Capítulo 5 LA METAMORFOSIS

Ya llevaba un día encerrado en aquella habitación y tenía los nervios de punta. No me habían dejado probar ni una gota de alcohol y me mantenía en pie gracias a que, constantemente, me atiborraban de pastillas e inyecciones, queriéndome hacer creer que se trataban de vitaminas. ¡Y un cuerno! O aquello eran drogas para tenerme aletargado o yo era Mary Poppins.

La verdad, me sentía cansado, tanto que no lograba mantener los ojos abiertos y mi mente funcionaba a cámara lenta. Me habían dejado inutilizado; lo justo para que no pudiera pensar ni en la bebida ni en el suicidio. Mi estado de ánimo era como una veleta, que según la dirección del viento cambia el sentido de rotación; igual estaba feliz en ese estado de semiinconsciencia, que me atacaba de los nervios pensando en un trago.

Y el pobre de Marco no había hecho acto de presencia desde nuestra última conversación, pasándole a un compañero suyo mi caso, y en cierto sentido le entendía. Debía de estar molesto. Él era mi mejor amigo y quizá yo fuese también su mejor amigo. Él me ofrecía su ayuda y yo la rechazaba, eso debía de herir su amor propio. Veía impotente como alguien a quien apreciaba se iba muriendo poco a poco, gota a gota, y él no podía luchar contra eso, él que todo lo conseguía en cuanto a salvar vidas se refería. Yo era una piedra en su camino, y lo peor de todo era que esa piedra no le era desconocida, formaba parte de su familia, ya que me consideraba casi como un hermano. ¿Cómo reaccionar ante eso? Yo tendría que haberle entendido; haber aceptado su apoyo, sin ni siquiera rechistar.

En el momento de despertarme todo a mi alrededor permanecía en penumbras y reinaba un silencio absoluto, tanto que incluso me dañaba los oídos. Al menos la calefacción era de mi agrado, ni muy alta ni muy baja, un término medio. Me levanté, un poco harto de estar todo el día acostado y tuve que echarme sobre la cama, ya que no podía permanecer en pie por mucho tiempo: un profundo vértigo me invadió y me produjo la sensación de que mi alma iba a abandonar mi cuerpo para darse un garbeo por ahí. En ese instante, un chispazo golpeó mi mente y me trajo el recuerdo del rostro de una mujer; sin duda la que me salvó la vida. Fue cuestión de segundos, pasó tan rápido que me dejó sin aliento. Parecía bonita, ojos verdosos, nariz esbelta, labios delgados, pómulos muy marcados, aunque en conjunto sus facciones eran algo duras. ¿Qué habría sido de ella? ¿Por qué no la había encontrado en el hospital al despertar? La curiosidad empezó a picarme y le di tantas vueltas al tema que por un momento conseguí olvidar mi cruda realidad. Nadie había venido a hablarme de ella, como si hubiese sido un fantasma.

Hice un esfuerzo y alcancé a levantarme. Necesitaba ir al baño o si no mojaría inevitablemente la cama y no iba a ser agradable dormir sobre orines calientes, por lo menos estando sobrio.

Primero incorporé el tronco y después me aupé un poco, agarrándome a la cama. Intenté tomar impulso... imposible. Me encontraba demasiado débil hasta para llamar al timbre, cosa que detestaba hacer; puesto que si llamaba, me lo estaba imaginando, aparecería una de esas maduritas enfermeras teñidas de rubio ceniza o caoba y con una falsa sonrisa me conduciría hasta el baño, o, simplemente, me metería una cuña en la cama para que mease allí, sin necesidad de levantarme. Sólo con mirarlas a los ojos ya sé que piensan: les doy asco, pero su profesión les obliga a fingir, a hacerme creer que soy una persona digna.

Lo intenté de nuevo, llevado más por la irritación que por mi apremiante necesidad de orinar. Y esta vez me salió bien la cosa. Me levanté a la primera, aunque antes tuve que asirme con fuerza a la cabecera de la cama, ya que el vértigo reapareció otra vez, produciéndome tal sensación que creí que el suelo iba a hundirse bajo mis pies. Maquinalmente me tapé las orejas con las manos, como si aquel gesto tuviese algún significado curativo. Apreté los dientes con furia y moví la cabeza de un lado a otro. En cuestión de segundos el vértigo se desvaneció, sin que llegara a comprender el porqué.

