Él iba abriéndose paso por la senda que se ocultaba tras la cascada. Sabía que no sería libre hasta que descubriera qué era lo que lo llamaba desde el interior de la caverna, fuera lo que fuera. No podía marcharse hasta que hubiera cumplido lo que se le pedía. Pero también sabía que no podía hacerlo solo. La necesitaba a ella, pero ella debía acudir a él voluntariamente, o ambos quedarían atrapados para siempre.
Michael se despertó de pronto, estremeciéndose a medida que aquel fragmento de sueño se desvanecía. Cada vez era peor. Había tenido aquel sueño muchas veces durante los veinte años anteriores, pero nunca de manera tan intensa, tan vívida y perturbadora como ese verano.
Se sentó al borde de la cama. Hizo amago de encender la lámpara, pero en el último instante cambió de idea. No necesitaba luz para saber que le temblaban las manos. Podía sentir su leve estremecimiento.
Aturdido, se puso en pie y bajó, desnudo, a la vieja y anticuada cocina. Abrió la maltrecha nevera y se quedó contemplando su contenido al tenue resplandor de la luz interior. Podía elegir entre unos restos de ensalada de atún, queso en lonchas, pepinillos y cerveza. Eligió la ensalada y la cerveza. Cerró la nevera y llevó la botella y el cuenco a la rayada mesa de roble donde, de niño, solía engullir sus azarosas comidas.
A la tía Jesse no le gustaba cocinar, ni para ella ni para el pequeño sobrino que había aterrizado en su puerta tras la muerte de su madre. Estaba mucho más interesada en su desahuciada carrera de poeta. Michael había aprendido muy pronto a almacenar comida en el frigorífico. Si se le olvidaba hacer la compra, Jesse y él no comían.
Al echar la vista atrás, se daba cuenta de que aquella experiencia casera le había servido como preparación para el futuro. Eso, al menos, se lo debía a Jesse.
Ahora, a los cuarenta, le resultaba más fácil sentir simpatía por las excentricidades de la tía Jesse, por su tempestuoso temperamento de poetisa, por su tendencia a sumirse en largos períodos de depresión y por su deseo de estar sola. Ella nunca había querido ni necesitado a nadie y, sin embargo, se había visto atada a Michael.
Por fin dejaron de temblarle las manos. Abrió hábilmente la botella de cerveza y bebió un largo trago pensando en lo mal que se había comportado aquella tarde. Seguramente había obtenido lo que se merecía.
¿Qué demonios le ocurría desde hacía unas semanas? Era incapaz de quitarse a Clare Herrera de la cabeza. Ella lo obsesionaba casi tanto como aquellos retazos de sueño. Pero había creído que respecto a Clare podía hacer algo, ya que frente al sueño se hallaba indefenso. Podía llevarse a Clare a la cama y satisfacer su obsesión por ella.
Pero esa noche había ido demasiado lejos. Había embrollado desatinadamente aquella situación, delicada y frágil como una telaraña, y todo se había desintegrado en un instante.
Se había comportado como un idiota. Pero lo hecho, hecho estaba. Él estaba acostumbrado a dejar sus errores atrás. Tenía mucha práctica. El problema ahora consistía en descubrir un modo de recuperar el terreno perdido al intentar abalanzarse sobre ella.
Porque de algún modo tenía que lograr que le permitiera volver a verla.
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-¿Quiere que le limpie el parabrisas, señorita Herrera?
Clare sonrió a través del cristal polvoriento al hombre larguirucho, vestido con un mono verde. Eddy Rivera esperó sosteniendo en el aire su útil con borde de goma.
-Sí, por favor, Eddy. Le hace falta.
-Ya lo creo. Si algo nos sobra por aquí en verano es polvo. ¿Está esperando a Michael para ir a la oficina de envíos?
La sonrisa de Clare se volvió áspera. Al parecer, todo el mundo en La Colonia Tovar sabía que Michael y ella habían estado saliendo juntos.
-Sí, así es. ¿Lo has visto esta mañana?
-No. -Rivera miró más allá de los surtidores, hacia el pequeño edificio de la oficina de envíos, al otro lado de la calle principal-. Aún no lo he visto. Hoy ha venido usted un poco pronto.
-Sí -admitió Clare suavemente-, es cierto.
Esa mañana, había bajado temprano al pueblo, precisamente porque quería encontrarse a Michael cuando este fuera a recoger su correo.
