Clare se quedó mirando un momento el suave juego de sus músculos bajo la piel. Su fortaleza resultaba cautivadora y ella había respondido con más pasión de la que había experimentado nunca. Michael reparó en su mirada de deseo y esbozó una sonrisa lánguida y sensual. Ella apartó rápidamente la mirada hacia los árboles, buscando a su perro.
-¿Hunter? Ven aquí, pequeño. ¿Dónde estás? ¡Hunter! ¡Ven, pequeño!
Un suave gemido de respuesta les llegó de entre los árboles. Clare sonrió al ver que el animal salía del bosque. Parecía decididamente molesto. Michael se echó a reír.
-Míralo. Seguramente se pregunta si ya hemos terminado de comportarnos como un par de bestias en celo.
-No me extrañaría. Hunter es un perro muy decente.
-No como tú cuando ardes en mis brazos. -Michael le dio un largo beso-. Pero ha sido fantástico, nena. Y tengo el presentimiento de que será cada vez mejor -se puso en pie y tiró de ella-. Date prisa, vístete. El sol estará en la posición idónea dentro de un minuto o dos.
Michael la ayudó a abrocharse los botones de la camisa, Después, Clare se puso rápidamente los vaqueros y las zapatillas de deporte.
-Ven, vamos. Este es el mejor sitio para ver el efecto -la condujo rápidamente a una afloración de granito desde la cual se divisaba con claridad la tumultuosa cascada. La húmeda neblina borboteaba en el aire y se aposentaba levemente en el pelo revuelto de Clare. Esta miró hacia abajo mientras el sol poniente comenzaba a pintar el cielo.
-Qué bonito -dijo asombrada cuando primero la bruma y después el agua de la cascada se volvían de un vívido color dorado-. Pero pensaba que sería rojo.
-Mira. -Michael se inclinó hacia delante, sujetándose con un brazo a un saliente de roca.
Clare lo miró con curiosidad, sorprendida ante su fascinación.
-Lo habrás visto cientos de veces.
-De pequeño, solía subir aquí casi todas las tardes los meses de verano -él no la miró. Su atención estaba fija en la cascada-. Ahí está. Ya está ocurriendo. ¿Lo ves? Como sangre que brotara de la montaña.
Clare sintió un escalofrío en la espalda al mirar hacia la cascada.
-Dios mío, tenías razón -musitó-. Es increíble.
-Es la sangre de un guerrero herido de muerte.
Clare quiso preguntarle a qué se refería, pero aquel no era el momento. Contempló la cascada, llena de asombro, tan fascinada como Michael. La neblina dorada se tornó poco a poco anaranjada y luego de un profundo rojo escarlata. El efecto óptico duró apenas un momento, y el sol desapareció tras las montañas. La cortina de agua volvió a ser blanca y argéntea. Permanecieron en silencio un momento. Después, Michael le pasó el brazo por los hombros.
-Interesante, ¿no? -preguntó con excesiva ligereza.
-Es extraordinario -dijo Clare, impresionada.
Michael se rio suavemente.
-Sí, extraordinario. ¿Te había dicho que hay una cueva detrás de la cascada? No se ve por culpa del agua, pero si se conoce el camino, se puede llegar hasta ella.
-¿Una cueva?
-La cueva de la Prisionera.
Clare se agachó para recoger los restos de su comida campestre.
-¿Por qué la llaman así? La Prisionera. Es extraño.
-Se trata de una antigua leyenda. -Michael dobló la manta y comenzó a bajar por el empinado sendero que llevaba al lugar donde habían dejado aparcado el Jeep.
-¿Una leyenda india?
Sacudió la cabeza.
-Los indios se la contaron a los primeros colonos que se asentaron en esta región, pero siempre juraron que no tenía nada que ver con su tribu. Decían que otra raza habitó estas tierras antes que ellos. Un fiero pueblo de guerreros que se extinguió mucho tiempo atrás.
-¿Y la leyenda data de esa época?
-Exacto.
-Cuéntamela. -Clare se apresuró para ponerse a su paso. De pronto, estaba ansiosa por conocer la historia de la Prisionera.
-Según me contaron a mí de niño, los guerreros que poblaban esta zona tenían la costumbre de conseguir a sus esposas mediante el ancestral procedimiento de raptarlas.
-Serían la típica banda de machistas.
