Norma estaba nerviosa; si Lucas hacía una escena, sería un desastre. Pero él se comportaba, o medio fingía que lo hacía, porque su cara ya comenzaba a mostrar señales de hartazgo. Cuando todo eso terminara, la vida volvería a la normalidad; creía que Sara contendría las locuras de su hijo. Era una muchacha centrada, alegre y muy bonita. Con ella lograría acallar ese demonio llamado Adele de su interior.
Llegó el momento de brindar por los futuros novios, y Lele no estaba por ningún lado. El lugar de la fiesta era una vieja casa en medio de varias hectáreas de campo y parques; seguramente había ido a explorar y perdido la noción del tiempo.
-Iré a buscarlo -les dijo Adele.
Francis miró a Lucas, que estaba rodeado de gente.
-Bueno, pero no tardes y no vayas lejos.
Cruzó una cerca de madera y salió a ver dónde se había metido su hermano. Tenía esa afición por desaparecer curioseando y luego volvía cuando nadie se lo esperaba. El camino estaba flanqueado por enormes árboles frutales y farolas que colaban su luz entre las hojas. Caminó unos cuantos metros, pero no lo encontró, así que dobló a la izquierda y siguió.
Se encontró con una bifurcación y estaba pensando cuál camino tomar cuando oyó ruido de ramas quebrarse: ¡Lele! Siguió el sonido y, detrás de unas plantas altas, divisó una figura parada. Se acercó.
-¿Lele?
Pero no era Lele. El hombre, en traje sastre, alto y de cabello corto, se giró en la dirección de su voz y la miró.
-Perdón, pensé que era mi hermano.
No le respondió; volvió a mirar hacia adelante, a la nada. Adele estaba por irse, pero algo la detuvo: la expresión triste y cansada de ese rostro. Tenía que encontrar a Lele y regresar, iban a brindar, pero no pudo resistirlo.
-Disculpe... -le dijo y emergió por completo de entre las plantas.
De nuevo, ni una palabra, solo la mirada.
-¿Está bien? -Ya estaba lo suficientemente cerca de él para confirmar la tristeza de esos ojos marrones.
-Sí...
-¿Quiere que busque a alguien?
El hombre alto la observó con más detenimiento: la cara bonita, el cabello rizado, el vestido gris; era una niña.
-¿No te enseñaron que no debes hablar con extraños? -le preguntó.
-Sí, pero no puedo resistirme ante los extraños de ojos tristes... o los que me ofrecen caramelos.
Su comentario le robó una carcajada al extraño, que enseguida se dio cuenta de que la había juzgado mal.
-Lo siento, no quise ofenderte.
-No lo hizo...
-¿Estás en la fiesta?
-Sí.
-¿Del novio o de la novia?
-Del novio, es mi hermano.
-¿Lucas es tu hermano? No lo hubiese imaginado.
-¿Lo conoce?
-Soy primo de Sara, claro que lo conozco.
-Soy Adele -le dijo, parándose a su lado.
-Hola, Adele. ¿Qué haces por aquí? ¿Te perdiste?
-Busco a mi otro hermano, que desapareció y están por hacer un brindis.
-¿Ya? -Su rostro parecía confundido, como si el tiempo hubiese pasado demasiado rápido.
-Tiene esa costumbre... solo desaparece.
-Ya veo...
De nuevo, miraba al vacío ahí delante. No había nada más que una extensión oscura de tierras, pero ahí depositaba sus pensamientos. La intriga le estaba ganando; lo observó un poco más. No podía ser mucho mayor que Lucas; se paraba erguido, con las manos en los bolsillos, y fijaba los ojos sin pestañar. Pudo sentir la pesadez que emanaba desde su interior: un hombre herido. Pero ella tenía esa "magia", como le decía Francis, el silencio cómplice.
Cuando era más pequeña, solía escabullirse en la oficina de su padrino. Se escurría entre los muebles y, si él no le decía nada porque estaba muy concentrado trabajando, ella se sentaba en una butaca verde en silencio y lo miraba. La persistencia de esos ojos siempre lograba hacerlo sonreír. Su sola presencia sustituía las palabras, y él se sentía acompañado.