Para Clare, la oficina de envíos era terreno neutral. Le parecía menos arriesgado intentar restablecer las líneas de comunicación con Michael allí donde se habían visto por primera vez, en vez de arriesgarse a ir a la vieja y desvencijada casa que le servía de alojamiento.
Rivera la miró a través del parabrisas mientras repasaba lentamente el cristal. Rivera lo hacía todo con una letárgica falta de interés.
-He oído que Michael y usted se llevan muy bien.
-¿De veras? -dijo Clare fríamente. Lo último que quería era hablar de su relación con Michael. Sobre todo, con el dependiente de una gasolinera.
-Estaba claro que Michael iba a probar suerte con la primera mujer de primera que hemos visto por aquí en mucho tiempo. Él siempre se iba a por las mejores. Los chicos se preguntaban que a santo de qué picaba tan alto. Pero yo siempre le decía: << Qué demonios, hombre, ve por ellas. ¿Qué tienes que perder?>>. Nosotros solíamos pasar mucho tiempo hablando de mujeres.
Clare miró más despacio al hombre que le había estado llenando el depósito una vez a la semana durante el último mes. Por primera vez, cayó en la cuenta de que Eddy Rivera era más o menos de la edad de Michael, tal vez un año o dos menos. Y la asombró que aquellos dos hombres hubieran sido amigos mientras crecían, allí, en La Colonia Tovar.
Aquella idea le causó una honda impresión. Eddy Rivera parecía proceder de un mundo totalmente distinto al que habitaba Michael. Aquella constatación no procedía únicamente del mono verde y las pesadas botas de estilo militar que Rivera llevaba puestos. Ni del pelo rubio y ralo que le caía hasta la clavícula. Se debía a algo más, a algo que tenía que ver con la expresión de perpetua amargura que caracterizaba lo que tal vez, en otro tiempo, había sido un bello rostro. Rivera era de esos hombres que se pasaban la vida culpando a los demás y al desabrido universo por todo lo que le salía mal. Parecía un hombre que había visto muchos sueños convertirse en humo.
-¿Michael y usted eran amigos de pequeños? -aventuró ella.
-Claro. Solíamos salir por ahí juntos. Pero perdimos el contacto cuando se fue del pueblo. Yo pasé unos años en el ejército y luego volví aquí. Pero Michael, no. Michael probó suerte fuera de aquí. No había regresado hasta este verano. Me pregunto por qué habrá vuelto ahora. Nunca le gustó este sitio y, después de lo que hizo, la mayoría de la gente del pueblo no le tiene mucha simpatía.
Clare se dispuso a hacerle otra pregunta. Su curiosidad acerca de Michael había vuelto a desatarse. Pero antes de que pudiera abrir la boca, el ronquido familiar del Jeep llamó su atención.
-Ahí está. Parece que están bien sincronizados. -Rivera metió el limpiacristales en un cubo y se acercó a la ventanilla de Clare-. 2 bolívares por la gasolina.
-Gracias, Eddy. -Clare tomó el bolso sin apartar la vista del Jeep negro que se había detenido frente a la oficina de envíos.
Rivera tomó el dinero y miró a Hunter que, vigilante, permanecía sentado en el asiento del pasajero.
-Menudo perro se ha buscado.
Hunter bostezó mostrando todos sus dientes. Estaba acostumbrado a tales observaciones.
-Es un alivio tenerlo cerca, a veces -murmuró Clare acariciando la cabeza del animal.
-Sí, una mujer que vive sola, necesita un perro. Yo antes tenía uno. Un pastor alemán bien bonito. Pero se murió hace un par de años. -Rivera giró la cabeza para mirar a otro coche, un viejo Cadillac azul que acababa de pararse en el aparcamiento de la oficina de envíos.
-Será mejor que me vaya -dijo Clare girando la llave en el contacto.
-Si yo fuera usted, no entraría ahora mismo en la oficina de envíos -le advirtió Eddy-. A no ser que quiera verse metida en un auténtico embolado.
Había una sonrisa torcida en su cara, como si le causara un placer perverso desvelarle lo que iba a ocurrir.
-¿Pasa algo? -preguntó Clare.
-Puede ser. ¿Ve ese Cadillac azul de ahí enfrente?
-Sí.
Michael había entrado en la oficina de envíos. Al parecer, aún no había visto su coche aparcado al otro lado de la calle. O, si lo había visto, había preferido hacer caso omiso.
-¿Ve a esa señora que sale del Cadillac?
