Capítulo 6 SU REGRERSO A CASA COINCIDE CON LA VISITA DE UNA MISTERIOSA DAMA

Aquel día el aire olía a podrido. Una extraña ola de calor, impropia de esas fechas, envolvía la ciudad y provocaba insultos entre las personas que conducían un automóvil. De vuelta a casa intenté no pensar en lo ocurrido durante los últimos días, pero el rostro de aquella mujer no se me borraba de la mente... Lo veía en cada uno de los semblantes que se cruzaban en mi camino, seres apresurados, otros que simplemente paseaban, niños que jugaban...

Esa cara, que acababa de surgir a la luz de mi memoria, me miraba perpleja, helada por el frío de la noche y, acaso, por el miedo de perecer allí, junto a un completo desconocido.

Cerré los ojos unos segundos para olvidar y un ardiente deseo de beber me recorrió las venas hasta alcanzar el estómago; una serie de pinchazos eléctricos me sacudieron por dentro. Llevaba una semana sin probar una gota de alcohol y tenía que continuar así o si no iría a parar a la cárcel. ¿No lo he dicho aún? Marco convenció a la policía para que me dejase en paz, al menos por un tiempo, les juró que estaba rehabilitándome y que, por tanto, el ambiente de la cárcel me iría muy mal para eso. Y ahora regresaba a casa, a mi pasado, para enfrentarme a él. A pesar de que Marco se había empeñado en que no volviera allí, por enésima vez no le hice caso y volví.

Aquel era un viejo edificio de cuatro plantas sin ascensor, dos puertas por planta, en total ocho familias. Yo, desgraciadamente para mi mala salud, vivía en la última planta y tenía por vecinos a una pareja de hermanos muy ancianos y, según les convenía, medio sordos. Él, Jaime, era un militar retirado y, a pesar de sus largos ochenta y cinco años, aún se conservaba en forma. Ella, Agustina, de ochenta y tres, fue maestra en sus tiempos mozos y luego se casó con un viajante que le dio cuatro hermosos varones y más de un disgusto. Ahora era viuda y los hijos habían volado del nido, cada uno por su lado.

El edificio estaba situado en un barrio de obreros, como otros tantos en otras tantas ciudades. Edificios alineados en una calle principal amplia que daba paso a multitud de callejuelas salpicadas de más edificios de igual factura. Uno bien podía perderse allí, tal parecía una jungla humana, los edificios sustituían a los árboles y las personas a los animales. Había infinidad de pequeños comercios que malvivían a la sombra de las grandes superficies comerciales que invadían la ciudad y se llevaban el dinero de los ciudadanos a manos llenas; desde muy temprana hora las cafeterías acogían a los parroquianos que iban a tomarse un reconfortante desayuno o a brindar con la primera copa del día, como yo solía hacer hasta hacía más bien poco. Y también había diseminados aquí y allá diminutos jardines que hacían la labor de pulmón del barrio, pequeños oasis tanto para los críos como para los yonquis, que les servía, a estos últimos, por supuesto, como lugar de encuentro para sus trapicheos.

Pasé por delante de alguno de ellos, siempre siguiendo mi camino a casa, sin desviarme ni distraerme. A lo lejos divisé el viejo edificio de cuatro plantas. Una vez estuve ante la puerta de casa la abrí y descubrí que todo seguía igual: la cochambre lo inundaba todo y un insoportable hedor me abofeteó al abrir la puerta, con mano temblorosa. Aquello era una verdadera pocilga, tal y como la dejé la última vez que la pisé.

-¡Qué asco! ¡Es vomitivo!

Yo mismo me sorprendí al decir aquellas palabras, puesto que había estado habitando en aquella casa y con aquella basura maloliente durante los últimos años. ¿Por qué ahora me molestaba ese olor cuando antes nunca había dado muestras de molestarme? Algo en mí estaba cambiando y no parecía darme cuenta. Inmediatamente, como movido por un resorte invisible, comencé a meterlo todo en bolsas que irían a parar al contenedor más cercano: botellas vacías, restos de comida antidiluvianas, periódicos manchados de una sustancia irreconocible y arrugados, latas, vasos de plástico, revistas... kilos y kilos de basura que me llevaron casi todo el día recogerlos. Una vez terminé mi labor ecológica, bajé a la calle a tirarlos.

