―Buenos días, señores ―dijo el médico, miró a Gustavo y luego a Ricardo. Su rostro surcado por arrugas tenía un gesto más animado que el día anterior, incluso podía ver que sus ojos centellaban detrás del cristal de los lentes. Ricardo supuso que eso era bueno, pero eso no evitó que una sensación entre frío y calor le recorriera el cuerpo desde la coronilla hasta la planta de los pies ―Le tengo excelentes noticias ―aquella palabra le sonaron maravillosas; eran las palabras que Ricardo anhelaba escuchar―Luz ha despertado y ha respondido satisfactoriamente a las pruebas de motricidad. Sus extremidades inferiores están en perfectas condiciones. Puede ir a casa cuando quieran, he firmado el alta ―le entregó un documento ―solo firme esto, llévelo a recepción y listo.
―Muchas gracias Doctor―dijo Ricardo con la voz quebrada, estaba conteniendo las ganas de abrazar al portador de tan buenas noticias, solo le estrechó la mano. El hombre de bata blanca le ofreció una sonrisa atorada entre sus labios fruncidos. Se dio media vuelta y se alejó caminando a zancadas por el pasillo.
―Te lo dije hermano ―le dijo Gustavo y lo abrazó. Ricardo le correspondió y el abrazo se extendió un rato. El olor a nicotina impregnado en la ropa de Gustavo lo delataba; no había logrado dejar el cigarro como le prometía a su esposa todos los años.
Pese al olor no tan agradable, Ricardo no quería apartarse de su hermano, tenía tiempo que no lo abrazaba. Siempre habían sido muy unidos. Entre ellos, no había viejas rencillas sin resolver como en otras familias, ni rencores ni rivalidades, se querían mucho, pero a pesar de ello, ambos vivían tan concentrados en sus trabajos que no podían sacar un tiempo para pasarlo en familia, la última reunión importante, había sido el funeral de Mirella.
Gustavo era un obseso del trabajo, últimamente, se esforzaba al máximo por alcanzar el puesto de Inspector. Ricardo admiraba su pasión y deseaba tener por su trabajo el mismo entusiasmo que Gustavo tenía por el suyo.
A Ricardo, el trabajo le importaba poco, si pasaba el día entero en la oficina, en juntas, eventos, ruedas de prensa y demás, no lo era con el alma puesta en su editorial, lo hacía para huir de una casa en la que cada pared fría, cada corredor, cada rincón le recordaba a Mirella, le daba igual si era un momento feliz, o uno desgarrador; no quería los recuerdos que aquella maldita casa le evocaba a diario. Pero Ricardo no solo huía de la casa, también huía de Luz; su pequeña hija, era una copia de su madre, no solo su rostro era idéntico al de su amada esposa fallecida, también su personalidad chispeante y precoz, eran la viva imagen de Mirella.
―¡Papi! ―Exclamó Luz en cuanto vio a su padre entrar a la habitación. Ricardo se acercó a la cama y la abrazó, otro abrazo largo del que no quería salir jamás, sentía las emociones revueltas ―Tío Gus, ¡has venido! ―agregó Luz con la barbilla aun hundida en el hombro de su padre. Rompió el abrazo y abrazó a Gustavo que ya se había acercado al borde de la cama ―¿cuándo me llevarás a atrapar delincuentes? ―Gustavo se aclaró la garganta ―prometiste enseñarme a disparar un... ―la tos fingida y exagerada de Gustavo le interrumpió.
―Ya te he dicho que no puedes ir conmigo, es peligroso ―le guiñó el ojo con complicidad sin importarle que Ricardo los observara.
―Vamos princesa ―dijo Ricardo ―te llevaré a casa. Te he traído ropa ―dijo poniendo en la cama un bolso, Luz lo abrió y sacó una camiseta de flores y pantalones a rayas, rodó las pupilas hacia arriba.
―¿Es enserio? ―preguntó indignada ―papá te lo he dicho un millón de veces. Esto es un desacato a las leyes de la moda ―dijo levantando la ropa en la mano ― las rayas no combinan con las flores, para nada.
―Podría jurar que he visto a la princesa Leonor usando rayas con flores ―bromeó Gustavo
―No lo defiendas ―se quejó Luz ―Te perdonaré porque entiendo que la ropa de mujer no es tu fuerte ―Aquel era uno de esos momentos en los que Ricardo pensaba que Luz necesitaba una figura femenina, la idea de contratar una nana que estuviera con ella y se encargara de esas cosas le venía rondando la cabeza hacía un buen tiempo ―por favor dense la vuelta.
Ambos se giraron sonriendo, las ocurrencias de Luz eran para reír.