-¿Qué pasa con ella? -preguntó Clare, impaciente. Miró un momento a la mujer de pelo gris y aspecto regio que salía lentamente del lado del pasajero del Cadillac, ayudada por el conductor, un hombre alto y gordo de unos cincuenta años cuya barriga tensaba los botones de su camisa.
-Esa es la señora Velutini en persona. Los Velutini han sido los dueños de casi todo en este pueblo desde la época de mi bisabuelo.
-¿Ah, sí?
Rivera pareció notar su falta de interés. Apoyó una mano grasienta sobre el techo del Buick de Clare y se inclinó para mirarla achicando los ojos.
-Usted no sabe nada sobre la soberbia y poderosa señora Elizabeth Velutini. ¿Verdad?
-¿Y qué habría de saber sobre ella?
-Bueno, para empezar -dijo Rivera calmosamente-, que es la suegra de Michael Escotet.
-¿Su suegra?
-Sí. Y le diré algo más. Esa mujer odia a Michael con toda su alma. -Rivera se apartó del coche, aparentemente satisfecho por haber conseguido captar su atención-. La veré la semana que viene, señorita Herrera. Ha sido un placer hablar con usted.
-Adiós, Eddy. -Clare salió de la gasolinera sintiéndose aturdida. ¿La suegra de Michael? Pero si Michael no estaba casado...
Estaba segura de que no estaba casado. No podía estarlo. Si tuviera esposa se lo habría dicho. Michael Escotet no le jugaría esa mala pasada.
Pero, en realidad, había muchas cosas que ignoraba acerca de Michael Escotet, se dijo mientras aparcaba el Buick junto al Jeep de Michael. Era precisamente ese desconocimiento lo que le había impedido acostarse con él la noche anterior.
Apagó el motor y salió del coche. Una vocecilla la urgía a dar media vuelta y ahorrarse, lo que prometía ser una escena desagradable. Pero el deseo de conocer los hechos era mucho más fuerte.
-Quédate aquí, pequeño -le dijo a Hunter-. Gritaré si necesito ayuda.
Hunter estaba distraído intercambiando miradas de recelo con el hombre que conducía el Cadillac. Clare echó un vistazo al conductor, gordinflón y al instante apartó la mirada. La cara fofa de aquel hombre poseía los rasgos crueles y obtusos de un camorrista nato. Se convenció enseguida de que era la clase de hombre que, de niño, se entretenía arrancándoles las alas a las moscas.
Se apresuró a entrar en la oficina de correos. Al empujar las puertas de cristal, la tensión reinante en el local la golpeó como una marea. Había un silencio crispado. Varias personas estaban de pie, como clavadas al suelo. En lugar de intercambiar cotilleos y comentarios sobre el tiempo, como de costumbre, estaban calladas, mirando absortas la escena que se desarrollaba ante ellas.
Michael acababa de retirarse del mostrador con un montón de cartas en la mano. Miró hacia la puerta y vio a Clare. Por un instante, la traspasó con sus brillantes ojos grises, pero un segundo después volvió a fijar su atención en Elizabeth Velutini, que se había puesto directamente en su camino.
-Juan me había dicho que estabas aquí. Michael Escotet -la voz de la señora Velutini poseía el tono autoritario de una mujer acostumbrada a dar órdenes. Llevaba sus casi sesenta y seis años con rígido y gélido orgullo. Tenía el pelo recogido en un elegante moño y sus ojos castaños eran hermosos y penetrantes-. Al principio no me lo creí. Pero entonces recordé que lo único que no te ha faltado nunca ha sido el descaro.
Michael lanzó a la mujer una mirada heladora.
-En ocasiones el descaro era lo único que tenía. Discúlpeme, señora Velutini, me están esperando.
-¿Quién? ¿Esa tal Herrera? La compadezco. También he oído hablar de ella. ¿Sabe la clase de hombre que eres?
-No, pero, por otra parte, usted tampoco -dijo Michael con suave ferocidad.
-Bastardo -siseó la señora Velutini.
-No es usted la primera que sugiere semejante posibilidad, y probablemente no será la última. Pero, sin duda, respecto a mi hijo no puede decir lo mismo, ¿no es cierto? De hecho, si alguna vez la oigo decir algo sobre mi hijo, yo la...
-Buenos días, Michael. -Clare se arrancó del suelo y avanzó con su mejor sonrisa de circunstancias, como si no hubiera oído ni una palabra-. Me preguntaba si coincidiríamos esta mañana. Iba a llamarte luego para recordarte esa excursión a la cascada que me prometiste -dirigió su sonrisa hacia la empleada que aguardaba tras el mostrador y que observaba el altercado con la boca abierta-. ¿Tienes algo para mí hoy, Luisa? Tengo prisa.