-A mí no me mires -dijo Michael lanzándole una mirada sardónica por encima del hombro-Yo hace años que no rapto a una mujer. En cualquier caso, parece que uno de los guerreros más poderosos del clan decidió que merecía lo mejor de lo mejor. Quería una mujer que le diera un hijo fuerte. Buscó por cielo y tierra hasta que hizo su elección. Luego, un día, raptó a la joven damisela mientras recogía bayas en el bosque. La llevó a su casa y la instaló orgullosamente en su lecho. Pero había cometido un pequeño error de cálculo.
-A la damisela no le hizo ninguna gracia que la raptara y la alejara de su hogar y su familia.
-Se sintió profundamente ultrajada por todo aquello. En circunstancias normales, sus sentimientos al respecto no habrían sido tenidos en cuenta bajo ningún concepto. Pero, en su caso, su flamante esposo no podía pasar por alto su opinión, pues ella procedía de un clan muy extraño. Un clan de mujeres guerreras. Y no sólo eso: las mujeres del clan también habían aprendido a controlar sus ciclos reproductivos.
-Ajá. En otras palabras: ella estaba al tanto de ciertos métodos de control de la natalidad, y se las ingenió para no quedarse embarazada. Bien por ella.
-Espera a oír el final de la historia antes de empezar a aplaudir.
Clare frunció el ceño.
-¿Tiene un final feliz?
-No, nada de eso. Presta atención, cariño, y aprenderás que la tozudez de las mujeres no compensa a largo plazo.
-Pareces uno de esos guerreros machistas, pero actual -masculló Clare.
Michael hizo caso omiso a su comentario.
-Cuando, tras varios meses, nuestro valiente guerrero comprobó que sus esfuerzos nocturnos no daban fruto, comprendió por fin que su esposa estaba saboteando deliberadamente sus planes de engendrar un poderoso hijo y heredero.
-¿Y se enfadó?
-Eso es decir, poco. Probó con las habituales palizas y amenazas y, cuando eso tampoco funcionó, decidió que su esposa entraría en razón si pasaba una temporadita sola en la caverna de detrás de la cascada.
Clare abrió mucho los ojos, asombrada.
-¿La encadenó en la cueva de la que me has hablado?
Michael asintió.
-Eso cuenta la historia -pasó ágilmente de un salto a otro lecho de roca y tuvo que esquivar a Hunter, que bajaba dando brincos por la ladera de la colina, delante de él-. Quítate de en medio, perro tonto -masculló entre dientes. Pero Hunter no le hizo caso.
-Deja de meterte con mi perro y cuéntame el resto de la historia -ordenó Clare. Michael miró hacia atrás.
-El caso es que la encerró en la cueva y le dijo que solo saldría de allí cuando concibiera un hijo.
-Qué horror.
-Cada día, justo antes de que se pusiera el sol, el guerrero iba a verla. Le llevaba comida, le hacía el amor y luego dejaba que encarara sola la noche.
-¿Quieres decir que la violaba todos los días?
Michael arqueó las cejas pensativo.
-Sí, seguramente puede resumirse así, porque la mujer siguió negándose a concebir un hijo suyo. Y al cabo de un tiempo, también se negó a comer la comida que él le llevaba. Mientras tanto, no dejaba de cavilar intentando hallar un modo de librarse de aquel esposo que ella no había elegido. Una noche, vio su oportunidad.
Clare alzó la mirada.
-¿La oportunidad de escapar?
-No -dijo Michael-. La de matar al guerrero. Le tendió una trampa fingiendo rendirse. A él lo alegró tanto pensar que al fin había vencido su resistencia que, según parece, olvidó con qué clase de mujer estaba tratando. Y en su prisa por concebir un hijo, se descuidó. Lo cual resulta inexcusable, teniendo en cuenta que supuestamente era un guerrero infalible.
-¿Qué ocurrió?
-Que la mujer se apoderó de su cuchillo de caza y lo usó contra él cuando estaba, digamos, alcanzando el éxtasis.
-Lo apuñaló mientras la violaba -concluyó Clare, perpleja-. Qué mujer...
-La historia no acaba ahí -le advirtió Michael-. Ya te he dicho que no tenía un final feliz.
-Pues acaba de una vez -lo apremió Clare, ansiosa por oír la conclusión de la historia.
-El guerrero murió a sus pies. Su sangre manó por la entrada de la cueva y se mezcló con el agua de la cascada. Con su último aliento, maldijo a la mujer. Le dijo que su espíritu permanecería encadenado en la caverna para siempre hasta que un hijo fuera concebido y nacido en ella.