Ya en el exterior pude respirar relajadamente. La temperatura había vuelto a descender y la noche caía con lentitud sobre los edificios más altos. Daba gusto estar allí, limpiándome los pulmones y disfrutando de los pequeños detalles, en lo que antes nunca me había fijado, de aquel lugar. Rótulos de tiendas, árboles, perros que pasean con sus dueños, la pareja de novios que discute a la puerta de la casa de ella... Notas que hacen de la vida una sinfonía. Me acerqué al contenedor de basuras y tiré los restos. Volví a casa sin prisas, sobre mis propios pasos, deleitándome con la incipiente noche.

Subí las escaleras y, mientras tanto, sentí un pálpito en el corazón. "Sube despacio y no te ahogues", me susurró mi yo más profundo. Me apoyé unos segundos en la pared para tomar aire y, después de esto, continué mi camino de ascensión. Me iba relajando a medida que subía los escalones, cuando por fin llegué a la puerta de mi casa e intenté abrirla. Me temblaban las manos y sudaba a mares.

Finalmente la abrí y me llevé un sobresalto al escuchar una voz de mujer que pronunciaba mi nombre a mi espalda. Me volví y allí la vi, esplendorosamente femenina y desconocida, con sus labios de un rojo rabioso y sus zapatos de tacón de aguja a juego con el carmín. Dicen que los ángeles no existen, pero desde ese mismo instante comencé a creer en ellos y también en el amor a primera vista, pues hasta aquel día nunca supe el significado de la palabra flechazo, creía más en el conocimiento profundo de las personas y después creía que llegaba el amor. La miré extrañado y con curiosidad, me sentía como un adolescente ante su primer amor, torpe e inexperto.

-Señor Sanjulián –repitió-, aquí hace frío...

Con esas palabras ella misma se invitó a pasar y yo no me negué en absoluto a dejar entrar a una desconocida, y menos a aquel bombón; apartándome de la puerta le abrí el paso. Entró y se fue a sentar en el sillón más alejado de la ventana, cruzando las piernas en un acto reflejo de pudor.

Cerré la puerta tras de mí y miré a mi alrededor con un gesto de desagrado: hacía meses que me habían cortado la luz y el agua; por único mobiliario poseía dos sillones, una silla destartalada, un gran cajón que hacía las veces de mesa, una estantería llena de polvo y un viejo camastro militar, regalo éste último de mi vecino Jaime. La cocina formaba parte del salón, ubicada a mano izquierda entrando por la puerta de la calle. Tenía un pequeño cuarto de baño, a mano derecha y ya está; una ventana, la única de la casa, daba a la calle principal y, la verdad sea dicha, proporcionaba claridad a toda la estancia, aunque a aquella hora comenzaba a anochecer, como ya dijera antes.

Estudié más profundamente a la dama del sillón: rubia teñida, alta y enjuta, ojos cristalinos y mirada de acero. Sus uñas fuertes y perfectas me revelaron que no debía de estar acostumbrada a las tareas del hogar. Sin duda, esa felina mujer era poseedora de una legión de sirvientes a los que daba órdenes a media mañana y el resto del día lo ocupaba en actos benéficos, comidas y meriendas con las amigas y un par de horas en algún lujoso gimnasio para modelar su espléndida figura. Rondaría los cuarenta, quizás más, pero muy bien llevados, puesto que podría aparentar unos treinta y cinco. Aún le quedaba cierto toque de frescura en el rostro, maquillado a la perfección; era la suya una belleza serena. Una mujer tan espectacular como ella no se tenía la suerte de conocerla todos los días.

