―A la mierda los vidrios y la cortada ―gritó enfurecido ―dije que iría con mi hija y eso es lo que haré ―el paramédico rodó las pupilas hacia arriba y se encogió de hombros. Ricardo caminó con dificultad hacia la ambulancia, hizo señas antes de que cerraran la puerta trasera y lo dejaron subir.
Adentro estaba Luz. Su pequeño cuerpecito yacía tendido sobre una camilla, tenía un collarín puesto y a su lado, un paramédico le ponía una vía intravenosa.
El espacio era estrecho y el hombre que atendía a Luz le rozó un poco las piernas. Ricardo se deslizó en el asiento angosto en el que estaba sentado y se ubicó lo más lejos posible de Luz, en un rincón cerca de la puerta para no estorbar la labor del paramédico, vio que en el suelo estaba tirado el cuaderno de esa chica con la que había encontrado a Luz en el supermercado. Lo recogió del piso y no había notado que el paramédico lo observaba.
―Me parece que ese cuaderno le ha salvado la vida a su hija ―dijo el joven de overol azul marino y chaleco verde fluorescente.
―¿Cómo es eso posible? ―preguntó incrédulo sin quitarle la mirada al chico.
―La silla para niños en el auto, estaba desabrochada ―hizo una pausa y frunció los labios ―la niña no pudo soltar el seguro ella sola ―dijo con la voz tímida
―¿Insinúa que soy un negligente? ―aun en aquellas circunstancias, Ricardo Marroquín se comportaba como un altanero.
―No, señor, por su puesto que no. Pero hemos encontrado a su hija abrazando ese cuaderno. Si ella hubiese estado en la silla al momento del impacto, quizás hubiese salido volando hacia el parabrisas del auto, eso hubiese sido fatal, pero eso no ha ocurrido, imagino que se ha salido del asiento justo antes y a mí me parece que lo ha hecho buscando ese cuaderno.
―Pues tiene usted una gran imaginación ―dijo Ricardo y el joven agachó la mirada ―¿qué le parece si en vez de estar imaginando cosas, se pone a trabajar? No debería quitarle los ojos de encima a mi hija y menos para decirme estas tonterías.
Ricardo sabía que lo que el joven le decía tenía sentido, pero admitirlo, sería admitir que él había dejado sueltas las correas de la silla y eso implicaría que era el peor padre del mundo. Sabía que no era un buen padre, estaba más que consciente de eso, pero no abrochar las malditas correas era algo con lo que superaba su propio récord. Abrió el cuaderno en una página al azar y entornó la mirada tratando de enfocar las letras.
"Mi alma abandonó mi cuerpo el día que la tuya dejó la tierra.
El día que ascendiste como un ángel hacia el cielo,
en el momento en que supe que nunca más sentiría en mi piel una caricia tuya,
la sangre se congeló en mis venas,
mi brújula se rompió y perdí el norte.
No tengo rumbo, no hay voluntad en mis pensamientos más que la autoflagelación
Mis actos autodestructivos, son el castigo por no haber sido yo en tu lugar
Mi alma abandonó mi cuerpo y no tengo intención alguna de recuperarla, soy un cascarón vacío que nada ni nadie podrá llenar jamás".
Se limpió una lágrima antes de que se derramara, miró de reojo al paramédico para asegurarse de que no lo estuviera viendo. Cerró el cuaderno y lo puso debajo de su brazo. Le pareció que quien había escrito aquello, aunque carecía de técnica y de estética, describía exactamente cómo se había sentido los últimos tres años.
Ricardo estaba sentado en la sala de espera con los codos clavados en los mulos, su cabeza descansaba sobre sus dedos entrelazados en forma de plegaria, pero no rezaba, hacía tiempo que había dejado de rezar, de orar, de creer. Creía en Dios, pero estaba enojado con él, le había rogado de rodillas que se llevara su vida y no la de Mirella le había prometido regalar todas sus riquezas a los pobres si le devolvía la vida de su esposa, ya había firmado el cheque a nombre de un convento que se dedicaba a ayudar a las personas sin casa, le juró a ese Dios al que nunca antes le había hablado que si Mirella vivía iría sin ningún reconcomio a entregar ese cheque. Pero ese Dios egocéntrico se había negado a escucharlo ¿por qué iba a escuchar sus ruegos por Luz? No perdería el tiempo con un Dios insensible a su dolor
―¿Señor Marroquín? ―la voz grave le hizo levantarse de golpe, como si lo hubiese alcanzado un rayo ―su hija está bien. Está fuera de peligro ―Ricardo sintió que sus pulmones se abrían de par en par y le permitían coger una gran bocanada de aire.
―¿Ya puedo llevarla a casa? ―preguntó. Sabía perfectamente que el doctor le saldría con procedimientos burocráticos, pero Ricardo estaba acostumbrado a saltarse todo aquello que los simples mortales tenían que soportar en silencio
―No, aun no...
―Olvídelo, esto no le compete a usted, es un trámite meramente administrativo, Llamaré al gerente de la clínica ahora mismo ―dijo mientras buscaba s teléfono en el bolsillo interno de su traje.