-¿Y entonces él murió y ella logró salir de la cueva? -preguntó Clare.
-No olvides que ella seguía encadenada. No tenía modo de liberarse tras matar al guerrero. Murió allí, y la leyenda dice que su espíritu sigue atrapado en la cueva. Al fin y al cabo, ¿qué probabilidades hay de que un niño sea concebido y nazca en esa cueva?
-Muy pocas, supongo. -Clare miró hacia atrás, hacia el velo impenetrable de la cascada, intentando imaginar una caverna escondida tras la estruendosa muralla del agua. Le causaba desasosiego sólo pensarlo-. ¿Y ése es el final de la historia?
-Más o menos. Pero, que yo sepa, los niños de por aquí todavía se divierten asustándose unos a otros con historias sobre la Prisionera, que sigue esperando dentro de la caverna. Dicen que matará a cualquier otro hombre que se atreva a entrar. Se supone que todavía conserva el puñal de su esposo, ¿sabes?
-¿Y qué dicen los adultos?
-Casi todos se lo toman a broma, por supuesto. Pero cada vez que ocurre algo extraño o inquietante en los alrededores de la Colonia Tovar, siempre hay alguien que le echa la culpa al espíritu atormentado de la mujer de la cueva.
-Imagino que tú eras uno de esos niños que asustaban a los otros con esa historia -dijo Clare, divertida, y luego hizo una pausa-. Dime una cosa. ¿Alguna vez te has atrevido a entrar en la cueva?
El le lanzó una mirada indescifrable.
-¿Tú qué crees?
Ella ladeó la cabeza, considerando la pregunta.
-Oh, yo creo que seguramente sí. Es probable que no pudieras resistirte al desafío. Después de todo, eras el chico malo del pueblo, ¿no? Tenías que mantener tu reputación.
Michael esbozó una sonrisa irónica.
-Tienes razón. Una vez, cuando tenía quince o dieciséis años, pasé una noche en la cueva. Eddy Rivera iba a acompañarme. Pero huyó en cuanto cayó la noche y la catarata se volvió roja. Prefirió pasar la noche en una tienda de campaña, junto al río.
-Pero tú te quedaste, por supuesto.
-Tenía que hacerlo -dijo Michael con evidente falsa modestia-. Como tú has dicho, tenía que mantener mi reputación -añadió sonriendo.
-¿Pasaste miedo?
La sonrisa de Michael se desvaneció.
-Te diré la verdad. Nunca se lo he contado a nadie, ni siquiera a Eddy Rivera. No he pasado más miedo en toda mi vida. La única vez que he pasado un miedo semejante fue la noche que Matthew se puso con cuarenta de fiebre y tuve que llevarlo corriendo a urgencias. Pero hasta ese miedo era distinto al que experimenté en la cueva de la Prisionera.
La serena energía de aquella confesión asombró a Clare. Tenía la impresión de haber visto a través de una ventana un rincón recóndito del alma de Michael.
-Michael... -lo llamó.
Pero él había llegado al terreno llano que se extendía al pie del salto de agua donde estaba aparcado el Jeep y estaba distraído con otras cosas.
-Mira al idiota de tu perro -dijo malhumorado mientras se acercaba al vehículo-. Ahí lo tienes, sentado en el asiento de delante como si fuera suyo. Qué cara dura.
-Si me quieres a mí, tienes que querer a mi perro -dijo Clare alegremente, sin detenerse a pensar. Hasta que Michael miró hacia atrás con expresión inquisitiva, no se dio cuenta de lo que acababa de decir.
-Hagamos un trato -dijo él lentamente-. Yo te haré el amor a ti, y soportaré a tu perro.
-Esperemos que él esté dispuesto a soportarte a ti un poco más. Hunter es un perro con mucho carácter. -Clare subió al Jeep y empujó a Hunter al asiento de atrás. El perro la obedeció mansamente. Ella confió en ocultar su leve rubor maniobrando con el animal.
¿Cuánto tiempo querría Michael seguir haciéndole el amor? ¿Y cuánto tiempo se engañaría ella pensando que hacer el amor era tan parecido al amor mismo, que aquella situación merecía la pena?
-¿Es aquí donde hacías las carreras nocturnas? -preguntó Clare cuando Michael enfiló la carretera del río.
-Sí, en efecto. Gané mucho dinero aquí.