Esa misma magia obró sobre el extraño en traje, porque, de la nada, una sonrisa se le dibujó apenas en los labios y la observó de reojo. Hasta que un sonido rompió esa burbuja.
-¿Adele?
-¡Lele, apareciste!
-¿Qué pasa?
-Pasa que van a brindar y no te encontrábamos.
-Papá me va a matar.
-Vamos, Lele.
Se acercó a su hermano, pero algo hizo que se volteara. Él la seguía mirando.
-¿Viene? -le preguntó.
Por algún motivo, él se sobresaltó; parecía que lo había sacado por completo de su ensimismamiento.
-Sí -le respondió, quitando las manos de los bolsillos, y ella le sonrió.
Los siguió de regreso, oyendo cómo Adele regañaba a su hermano menor, y eso le causó un poco de ternura. Lo regañaba, pero al mismo tiempo planeaba cómo hacer para justificarlo. La miró mucho más y, por la forma del cuerpo que escondía el vestido, notó que no era una niña; su respuesta no había sido la de una niña y su aura tampoco.
Lele cruzó el cerco con Adele, a Lucas no se le escapó. Y, de pronto, a unos cuantos pasos detrás, ese tipo, sonriendo. Nunca antes lo había visto sonreír, y eso que lo conocía incluso desde antes de salir con Sara. Algo se le retorció adentro, porque sus ojos seguían la figura de Adele; la miraba, el muy desgraciado.
El brindis por fin se realizó, y los saludos llegaron. De entre tanta gente, el extraño continuaba observándola con la misma sonrisa. Adele solo pudo devolvérsela una vez, porque no tuvo más remedio que acercarse a saludar a los futuros novios. Los ojos enardecidos de Lucas se le clavaron, pero Francis apuró la formalidad para apartarla. Padre e hijo compartieron unos segundos de desafío en silencio antes de alejarse.
Lucas terminó la noche medio borracho, llevándose a Sara lejos de la casa principal, a una especie de antiguo granero remodelado en salón de fiestas que estaba vacío. Allí se quitó la necesidad que le había evocado ese vestido gris ceñido y el cabello recogido, entre los brazos y las piernas de su futura esposa. Pero algo más lo atormentaba: la mirada fija de ese tipo insulso sobre el cuerpo de Adele. La sonrisa estúpida de esa cara que nunca sonreía, y estaba seguro de que ella la había provocado.
Quien nunca sonreía era uno de los primos de Sara: Gregory Karlsen. Y Adele no había errado en suponer que no era mucho mayor que el mismo Lucas; tenía, en ese momento, 30 años y un corto pero doloroso pasado. Se había casado muy joven con una jovencita que conoció apenas durante dos meses, y ella enseguida había quedado embarazada. Iba a ser padre, eso creía, hasta que un hombre se presentó en su puerta reclamando a su mujer. Entonces se supo la verdad: ese niño no era suyo.
Por toda intención, su esposa y el amante solo tenían quitarle dinero, y lo habían conseguido. Para evitar el escándalo, el padre de Gregory le ofreció a la embustera una casa, un auto y unos documentos que le negaban cualquier otro derecho. Ella los firmó, llevándose todo eso y la ilusión del joven aspirante a abogado. Por eso no sonreía, por eso solo trabajaba y por eso no formalizaba con ninguna mujer.
Le hirvió la sangre al recordar la expresión en su rostro apreciando las caderas de Adele, y su ritmo se aceleró sobre Sara. No escuchaba sus quejas ni sentía sus manos tratando de contenerlo. Y no se detuvo hasta que llegó al límite, y de su boca se escapó su nombre. Sara se quedó quieta, viendo las gesticulaciones de placer en su cara; cuando comprendió que no eran por ella, la invadió la rabia.
Se lo negó terminantemente.
-¡Dijiste su nombre! ¿Tratas de tomarme por loca?
-No lo hice, lo imaginaste -le dijo mientras se acomodaba la ropa.
