de los nuevos púgiles; fueron crueles, sin duda guiados por alguna mano negra que no deseaba ver al Morlaco de nuevo en circulación. Así fue como se inició en los negocios sucios y malvivió como pudo hasta el día de hoy. Hacía por lo menos un año que no sabía nada sobre él; nuestros caminos se habían separado quizá por apatía y ninguno había dado muestras de querer reencontrarse quizá por vergüenza. Se van dejando las cosas de un día para otro y cuando te quieres dar cuenta, has perdido las amistades y no haces ningún esfuerzo por recuperarlas y entierras años de felicidad y buenos recuerdos. Pero yo no estaba dispuesto a enterrar al Morlaco en vida y prometí que si aceptaba el trabajo de Miranda le buscaría para que me echase un cable. Para algo el Morlaco era el mejor sabueso de la ciudad, su olfato nunca le engañaba y ya me lo había demostrado infinidad de veces.

Con estos pensamientos me dirigí a casa, dispuesto a dar descanso a mi dolorido cuerpo, así mi mente encontraría la paz durante un par de horas y no tendría que preocuparme por nada ni por nadie al menos hasta la mañana siguiente. Envuelto en el perfume de la más maravillosa de las mujeres que había conocido en mi vida me dejé llevar por el sueño y dormí profundamente, dejando que la noche se hiciese en mi interior y que el silencio me evadiese de la realidad.

A la mañana siguiente, llamé a la enigmática mujer, Miranda Delgado, quizá llevado más por un mal presagio que por la necesidad de coger su dinero. La luz del sol me aclaró las ideas y me hizo comprender un par de detalles que pasé inadvertidos el día anterior, durante nuestra charla.

Una mujer de mediana edad, voz melosa y pocas palabras, cogió al otro lado del auricular. Desde un primer momento supe que no era ella, debía de tratarse de alguien del servicio doméstico.

-Buenos días, ¿se encuentra la señora Delgado en casa?

-Aquí no vive ninguna señora Delgado –contestó cortésmente.

-¿Miranda Delgado? ¿No vive ahí? Ella misma me dio el número de teléfono...

-No, señor, ya le digo que aquí no es. Habrá querido gastarle una broma o se habrá equivocado al marcar.

Estaba seguro de haber marcado bien. Ambos números coincidían, pero el nombre de sus dueñas no. ¿Por qué iba a darme una tarjeta falsa si estaba tan empeñada en que buscase a su hijo? Me sentía confuso y no sabía qué hacer. Se presenta por las buenas en mi casa, me embruja y todo ello para nada. ¿Cuál era el fin de todo aquello? Debí de haberlo sospechado cuando le pregunté por su nombre y ella titubeó antes de decírmelo, ya que estaba haciendo un esfuerzo por inventarse un nombre que no era el suyo: quería ocultar su identidad para que después de aquella visita no le siguiese la pista. Y ahora, mi curiosidad de detective llamaba a mi puerta y me decía que no podía ignorar aquel incidente.

Por eso cogí mi chaqueta y salí a la calle. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo podría dar con ella? Era tan difícil como buscar una aguja en un pajar, pero tenía que intentarlo. Conocía a un tipo, un tal Braulio, aunque todo el mundo le llamaba "Chorli", sin saber el porqué. Este personaje era un viejo artista bohemio que iba dando tumbos de un lado a otro, sin rumbo fijo; te pintaba una caricatura tuya con la misma facilidad y rapidez que se bebía una botella de aguardiente. Decía codearse con la clase alta de la ciudad, la flor y nata de la aristocracia y los nuevos ricos. Chorli en otros tiempos ejerció como abogado, incluso casi llegó a ser juez; pero un día se sorprendió al comprender que lo suyo no eran los libros, ni las togas ni los conflictos: amaba la libertad y quería vagar libre, de un sitio a otro, sin horarios ni compromisos. Lo dejó todo, cual sacerdote de la vida y así fue como llegó a su situación actual: pelo verde canoso, traje raído y mugriento, dientes amarillos y zapatos desgastados. Su rostro era el mapa de su vida; cada arruga tenía un significado, un instante (feliz o no) de su larga existencia. Pero él se conformaba con este estilo de vida y eso era lo que contaba.