Clare frunció el ceño mirando la estrecha calzada que se retorcía y serpeaba a lo largo del río.
-Pero debe ser muy peligroso conducir a gran velocidad por esta carretera. Si uno perdiera el control del coche en una de esas curvas, se precipitaría en el río.
-Clare, pobre niña mía, lamento sacarte de tu inocencia, pero el hecho de que la carretera sea un poco traicionera es lo que da emoción a la carrera. Y además, por eso ganaba yo casi siempre. Nadie conocía mejor que yo esta carretera. Había hecho un estudio científico de cada curva y cada recta.
-La verdad es que no me sorprende.
-Sabía exactamente a qué velocidad podía entrar en una curva y cuándo tenía que empezar a acelerar al salir. Las carreras siempre comenzaban a poco más de un kilómetro y medio de aquí y acababan en la cascada. Si no había logrado librarme de mis rivales cuando llegaba a la curva de herradura que hay junto al puente, casi siempre los dejaba atrás en la que hay al pie de las cataratas.
-Tus años de adolescencia fueron ciertamente mucho más moviditos que los míos -murmuró Clare-. Pero no te molestes en recrearlos para mí. ¿Te importaría ir un poco más despacio?
Michael le lanzó una mirada de disculpa.
-Lo siento -levantó el pie del acelerador del Jeep-. ¿Te molesta cómo conduzco?
-La verdad es que no -dijo ella-. Siempre pareces llevar el control a la perfección -lo cual era cierto. Michael conducía con una suave precisión que no dejaba de asombrarla por su rareza-. Es sólo que estoy acostumbrada a una velocidad ligeramente menor.
-¿Quieres que vaya más despacio? Pues eso está hecho -dijo sonriéndole-. Esta noche, tus deseos son órdenes para mí.
-Qué complaciente. Es asombroso cómo puede cambiar un poco de sexo el humor de un hombre.
-Ese poco de sexo ha sido el mejor que he probado nunca.
Clare se sonrojó sintiendo aún los estremecimientos de la pasión. Se había lanzado a un torbellino y había sobrevivido, pero no creía que pudiera volver a ser la misma.
Hunter permaneció sentado, con la cabeza alzada sobre el hombro de Michael durante todo el trayecto de regreso a casa de Clare. La lengua le colgaba entre los dientes y chorreaba baba sin parar. Cuando el Jeep se detuvo en la pequeña entrada de la casita, Michael tenía una enorme mancha húmeda en la camisa.
-¿Sabes? -dijo Clare mirando la camisa-, puede que esto sea señal de que empieza a aceptarte.
Michael miró malhumorado al perro, que le devolvió la mirada con extraordinaria expresión de inocencia.
-No, Clare, no es señal de que empieza a aceptarme. Es señal de que es cada vez más astuto si se trata de demostrar cuánto me odia. Sabe que está perdiendo la batalla, así que a partir de ahora utilizará una táctica de guerra de guerrillas.
-Te estás volviendo paranoico.
-En mi opinión, nunca hay que subestimar al enemigo -subió los escalones del porche y abrió la puerta de la cabaña-. ¿No vas a invitarme a cenar?
Ella se echó a reír.
-¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez te estés volviendo tan pedigüeño como mi perro?
-Hunter sólo te quiere porque sabes abrir una lata de comida para perros. A mí, en cambio, no sólo me gustan tus guisos, aunque tu repertorio sea limitado, sino que además estoy loco por tu cuerpo.
-¿Y qué papel ocupa mi fascinante inteligencia en todo esto?
-Cariño, no se puede tener todo. Yo, ciertamente, no me quejo.
-Maldito cerdo machista -le dio un puñetazo en las costillas y tuvo la satisfacción de verlo doblarse exageradamente de dolor-. ¿Quieres cenar esta noche? Pues cocina tú.
-Ya te estás cansando de cocinar siempre, ¿eh? Sabía que llegaría este momento -dijo Michael con aire de resignada melancolía-. No debí dejar que me sedujeras esta tarde. Debí imaginar que, en cuanto supieras que me tenías en el bote, empezarías a abusar de mí, a pisotearme y a tomarme por el pito del sereno.
Clare se puso de puntillas y le dio un ligero beso en la mejilla.
-¿Quién sedujo a quién esta tarde? -preguntó suavemente.
-Sedujo -la corrigió él con una sonrisa-. Se dice <>. Presta atención. Nosotros, los escritores, lo sabemos todo sobre la gramática y esas cosas.