-¿Me hago la estúpida con tus aventuras para esto?
-Eso es algo que tú decidiste; no me vengas ahora con reproches.
-¡Es tu hermana!
-Estoy harto de escuchar eso... ¡NO ES MI HERMANA! -y esta vez sus gestos se veían trastornados.
-¿Dormiste con ella? Francis va a pegarte un tiro...
-No, no dormí con ella. ¿Qué más quieres saber?
-Nada, ahora entiendo por qué el apuro por comprometernos.
-Bueno, al menos sabes cómo son las cosas.
Pero eso no cambiaba nada para Sara; nada cambiaría para ella. Si los habían comprometido era porque Francis se había negado a que cualquier cosa sucediera entre su ahijada y Lucas, estaba segura. Adele no representaba nada, no era nadie, no tenía nada, y para Sara eso significaba que no era alguien de quien debía preocuparse. Ya tenía el anillo puesto; lo miraba mientras se arreglaba el vestido, y no se lo quitaría nunca. Podía gritar el nombre que quisiera, pero no lo dejaría ir.
Adele terminó de armar la última maleta y de darle una última ojeada a su habitación. Francis la esperaba abajo con una expresión de angustia. Norma se había despedido brevemente desde la puerta del cuarto, y Lele no quería salir del suyo. Era el final y el comienzo. Se había matriculado en una universidad a seis horas de viaje, la más lejana que encontró. Durante todo ese mes, con Francis, estuvieron buscando un lugar para rentar; él quería que tuviera su propio espacio. Y finalmente, Adele había encontrado un pequeño apartamento, muy pequeño para el gusto de su padrino, a pocas calles de la universidad.
Cuando la vio bajar las escaleras, con el cabello recogido, el bolso cruzado sobre el pecho y la maleta, el corazón se le contrajo. Una vez la había subido con él de la mano, y apenas alcanzaba la barandilla. Ni siquiera cuando Lucas se había ido sintió lo mismo. Era diferente, porque con ella tenía una obligación diferente. Su amigo había sido como su hermano, más que su hermano. Lo conoció mientras hacían el servicio militar y enseguida congeniaron. Francis estaba intacto porque él lo cubrió con el cuerpo cuando una mina que debería haber estado desactivada explotó durante un ejercicio fuera del país. La espalda le había quedado llena de esquirlas, y fue durante esa baja médica cuando cruzó caminos con la madre de Adele.
Esa era la obligación: su vida. Y aunque su amigo lo tomaba a la ligera, porque para él era lo más lógico y natural, para Francis significó un pacto para siempre. Cuando le avisaron del incendio, de las muertes y del desastre, en todo lo que pudo pensar era en la niña. Y ahora esa niña, convertida en mujer, lo abandonaba. Lo llamó con el pensamiento para que la viera: "Tu hija es tan parecida a ti", le dijo. Y lo era, demasiado. "No dejes nunca que se le llene el cuerpo de esquirlas", le pidió.
Adele le sonreía, pero esa sonrisa estaba plagada de tristeza. Ese hombre ahí parado, que era imponente como una montaña, era todo lo que le quedaba de su padre y le dolía dejarlo, separarse de él.
-¿Estás lista?
-Sí.
-Guardaré tu maleta y podremos irnos.
Insistió en llevarla él mismo, en verla instalada y lista para comenzar su nueva vida. Durante el largo viaje le pidió mil veces que se cuidara, que desconfiara, que no dudara en llamarlo para lo que fuese y que, por favor, regresara a visitarlos. Por momentos, Adele quería llorar, abrazarlo y pedirle que regresaran; tenía miedo, pero como buena hija de su padre, aplastó ese miedo hasta el fondo y lo reemplazó con ansias y expectativas. Su nuevo comienzo estaba ahí, al alcance de la mano, podía sentirlo y haría todo y más para que funcionara. Las posibilidades eran infinitas, y ella quería intentarlas todas, aunque fuera una vez. Las ansias se le mezclaban con otra cosa y no sabía bien qué era.