―Señor Marroquín, usted no entiende
―Claro que entiendo doctor, tengo que firmar planillas, esperar la hora en que a todos los pacientes les dan de alta ―seguía rebuscando sus bolsillos en busca de su celular, ahora los del pantalón.
―Necesitamos hacer estudios ―dijo el doctor y Ricardo se negaba a escucharlo, seguía buscando su teléfono y no encontrarlo comenzaba a irritarlo ―las lesiones en la columna fueron mínimas, pero pudieron afectar la capacidad motriz de ciertas zonas del cuerpo
―¡¿QUÉ?! ―había oído las palabras del doctor y las había entendido perfectamente bien, pero tenía que escucharlo de nuevo para asimilarlo, tenía que escuchar la explicación del doctor para estar seguro de que verdad había entendido lo que este acababa de decirle. Seguía buscando su teléfono, ya sabía que no lo tenía, sabía que debió quedar en el auto, aun así seguía moviendo sus manos, revisando sus bolsillos, no podía dejar de hacerlo, como una especie de tic nervioso.
―Es posible que Luz no pueda caminar, señor Marroquín ―las lágrimas salieron de sus ojos como si hubiesen estado ahí, listas para salir de estos, tuvo la sensación de querer llorar desde que le médico le habló de "fracturas en la columna" y de "capacidad motriz afectada". Se llevó ambas manos a la cabeza, respiró profundo y trató de controlar toda la ira y la impotencia que sentía en ese momento. Se limpió las lágrimas e hizo acopio de valor
―¿El daño sería permanente? ―preguntó
―Es muy temprano para decirlo ―explicó el médico ―ni siquiera podemos estar seguros de que habrá alguna incapacidad, lo sabremos después de realizar los estudios necesarios, eso llevará unos días. Le recomiendo que vaya casa, tome una ducha. Descanse un poco y vuelva mañana. Ahora Luz está sedada y no despertará. Por primera vez en mucho tiempo, Ricardo aceptó una sugerencia que no quería aceptar, lo hizo sin refutar, solo se dio media vuelta, cogió el cuaderno que había tenido consigo desde que bajó de la ambulancia y caminó hacia la salida, antes de que cruzara las puertas corredizas, vio un rostro familiar.
―¡Gustavo! ―dijo con alivio ―el hombre, se acercó y lo abrazó
―He visto las noticias, supuse de inmediato que estarían en la mejor clínica de la ciudad ¿cómo está mi sobrina
―Es posible que no vuelva a caminar ―dijo Ricardo con un tono frio, no había emociones en su rostro, pensó que ya había llorado suficiente, el rostro de Gustavo se ensombreció, sus rasgos eran muy parecidos a los de Ricardo, pero sus mejillas eran regordetas, tenía una barba tupida pero bien cuidada, negó enérgicamente como rehusándose a esa posibilidad ―por favor, llévame a casa, necesito un trago ―caminó hacia afuera y vio el auto de Gustavo estacionado en la zona para discapacitados.
―¡Oh no! claro que no, Ricardo. No beberás ―lo reprendió.
―¿Y que vas a hacer? ¿meterme en una celda junto a esos delincuentes que atrapas? ―lo desafió Ricardo mientras caminaba a zancadas hacia el auto de Gustavo.
―Podría hacerlo, recuerda que soy tu hermano mayor. Tengo el deber de cuidarte ―le dijo llegaron al auto y subieron. Aquello no eran solo palabras, Gustavo era quince años mayor que Ricardo y desde que tenía uso de razón, fue la ´nica figura paterna que tuvo, e incluso la mejor figura materna que podía tener si se le comparaba con la borracha drogadicta que era su madre.
―Nadie puede cuidar a nadie, gus ―dijo Ricardo cuando estuvieron sentados uno al lado del otro ―las cosas pasan, le pasan a los que quieres, aunque los cuides igual le pasan cosas a quienes amas, por eso es mejor no amar. Gustavo Marroquín solo agachó la mirada. Ricardo notó lo grande que estaba su barriga, le pareció inconcebible que un policía pudiera estar en aquel estado de sobrepeso. Tienes que acompañarme al gimnasio Gus, esa barriga no se ve bien ―dijo tratando de restarle peso a las palabras tan pesimistas que acababa de decir, Gustavo sonrió y encendió el auto ―Oye hermano, necesito un favor ―dijo abriendo el cuaderno de Serena en la primera página ―necesito que consigas a una persona
―¿De quién se trata?
―Se llama Serena Young ―dijo Ricardo leyendo el nombre en la primera página de diario que comenzaba con la expresión: "mi nombre es Serena Young"
―¿Una chica? ―preguntó con curiosidad ―¿no me digas que una chica ha conquistado al inalcanzable Ricardo Marroquín?
―¡Oh! ¡No! claro que no. Es una escritora, he encontrado un manuscrito suyo por accidente y no se dónde puedo contactarla. Es una monja, seguro la consigues en algún convento, pero no tengo tiempo para esto
―Guao, hermano, tienes que dejar el trabajo por un segundo ―le reprochó Gustavo
―Claro, lo dejaré, pero primero préstame tu celular, perdí el mío en el accidente y necesito pedirle a Sharon que consiga a alguien que cuide de Luz cuando vuelva a casa.