-Estoy impresionada, pero eso no contesta a mi pregunta. -Clare pasó delante de él y encendió la luz. Por lo menos, el encuentro sexual de aquella tarde había puesto a Michael Escotet de un humor excelente. Clare se dio cuenta de que nunca lo había visto tan alegre.
-Lo siento, se me ha olvidado. ¿Cuál era la pregunta?
-La estás evitando adrede.
-¿Evitar el qué?
-La pregunta.
-Hablando de preguntas, tengo una para ti.
Ella se detuvo en la puerta de la cocina mientras Michael se quedaba atrás, en el pasillo. Miró hacia donde estaba él con curiosidad. Michael observaba la carta y el sobre que Clare había dejado sobre la mesa de la entrada, junto al jarrón de flores.
-¿Cuál es tu pregunta? -dijo ella.
El alzó la vista, pero su expresión de contento parecía haber desaparecido.
-¿Quién es Adam Campos? -empujó la carta hacia el otro lado de la mesa.
-Mi jefe -dijo ella lentamente-. O para ser más exacta, mi ex jefe.
Michael la siguió a la cocina.
-¿Y por qué te escribe?
Ella se encogió de hombros fingiendo ignorar el leve tono de irritación de Michael. Sacó un pedazo de lechuga del frigorífico.
-Por dos razones, supongo. Primero, porque hemos trabajado juntos mucho tiempo y somos amigos. Y segundo, porque quiere que vuelva a mi antiguo trabajo en Eyesstaf lo antes posible.
-¿Para dedicarte a la contabilidad, como hacías antes de tomarte la excedencia?
-Sí. -Michael no había demostrado mucho interés por su trabajo. Sólo tenía una vaga idea de lo que hacía para ganarse la vida y no sabía cuánto significaba su carrera para ella. Quizá, sencillamente, no le importaba-. Veamos si sabes hacer una ensalada. Yo abriré el vino y serviré las copas.
-Pensaba que era el hombre el que se dedicaba a abrir el vino y a mirar mientras la mujer lavaba las verduras.
-Pero yo sé que eres un hombre de mente abierta -dijo Clare clavando el sacacorchos en el tapón de la botella.
Michael levantó la lechuga y la escudriñó con mirada especulativa.
-Dijiste que habías pedido la excedencia porque no te dieron el ascenso que esperabas.
-Así es. Iba a presentar mi dimisión, pero Adam me convenció para que me tomara algún tiempo para pensar las cosas. Dijo que llevaba muchos años trabajando demasiado.
-Nunca me habías hablado de ese tal Adam Campos.
-¿Ah, no?
-No, Clare, no. Y no trates de engañarme. He leído los primeros párrafos de esa carta. Campo prácticamente te suplica que vuelvas. ¿Seguro que sólo era tu jefe?
Clare se sentó en una silla de la cocina y puso los pies sobre otra. Bebió un sorbo de vino, acarició a Hunter y pensó en Adam Campos.
Guapo, amable y distinguido de manera convencional, Adam Campos podía llegar muy lejos en el imperio empresarial de Eyesstaf. Y ciertamente había ascendido con bastante rapidez mientras la tuvo a ella para enmendar sus errores. Sería interesante ver cómo se las arreglaba él solo.
-Sí -dijo suavemente-. Adam nunca ha sido más que mi jefe.
Hubo un largo silencio mientras Michael cortaba la lechuga.
-Empiezo a darme cuenta de algo -dijo él finalmente.
-¿De qué?
-De que sé muy poco de ti.
Clare sonrió mirando su copa de vino.
-¿Quieres decir que, ahora que te has salido con la tuya, por fin empiezas a sentir curiosidad por mí?
-Yo siempre digo que lo primero es lo primero. Se me da muy bien establecer prioridades y, créeme, hacer el amor contigo era una prioridad para mí. ¿Dónde están el aceite de oliva y el vinagre?
-En el segundo armario a la derecha.
Michael abrió el armario equivocado y Hunter comenzó a gruñir.
-¿Qué demonios le pasa ahora? -preguntó.
-Acabas de abrir el armario donde guardo su comida. Creo que no se fía de ti.
-Hace bien. Somos enemigos -sonrió levemente y cerró la puerta del armario-. Lo único que me importa es que tú confíes en mí. ¿Confías en mí, Clare?