Comencé a andar hacia el baño, lentamente, sin pensármelo dos veces, cada vez más convencido de que lo lograría. A cada paso que daba me notaba más débil, mi fuerza se iba escapando poco a poco, a través de mis pies, los cuales iba arrastrando produciendo un molesto y monótono sonido. A menudo se me doblaban las rodillas; entonces, hacía lo imposible por no caer: una cosa era levantarse en mi estado de la cama y otra muy distinta hubiese sido levantarse del suelo tras una dura caída. Pero no me caí en ningún momento, tuve suerte y llegué a la puerta del baño sin ningún incidente que lamentar. Lo curioso era que desde la cama hasta el baño habría unos cinco o seis pasos en línea recta; cualquiera hubiese tardado en recorrer ese mismo tramo un segundo o dos como mucho, y yo, sin embargo, tardé unos cinco minutos hasta alcanzar la taza del retrete. Una vez allí se me pasaron las ganas de echar una meadita y me maldije todo un buen rato sin cesar. Iba a regresar a la cama cuando me encontré cara a cara con el espejo que había encima del lavabo. Acababa de girarme y allí estaba él, amenazante, mostrándome todo su esplendor, iluminado por los dos únicos focos de luz existentes en aquel pequeño cuartucho. No pude menos que inclinar la cara hacia mi derecha y quedarme observando un instante el plato de la ducha. Y no es que me apeteciera en aquel momento darme una ducha; no, sencillamente aparté el rostro para no verme reflejado en aquel trozo de cristal.

Y, no obstante, mi conciencia me gritaba que mirase, que viese en lo que me había convertido, lo que el alcohol había hecho conmigo. Era una curiosidad insana. No solía contemplarme en los espejos, no era mi estilo, quizá para evitar eso: mirarme, descubrir al borracho. De vez en cuando me había visto muy borrosamente en la luna de algún escaparate y siempre me negaba, decía que era otro el que se reflejaba allí, un ser desastrado y destruido, no yo. Nada más. Era tal mi terror en los últimos años a observar mi propio rostro, que había aprendido a afeitarme sin la necesidad de tener un espejo frente a mí (bueno, realmente esa era una tarea que realizaba en muy contadas ocasiones, pues nunca estaba lo suficientemente sobrio como para atinar en dónde se encontraba mi barba). Pero ahora tenía uno allí delante y la oportunidad de analizar uno por uno los cambios de mis facciones a lo largo de ese corto, aunque intenso, período de tiempo.

Frente a mí tenía a un perfecto desconocido, no lograba recordarme de aquella manera, tan devastado por la vida y por la bebida. Mi palidez se acrecentaba segundo a segundo, resaltando así la negrura de mis hundidos ojos, ya sin vida, secos de tanto llorar; y los pómulos quedaban marcados en el rostro, eran sólo huesos. La nariz un tanto desviada, por un antiguo golpe y la boca, de labios finos, entreabierta para dejar pasar el aire. Me faltaban un par de muelas y la lengua estaba blanquecina, sedienta y débil. Las ojeras me hablaban de innumerables noches en vela, deambulando de aquí para allá, buscando consuelo en cualquier regazo o en el fondo de una botella; ya me daba igual. La ciudad me había devorado lentamente, saboreando cada uno de mis poros, viéndome dar tumbos y yo me dejé cobijar en sus rincones perdidos. ¿Ese soy yo? Ahora me da pena verme, rodeado de soledad y vino; siempre mitigando mi dolor detrás de la botella, consumiendo así mi vida.

Soy un Quijote que al borde de la muerte recobra la cordura perdida, un hidalgo que cayó de su rocín y que por cobardía volvió a subir en él con falsas excusas... Hoy, sin embargo, me he despertado de un largo sueño, he llegado a creer que todo lo pasado fue verdad, que me bebí mi vida de un solo trago y que Pablo murió para que yo viviese por él.

Pero quizá no sea yo, sino otro el que ha vivido esos sueños, otro el que ha despertado y otro el que permanece frente a este espejo. La realidad ha surgido ante ellos como un muro inexpugnable y les ha abofeteado brutalmente, sin piedad.

Vuelvo de nuevo a verme reflejado en el espejo, todos esos yoes se han fundido en uno solo, en mi yo verdadero. Y descubro con horror que necesito cambiar, algo así como nacer de nuevo, comenzar una vida distinta lejos de mi pasado. Hoy es un día más que muere y tendré que enfrentarme al nacimiento del próximo.

            
            

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