Pero, con el correr del tiempo, se fue habituando a su pequeña casita; la mayoría de los vecinos eran también estudiantes de la misma universidad, y los fines de semana se escuchaban la música y las risas. Por las tardes salía a explorar el barrio, trataba de recordar cada comercio, cada parada del autobús, cada espacio verde. Su padrino la llamaba todas las noches para saber cómo estaba, y ella le contaba lo que había descubierto en el día.
Cuando por fin comenzaron las clases, los nervios le ganaron de nuevo, pero el entusiasmo era más grande. Le encantaba la universidad y enseguida hizo amigos. Le costó un poco acostumbrarse al ritmo y se esforzaba por estudiar, pero era aplicada y sus profesores no tardaron en notarlo. Por fin sentía que podía lograrlo.
Para Lucas, los primeros meses después de su partida pasaron rápido. Francis se encargó de mantenerlo ocupado dándole un puesto en la empresa de la familia y eso, sumado a sus estudios, no le daba margen para demasiado. Sara también lo rondaba de cerca, más que antes. Pero, de todas maneras, la extrañaba. Iba con menos frecuencia a la casa; ¿qué sentido tenía? Ella ya no estaba allí. Francis no le dijo a nadie dónde estaba viviendo, y él no podía averiguarlo. Le preguntó a Lele, trató de sacar información disimuladamente a su madre, pero en realidad ninguno conocía la dirección de Adele.
Sin embargo, él tenía sus métodos. Se acercó a una de las amigas de Adele y jugó su papel de galán. Y cuando obtuvo lo que quería, se desentendió de ella. Dejó el hotel con una gran satisfacción, y no por lo que había hecho con la amiga, sino porque dentro de su saco guardaba el papelito con la dirección del pequeño departamento de Adele. Solo necesitaba el coche, una excusa y un día libre.
Pero un muchacho, un compañero de clases, ya se había fijado en ella desde el primer día. Buscaba la manera de sentarse cerca, pretextos para hablarle, le preguntaba cosas sobre los libros que debían estudiar. Ella no se daba por enterada, hasta que un día, después de la última clase, él se atrevió finalmente.
-¿Adele?
-Sí.
Su sonrisa siempre era grande y bonita, inspiraba confianza. Sus ojos brillaban y su boca parecía tan suave.
-¿Qué haces esta noche?
-Nada, ¿por qué, Jim?
-Quiero invitarte a un lugar, un bar aquí cerca...
El corazón le latió rápido. Ella también lo había mirado un par de veces, pero no tenía intenciones de salir con nadie, mucho menos después de cómo su último novio la había dejado. Pero él se veía nervioso, desviaba la mirada y hacía una mueca con la boca por la ansiedad. Un muchacho.
-Bueno... -le respondió sin pensarlo mucho.
A Jim los ojos se le salieron de sus órbitas; no lo podía creer.
-¡Genial! ¿Paso a buscarte a tu casa?
-Sí, ¿a qué hora?
-¿Como a las 9?
-Bueno...
Se despidió, la saludó con la mano y caminó algunos pasos. De pronto, se dio cuenta de algo y regresó. Adele no se había movido y lo miraba sonriente.
-No sé dónde vives... -le dijo nervioso.
-No, no sabes... Anota.
Y, puntual, a las 9 tocó el timbre de su departamento. Ella salió vestida con unos jeans y una blusa verde, el pelo medio recogido y su bolso cruzado sobre el pecho. A Jim le pareció la más hermosa de todas. Caminaron hasta el lugar, porque no quedaba tan lejos, y se sentaron en una de las mesas de la acera a tomar una cerveza.
Charlaron y se rieron hasta cerca de medianoche, y entonces él se ofreció a acompañarla de regreso. La despidió en la entrada del edificio y se marchó contento, sonriendo. Ella cerró la puerta y sintió algo nuevo. Le gustaba, él le gustaba, y mucho. La ilusión volvía a pegarle de lleno, un poco diferente que a sus 16 años; las mariposas le revoloteaban en el estómago.
Las salidas se hicieron más frecuentes; comenzaron a compartir otras cosas, a conocerse más. Jim era muy dulce y tranquilo, pero se entusiasmaba hablándole de películas, y a ella le encantaban. Fueron al cine, a pasear por el parque, a bailar. Cada día se sentía más cercana y atraída por su manera franca de ser.