Pero lo que más llamaba la atención en ella era, no lo puedo negar, un anillo de oro blanco tallado con motivos vegetales que llevaba incrustado un enorme diamante que deslumbraba incluso en medio de la oscuridad. Tal parecía que emanase una luz interior imposible de comprender. "Con parte de ese pedrusco podría montarme una casa en condiciones", pensé sin quitarle el ojo de encima.

-Perdón... –susurró, interrumpiendo mis pensamientos.

-Perdón, señor Sanjulián... –volvió a repetir, mirándome con frialdad, aunque eso parecía formar parte de su manera de ser. Era como si lo llevara escrito en la frente: soy fría y dura; una manera de protegerse.

Carraspeé ruidosamente y alcé la voz, al tiempo que encendía dos velas ya casi consumidas:

-¿En qué puedo servirle?

Permaneció en silencio. No se mostraba sorprendida de encontrar allí en aquel inhóspito lugar al señor Sanjulián, o sea, a mí y tampoco daba muestras de sentirse incómoda en un sitio tan falto de limpieza, quizá en algún momento de su vida vivió en un hogar humilde, aunque el glamour que desprendía haría creer a cualquiera lo contrario. Actuaba con total familiaridad, cualquiera diría que había estado visitándome durante los dos últimos años.

-Le parecerá ridículo –se animó al fin a decir-, pero he tenido que contratar a un detective para dar con usted... Ya me avisó sobre su peculiar "modus vivendi".

-¿Ah, sí? ¿Y puede saberse qué desea de mí?

-Necesito que busque a una persona.

-Vaya, eso sí que tiene gracia –le lancé una sonrisa-. ¿Por qué no contrató al otro detective? Si me encontró eso significa que es bueno. He cambiado varias veces de ciudad en los últimos años.

-Pero siempre vuelve al punto de origen. Algo debe de haber aquí que lo ata... Además no es tan bueno como usted.

-¡Ja! Me halaga, pero estoy fuera de servicio. Lamentablemente he perdido facultades para...

-No acepto una negativa por su parte –me interrumpió con decisión-; no he llegado hasta aquí para que me escupa su indiferencia.

-No pretendía...

-Estoy dispuesta a pagar lo que sea por su servicio –volvió a interrumpirme, demostrando con ello su superioridad respecto a mí, un despojo humano al que por fin había encontrado, después de tanto sufrimiento.

Y en verdad que ella nunca hubiese imaginado hallarme en aquel estado de dejadez. Estaba seguro de que empezaba a arrepentirse por haber llegado hasta aquí, siguiendo quizá una simple corazonada. Pero era una mujer fuerte, al menos en apariencia, y como las mujeres fuertes tenía la necesidad imperiosa de demostrar hasta dónde estaba dispuesta a llegar; estaba acostumbrada a no encontrar trabas en su camino, a que todo el mundo la consintiera, tal era el magnetismo de su felina mirada y ella sabía cómo utilizarla.

-¿Dinero? –le grité, dispuesto a romper el hechizo.

-Sí... un cheque en blanco.

-¿Un cheque a mí? Me tienta, señora. Pero seamos realistas por un momento, querida: en el banco, al verme así y con un suculento cheque, pensarían que la extorsiono para conseguir el dinero. Y acabaría con mis huesos en la cárcel, fin del caso. Y eso no sería nada bueno para su reputación, ¿no cree?.

-Bien –recalcó, convencida de su error-, le pagaré en metálico. Sólo tiene que decirme cuánto y le daré la mitad mañana y el resto cuando acabe su trabajo. ¿Está conforme? Le enviaré a mi chófer con el dinero.

Bajó la mano con la que sostenía un bolso de auténtica piel de cocodrilo y se alisó la falda; la misma mano que portaba aquel enorme pedrusco que tanto me había fascinado en cuestión de segundos. Si tengo una habilidad, esa es la de reconocer lo auténtico de lo que no lo es. Mi olfato nunca me engaña. Son demasiados años de experiencia.