El diagnóstico había sido fractura vertebral por comprensión y había sido algo tan leve que Luz salió caminando tranquilamente del hospital. Solo le recetaron analgésicos y la derivaron a fisioterapia. El médico recomendó caminatas tranquilas en las tardes.
De camino a casa, Ricardo hizo algunas llamadas, contactó al mejor terapeuta de la ciudad y acordó fisioterapias a domicilio. Llamó Sharon para pedirle que contratara a alguien para que acompañase a Luz en las caminatas. Pero Sharon no contestaba, intentó varias veces, el teléfono sonaba y sonaba.
A menudo trataba de recordar por qué no había despedido ya a Sharon, necesitaba una secretaria dedicada y eficiente, Sharon no lo era, además de robarse el whisky más caro del minibar de su oficina, le daba miles de motivos para reemplazarla. Pensaba muchas veces en hacerlo, pero entonces, recordaba que, al igual que él, Sharon era viuda y era la única que cuidaba de su hijo; ese niño pecoso que había roto los adornos de vidrio en la fiesta navideña del año anterior. No podía dejar sin empleo a una madre viuda.
Ricardo Marroquín solía comportarse como un imbécil de manual, pero lo que pocos sabían era que, en el fondo, muy en el fondo, era tan suave y dulce como un malvavisco asado untado de chocolate.
―Oye, Ricardo, ya que estamos por aquí ―dijo Gustavo que iba conduciendo. El auto de Ricardo había quedado inservible y aun no había tenido tiempo de comprar otro ―Hay un convento cerca. Podría pasar a preguntar por esa chica del cuaderno ―Ricardo miró hacia atrás, no quería que Luz supiera que tenía intensiones de publicar los escritos de la monja.
―Ehh...claro ―respondió con un poco de inseguridad ―te esperaré en el auto mientras haces lo tuyo ―le dijo.
Gustavo detuvo el auto frente a un convento. Se bajó Ricardo lo vio alejarse. Después de unos veinte minutos lo vio asomarse en la misma puerta por la que había ingresado acompañado de una mujer que vestía hábito gris. A medida que se acercaron, Ricardo notó que la mujer no era la joven a la que él buscaba, era una anciana, pudo entrever en la cara larga de su hermano que no la había encontrado. Se despidió de la religiosa estrechando su mano y volvió l auto. La mujer los miró inquisitiva con un gesto severo, su ceño se frunció, pero sus ojos desbordaban miedo, supuso que la vida dentro de un convento hacía de las monjas, mujeres desconfiadas con la gente de fuera.
―Esto es muy extraño ―dijo Gustavo en cuanto subió al auto ―he buscado ese nombre en el sistema y no hay nada, absolutamente nada ―dijo con la vista fija en el parabrisas del auto ―he visitado tres conventos ―agregó acariciándose la barba ― y todos niegan conocer a Serena Young ¿tienes idea de cómo es? ¿tiene algún rasgo distintivo que me pueda ayudar a encontrarla?
―Tiene un lunar ―dijo Luz desde el asiento trasero, Gustavo y Ricardo giraron el rostro hacia ella, la pequeña iba sentada directo en el asiento con el cinturón de seguridad abrochado vistiendo la blusa de flores y el pantalón de rayas que su padre había elegido cuidadosamente para ella ―aquí dijo señalando con su dedo índice el dorso de su mano derecha ―me pareció bonito porque parecía un corazón.
Tan pronto como esas dos últimas palabras salieron de la boca de Luz, Gustavo se acomodó en su asiento para girar todo el torso hacia atrás.
―¿Qué has dicho niña? ―la voz le salió como un gruñido, Luz exhaló aire de golpe en una exclamación de asombro, el rostro de Gustavo estaba rojo y su respiración se volvió pesada ―eso es imposible, me escuchas ―gritó alterado ―¡Es imposible! ―El ambiente en el auto se volvió pesado ―Gustavo parecía emanar vapor de las fosas nasales como una olla de presión
―Gus cálmate ―susurró Ricardo.
―Que me calle una mierda, Ricardo ¿qué te traes con todo esto?
Nunca había visto a Gustavo así, Gustavo nunca había tratado de esa forma a Luz. Aquello lo había afectado muchísimo.
QUERIDOS LECTORES. Gustavo es de esos personajes grises capaces de ser los más tiernos, pero también los más peligrosos. Con el transcurso de la historia, les prometo que habrá ratos que lo amarán y ratos que lo odiarán. La pregunta es ¿realmente mató a la madre de Serena? Aquí hay gato encerrado, las monjitas le temen y su reacción ante la marca de nacimiento de Serena lo alteró demasiado. Déjenme saber en los comentarios qué opinan. Recuerden agregar esta historia a su librería. Gracias por leer.