Ella bebió un sorbo de vino y lo observó detenidamente.
-Todavía no te conozco muy bien.
-No intentes irte por las ramas -se apoyó contra la encimera de azulejos y tomó la copa de vino que ella le había servido.
Clare respiró hondo.
-Debo confiar en ti, en cierto sentido, o no habría hecho el amor contigo.
Michael asintió satisfecho.
-Sí, eso suponía -volvió a concentrarse en la lechuga-. ¿Te he dicho alguna vez que hago la mejor ensalada César del mundo?
-No, creo que no lo habías mencionado.
-Espera a probarla.
-¿Dónde aprendiste a cocinar? -preguntó Clare con curiosidad.
-En los libros. Tenía un hijo que alimentar, ¿recuerdas? Pensé que Matthew se merecía algo más que pizza y platos congelados, aunque tal vez hubiéramos vivido igual de felices con esas cosas. En los libros aprendí muchas cosas sobre cómo criar a un niño. Y también descubrí que los libros no siempre tienen razón.
-No, supongo que no. ¿Tú querías tener hijos, Michael?
-No, a los diecinueve años no quería -dijo esbozando una sonrisa irónica-. Pero no tuve elección. Un buen día llegó Matthy y se acabó. Ya no había tiempo para pensar si quería o no quería tener hijos. Ya tenía uno. ¿Y tú?
Aquella pregunta tan íntima la sorprendió. Michael no solía hacer tales preguntas. Clare miró su vino. Deseaba que él quisiera saber cosas sobre su vida, pero no sobre aquel asunto en particular. No estaba preparada para darle una respuesta completa y clara, así que le dijo una verdad a medias.
-Antes lo pensaba a veces. Pero, por alguna razón, nunca apareció el hombre adecuado ni se dio el momento idóneo.
-¿Nunca?
-Bueno, una vez hubo un hombre, hace mucho, cuando yo estaba empezando mi carrera. Yo tenía unos veinticinco años. Pensé que tal vez él fuera mi media naranja. Las cosas fueron muy bien durante un tiempo. Pero resultó que estaba conmigo sólo de rebote. Cuando su ex novia apareció de nuevo, él comprendió que era a ella a quien realmente quería.
-¿Te dejó?
-Siempre he dado gracias al cielo porque su ex novia apareciera antes de que nos casáramos y no después -dijo Clare secamente-. En cualquier caso, después de eso dejé de pensar en fundar una familia y me concentré en el trabajo. Ahora tengo treinta y cuatro años y estoy contenta con mi vida.
-¿Y no echas nada en falta?
-La verdad es que no. O al menos, no mucho. Me he labrado una vida basada en una carrera profesional de éxito, en los buenos amigos y en intereses muy diversos. De todos modos, creo que no hubiera sido una buena madre -añadió intentando aligerar la atmósfera, repentinamente tensa-. Nunca me han hecho mucha gracia las monadas de los niños, y la idea de educar a un hijo durante los años de la adolescencia me da pavor.
-Sí, puede ser muy duro, es cierto. Uno intenta salir adelante haciendo lo que puede. Pero ahora que soy un experto cualificado, me alegro muchísimo de estar retirado. Criar a un hijo es una labor para gente joven, de ésa a la que le hacen los ojos esperanzados y no sabe dónde se mete.
-Te creo -ella se levantó-. Después de los treinta, se es lo bastante mayor como para entender lo difícil que es. A los treinta y cuatro, me espanta la idea de quedarme embarazada.
Michael la miró con repentina comprensión.
-Eso sembraría el caos en tu vida cuidadosamente ordenada, ¿no? Lo cambiaría todo para ti.
-Sí, francamente, sí -respondió ella, molesta por su tono-. Da la impresión de que piensas que sería bueno para mí que todo cambiara en mi vida.
Michael cortó en pequeños trozos un tomate rojo como la sangre.
-Sí -dijo-. Definitivamente, tener un hijo lo cambiaría todo para ti.
-Bueno, eso es algo de lo que no tengo por qué preocuparme, ¿no? -dijo ella con firmeza.
-Sí -convino él-, eso es algo de lo que no tienes por qué preocuparte. Pero tal vez haya ciertos cambios menos drásticos que puedas introducir en tu vida.
-¿Cómo cuáles?
-Como venirte a vivir conmigo el resto del verano. Como soy un hombre generoso, hasta estoy dispuesto a aceptar a tu estúpido perro.