-¿Qué me dice? ¿Querrá pensárselo? Si he esperado hasta ahora, puedo seguir haciéndolo un par de días más.

Su voz era grave y monótona, nada modulada; se diría que era una voz falta de sentimientos, aunque al menos desprendía seguridad. Sus ojos, en cambio, si estaban llenos de vida y felicidad, dentro se podía vislumbrar cierto sentimiento que le hacía echar chispas, como cuando se ama locamente y se mira al ser amado. Sin embargo, había algo en ella, una nube de tristeza que la envolvía y la hacía parecer irreal, como si aquel no fuese su época y ella ya perteneciese al pasado. Fue una sensación momentánea la que me llevó a aquel funesto pensamiento y quizá aquel no era el momento de comprender ese presentimiento, aún debía de esperar un par de días. Y puede que fuese esa visión la que me hizo enamorarme de ella sin apenas conocerla, sin darme tiempo a recapacitar. Yo viajaba por mundos dentro de mi fantasía que ella desconocía, conociendo palmo a palmo cada centímetro de su piel, notando el roce y el calor de su cuerpo, oliendo sus cabellos recién lavados... Allí, sentada, más bella que nunca, esa mujer esperaba una respuesta y ni siquiera se inmutó, ni un grito, ni un atisbo de histerismo ante mi falta de interés.

-Lo siento, señora, pero ya ve, no puedo aceptar su dinero, porque no estoy seguro de nada. Mis manos tiemblan y mis piernas no son las de antes; ya ni siquiera me queda agilidad mental. Soy un borracho reincidente, ¿no se lo habían dicho? Lo siento.

Hice una pausa en espera de una reacción, aunque todo fue inútil. Ella se comportaba como quien oye llover. Su hieratismo empezaba a molestarme. De hecho, me irritó que permaneciera en silencio un buen rato, mirándome fijamente a los ojos, sin necesidad de ruborizarse. Creo que no estaba acostumbrada a suplicar, ni yo deseaba que lo hiciera, pues me hubiera resultado demasiado incómodo; ante todo soy un caballero. La cuestión era que había venido a este agujero pestilente con la convicción de que yo aceptaría su cochino dinero desde un primer momento, igual que un perro hambriento acepta cualquier despojo. Estoy convencido de que no esperaba encontrarse con este contratiempo: mi rechazo total y mi poco interés hacia el motivo de su búsqueda. Cualquier pobre diablo hubiese cogido su dinero sin más; la hubiera estafado con tal de llenar el bolsillo, poniendo luego los pies en polvorosa. No obstante, a mí, a pesar de haber caído tan bajo en esta vida, aún me quedaba un resto de dignidad y, por eso, era reacio a la idea de engañarla prometiéndole algo de lo que ya no era capaz de ser: un buen detective.

Ante su negativa a hablar, sólo a observarme, tuve que apartar la vista y reanudar la conversación, de un modo un tanto chistoso:

-No soy un buen detective, ¿sabe?, últimamente me dedico a cobrar a morosos o a ayudar a algún que otro borracho a encontrar su casa.

-¿Pretende burlarse de mí? –su voz hueca me acarició suavemente. Cada vez me sentía más atraído por aquella mujer, tan misteriosa como atractiva-. ¿Le importa que fume? –me hizo la pregunta al mismo tiempo que encendía el pitillo, sin dejarme tiempo a darle una respuesta. Al menos me ofreció uno.

-No, gracias. Ya no fumo. Lo dejé para volverme humano.

Se levantó del sillón y se alisó la falda. Por primera vez desde que había entrado parecía impaciente, como si tuviese una cita importante y se le estuviese haciendo tarde por culpa de mi absoluta negativa. Fumaba mecánicamente, sin paladear ni siquiera el humo y expulsándolo con firmeza, como todo lo que hacía. Y yo, la verdad, no se lo estaba poniendo nada fácil con mi férrea negativa; llevaba muchos años sin ejercer la profesión y me sentía oxidado, éste no era la mejor ocasión para volver a comenzar y tampoco estaba seguro de querer retomar mi vida anterior. No estaba preparado aún y ella me estaba forzando a tomar una decisión rápida, sin saber qué consecuencias me podría acarrear todo aquello.