No me costó ningún esfuerzo encontrarlo. Sentado en el Café Madrid, una cafetería con mucha tradición de tertulias en la ciudad, charlaba animosamente con el resto de contertulios que se iban acercando interesados en escucharle. Era un hombre que tenía un don muy especial para la palabra hablada, porque de la escrita huía como de la peste; así se podría decir que el mundo perdió a un gran escritor por carecer éste de interés por la literatura. Le hice una señal para llamar su atención y, al verme, tras un segundo intento, se levantó alzando las manos y la voz a un mismo tiempo:

-Mi querido Arturo, las noticias vuelan. ¡Ah! ¡Qué poco entiendes de la vida! Nunca hay que mezclar el alcohol con las penas o si no... Pero veo que estás bien. ¿Un café?

-No, gracias. Ando mal de tiempo. ¿Te importaría si hablásemos un momento a solas? Sólo serán cinco minutos, nada más.

-Cinco minutos para mí son toda una vida... aunque no se los voy a negar a un buen amigo. Vayamos a aquella mesa, allí estaremos más cómodos.

Y señalando con la cabeza una mesa que había en una esquina, casi apartada de las demás, se dirigió sin más a ella y yo detrás de él. Nos sentamos uno frente al otro, separándonos una mesa repleta de vasos y platos sucios, algunos con comida reseca que daba un mal aspecto al lugar. Chorli llevaba en la mano una copa de anís y fumaba los restos de un puro, ya ennegrecido por el humo y la saliva.

-Qué quieres –me inquirió mirándome fijamente.

-Busco a una persona, una mujer. Unos cuarenta años, alta, esbelta, rubia teñida y con mucho dinero. Decía llamarse Miranda Delgado, aunque no lo creo, porque me dio una tarjeta y el número de teléfono es falso, así que su nombre...

-También debe ser falso. No conozco a ninguna Miranda Delgado y por la descripción que me has hecho podría haber unas cincuenta mujeres o más –tomó un sorbo de anís para hacer una breve pausa que le permitiese recordar a la mujer-. ¿Algún detalle que la diferenciase?

-Llevaba una sortija en oro blanco con un enorme diamante.

-¿Tallado con motivos vegetales? –me interrumpió con curiosidad, dando muestras de conocerla. No había sido tan difícil dar con ella.

-¡Sí! Exacto. ¿La conoces?

-Esa joya es una pieza única y muy valiosa, al igual que su dueña. Ella siempre la lleva encima, para presumir de ostentación. Pero creo que es mejor que no te diga quién es, no te va a gustar ni un pelo, viejo. Y sé lo que digo.

-¿Quién diablos es? –le pregunté intrigado.

-Laura de von Hoffman. Y ahora adiós. Ya tienes lo que querías, ¿no? Luego no digas que no te avisé.

Mi viejo amigo se levantó, su semblante ya no era el mismo, pero el mío era peor. Laura de von Hoffman. Precisamente ella, no pudo ser otra...

-Laura de von Hoffman –repetí incrédulo-. ¿La mujer de Otto von Hoffman?

-Exacto. De la firma de abogados Hoffman & Hoffman. Creo que vas a meterte en la boca del lobo y te van a devorar. Ten mucho cuidado, amigo. No te dejes atrapar por el rumbo de los acontecimientos. Déjalos pasar.

Y diciendo esto, regresó junto a sus oyentes, a seguir filosofando sobre el vivir y la libertad, olvidándose por completo de que yo seguía allí sentado.

Me pasé varios días sin saber qué hacer. Otto von Hoffman conocía toda la verdad sobre la muerte de mi hermano y, sin embargo, la había ocultado para conseguir más fama y más dinero. Y ahora su esposa me visitaba bajo un falso nombre... No acudía a su marido, sino a mí, una de sus innumerables víctimas. No quise llamarla, quizá fuese una estratagema del abogado para destruirme de nuevo.

Encerrado en mis recuerdos conviví con mi soledad. A oscuras, iluminado tan sólo por la luz de mis pensamientos, me aterraba la idea de que los mismos demonios que me persiguieron tras la muerte de Pablo pudiesen entrar allí, en aquella habitación. Por eso cerré firmemente la puerta y la ventana una vez que llegué de mi visita al Chorli, como si de esa manera los pudiese espantar. Sabía que me acechaban fuera, lo presentía, ellos querían entrar y aniquilarme; pero yo no estaba dispuesto a facilitarles el camino: me atrincheraría allí hasta que dejasen de llamarme por mi nombre.

Y así, en ese estado de locura transitoria, permanecí; hasta que algo muy importante ocurrió, algo que me hizo despertar de mi largo sopor y me decidí a actuar una vez más, después de tantos años, atrapado por los acontecimientos, tal y como me vaticinara Chorli.

                         

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