Luisa cerró la boca mirando a Michael, a la señora Velutini y a Clare.
-Solo una carta -dijo, y la puso sobre el mostrador.
-Gracias. -Clare echó un vistazo a la letra masculina y familiar y se guardó la carta en el bolso. Tomó a Michael del brazo con despreocupación, percibiendo la tensión de sus músculos, y sonrió a Elizabeth Velutini, cuya cara había adquirido una mueca agria-. Haga el favor de disculparnos. Michael lleva días prometiéndome esa pequeña excursión. Y ya he preparado una cesta con el almuerzo.
-Es usted tan ilusa como mi hija. Pero por lo menos no es una, chica joven e ignorante. Parece lo bastante mayorcita como para cometer los errores que quiera. Recuerde mis palabras: cualquier mujer que se arrime a Michael Escotet comete un grave error -la señora Velutini dio media vuelta y salió de la oficina con aire desdeñoso.
Dejándose guiar por su instinto. Clare urgió a Michael a seguir a la mujer. Resultaba difícil hacer una salida triunfal si las supuestas víctimas no se lo tomaban en serio. Clare quería asegurarse de que nadie en la oficina pensara que a Michael lo había afectado lo más mínimo aquella escena.
-Hoy va a hacer calor -comentó alegremente mientras empujaba a Michael por la puerta basculante-. Estaba pensando en llevarme el bañador al picnic. Ah, y será mejor que compremos unas patatas fritas en la tienda. ¿Qué es un picnic sin patatas fritas? ¿Tienes alguna nevera que podamos usar?
Guardó silencio cuando salieron a la brillante luz del sol matutino. El hombre del Cadillac salió trabajosamente del coche para ayudar a Elizabeth Velutini a montarse en el asiento del pasajero. Al ver que lanzaba a Michael una mirada de odio, Clare giró en dirección contraria.
-Está bien -dijo Michael suavemente cuando llegaron junto al Jeep negro-. La operación de rescate se ha acabado -se apoyó en el capó y se dio un golpe en el dorso de la palma de la otra mano-. ¿Debo darte las gracias?
Clare se hizo sombra con la mano y miró el Cadillac, que se alejaba.
-Supongo que depende de las ganas que tuvieras de que te rescataran.
-Muchas. Hacía veinte años que no me las veía cara a cara con esa vieja arpía. He perdido la práctica. Pero creo que todavía podría vérmelas con Juan. Está hecho un saco de carne. Parece más lento que nunca.
-Imagino que Juan es el chofer.
-Juan Mendoza es el matón de Elizabeth Velutini. Hace todo lo que ella le dice. -Michael pareció perder interés en aquella pareja-. ¿Decías en serio lo del picnic o era solo una excusa para rescatarme?
Clare respiró hondo y se armó de valor.
-Eso depende de si Elizabeth Velutini es tu suegra o no.
Michael alzó las cejas sardónicamente.
-Parece que alguien te ha estado contando chismes.
-Fue Eddy Rivera, el de la gasolinera -admitió Clare.
-El bueno de Eddy. Bueno, en parte tiene razón. Me casé con la hija de Elizabeth Velutini hace veinte años -miró al Cadillac ya lejano.
-¿Y? -insistió Clare.
-¿Y qué? -Michael volvió a mirarla.
Clare suspiró.
-¿Todavía estás casado?
-No.
Clare disimuló su alivio sacudiendo la cabeza de mala gana.
-Si tuviera que esperar a obtener respuestas de ti, tendría que esperar hasta que se helara el infierno, ¿verdad?
Él sonrió levemente.
-Y a ti te gustan las respuestas, ¿no es cierto?
-Necesito unas cuantas antes de irme a la cama contigo -repuso ella con calma.
Michael no se movió. Su semblante se animó con repentina intensidad.
-¿Todavía consideras la posibilidad de irte a la cama conmigo?
-Sí.
Él se limitó a asentir, pero una alegría exultante brillaba en sus ojos grises.
-Si de verdad preparas un picnic, yo te daré unas cuantas respuestas sobre Elizabeth Velutini.
-Trato hecho. -Clare se dio la vuelta y se dirigió hacia su coche.
-Te recogeré dentro de una hora. Y ponte zapatillas de deporte -dijo Michael tras ella, alzando la voz-. Ahí arriba, en la cascada, el suelo resbala.