-¿Acepta o no?... Ya le he dicho que podría ganar bastante dinero. ¿No ha pensado nunca en vivir como la gente normal? ¿En una casa decente? Usted no es de esa clase de gente que... Perdone que se lo diga, pero este lugar me resulta deprimente.

Se llevó una mano al cuello, parándose en seco, quizá arrepentida de lo que acababa de decir, y aspiró una bocanada de aire, reteniéndola en los pulmones; todo ello con sus ojos de acero cerrados. Así, recordándola en esa imagen congelada en mi memoria, parecía más bella y sensual que nunca, una diosa de carne y hueso en medio de una pocilga. Al abrir los ojos, volvió a la frialdad de siempre, se había recuperado y me miró en espera de una respuesta definitiva.

-¿Por qué yo? ¿Cómo supo de mí? Llevo años retirado del oficio... En las páginas amarillas se anuncian cientos de detectives privados, algunos de los cuales pertenecen a agencias de gran prestigio. A ustedes los ricos les encanta el prestigio, el buen nombre de todo lo que compran. ¿Quiere explicarme cuál es la causa por la que usted prefiere a un detective retirado y alcoholizado como yo?

Harta de esperar, se dejó caer sobre el sillón con muy poca elegancia, como si estuviese en familia. Suspiró, dio otra larga calada al cigarrillo y me intentó explicar de una manera muy burda el porqué de todo aquello. La corté en seco y de nuevo le exigí una explicación. Aquella conversación se estaba alargando demasiado.

-Eso no importa –atajó-. Digamos que en una ocasión cierta persona me aconsejó que si algún día tenía un problema, le buscara a usted, que usted me ayudaría. Ahora no puedo desvelarle el nombre de esa persona, por el bien de todos, pero le prometo que lo sabrá a su debido tiempo. Lo que me interesa es saber si va a aceptar o no.

-Todavía no me ha hablado en absoluto de esa persona que usted tanto ansía encontrar, señora...

Llegados a este punto, titubeó. Por primera vez pareció perder su férrea serenidad y me clavó la mirada, una mirada de conmiseración que pedía a gritos que no la abandonase.

-Delgado, Miranda Delgado.

-Y bien, señora Delgado...

-Quiero que busque a mi hijo. Le parecerá extraño, pero nunca le llegué a conocer; de hecho, oficialmente nació muerto. Pero, entre nosotros, nunca me creí ese cuento...

-Buscar a un niño... ¿Cuánto hace que nació?

-Cinco años.

-Buscar a un niño que nació hace cinco años, del que no tiene ninguna fotografía porque nunca lo conoció. Es tarea casi imposible.

Ella se agitó en el sillón, pues no esperaba ese tipo de comentario, y abrió su bolso. Sacó de él una tarjeta y me la tendió con amabilidad, sonriendo; una sonrisa a la que no estaba acostumbrada, falsa mueca en un rostro tan bello. Estaba visto que la paciencia se le había acabado y que sabía que no iba a poder sacarme más por hoy y ella no estaba dispuesta a suplicar más, la última decisión me correspondía a mí.

-Llámeme cuando cambie de opinión... no quiero robarle más tiempo.

-Como usted guste, señora Delgado.

Se levantó y, sin esperar a que por educación yo lo hiciera, abrió la puerta y se marchó; dejando abandonado allí, en aquel tenebroso salón, su aroma de mujer exquisita. Era la primera y la última vez que la vería con vida. Yo no podía sospechar en aquel breve instante en el que la vi desaparecer que tres días más tarde la encontrarían brutalmente asesinada, a manos de un psicópata que no tendría piedad con ella. Justo cuando yo había despertado a la vida, ella dormía un sueño profundo, rotas sus esperanzas a golpes de maldad y sadismo.

            
            

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