Y entonces, una noche, cuando volvían de una fiesta con algunos compañeros, él la tomó de la mano y la miró intensamente. Adele entendió y se acercó hasta él; muy despacio, un poco nervioso y ansioso, la besó. Y sí, sus labios eran suaves. La miró, ella le sonrió y de nuevo la besó, pero esta vez rodeándole la cintura con las manos. El beso subió, escaló y Adele lo abrazó por la espalda. Sin darse cuenta, terminó contra el muro de la panadería, jadeando.
Jim continuó besándole la boca, tocándole el cabello, las mejillas, la cintura. Pero cuando sintió el efecto en su cuerpo que esa boca le producía, se apartó con la cara roja y los ojos brillando. Respiraban con dificultad los dos; el calor había aumentado bruscamente, pero para él eso sería todo. Al menos por esa noche. Le gustaba demasiado y no quería apresurarse, no quería arruinarlo. Volvieron tomados de la mano, riéndose de los nervios y de las ganas.
Entendió que era lo que había cambiado desde aquel noviecito de adolescencia: su cuerpo le comenzaba a pedir otras sensaciones.
Lucas al fin había encontrado la excusa y el día libre; el coche ya lo tenía. Karl se apareció en casa de sus padres, casualmente el día que Lucas había ido a almorzar, y casualmente con una pinta horrible. Esgrimió que había salido de juerga con unos conocidos y le habían robado el auto, pero la policía lo encontró a unos cuantos kilómetros, abandonado. Dijo que la grúa de su seguro no quería ir por él porque era domingo y que no encontraba a nadie que lo llevara.
Como buen amigo, Lucas se ofreció a llevarlo, y así pudo salir con el privilegio de tardarse todo lo que quisiera sin que nadie sospechara.
-Fíjate bien qué es lo que vas a hacer, Lucas -le dijo cuando lo dejó en la puerta de su casa.
-No te preocupes, solo quiero verla, no la molestaré.
Pero esa media sonrisa decía algo más. Se puso en marcha sin perder más tiempo; tenía seis horas de carretera por delante. Durante el trayecto subió la música y tarareaba al compás de las melodías; estaba contento, más contento de lo que había estado en mucho tiempo. Solo quería saber dónde vivía, con suerte podría verla por una ventana o caminando por la calle, y eso sería todo.
Se estacionó frente al edificio y esperó. Esperó y esperó por un par de horas, pero nada. ¿La dirección sería la correcta o esa mocosa le habría mentido? Se puso inquieto, nervioso; no tenía demasiado tiempo para perderlo así. La impaciencia se apoderó de él y se bajó del coche, cruzó la calle y se puso a mirar los nombres de las etiquetas junto a cada piso. Ninguna Adele, ningún Martin, y se puso peor. Caminó unos pasos hacia la acera, levantó la mirada, buscando entre las ventanas, y nada.
"Si esa mocosa me mintió, se lo haré pagar", pensó con rabia. De repente, una señora muy mayor abrió la puerta de entrada y salió con su pequeño perrito debajo del brazo. La vio y se le acercó con su sonrisa seductora.
-Disculpe, señora, ¿puedo preguntarle algo?
La mujer lo miró de arriba abajo un poco sorprendida, pero tenía buena pinta, estaba muy bien vestido y esa sonrisa la convenció.
-Dígame...
-Estoy buscando a mi hermana, me dio esta dirección, pero olvidó anotarme el piso... Se mudó hace unos meses, estudia aquí en la universidad y se llama Adele... Adele Martin.
La señora lo pensó unos minutos.
-¡Ah! ¿La niña dulce de cabello rizado?
-¡Sí!
-Vive en el 4º B, me parece...
La cara de Lucas se iluminó por completo.
-¡Eso es genial! Le agradezco mucho.
-De nada, jovencito.
Y, como acto de agradecimiento, la ayudó a bajar los tres escalones y esperó que se alejara un poco antes de volverse hacia el tablero. El 4º B no tenía etiqueta. Lo presionó una vez y esperó.
-¿Sí? -Era su voz. -¿Hola? -Lucas no respondió.
Como un eco se oyó una voz de fondo, una voz masculina.
-¿Quién es?
-No sé, no responde nadie.
-Déjame ver... Hola, ¿quién es?
Se quedó mirando la bocina desde la cual salía la voz, la voz de un hombre que estaba con ella en su departamento. Cuando oyó el clic del aparato al colgarse, se apresuró de nuevo a su coche y arrancó. Condujo como un desquiciado algunas calles y terminó aparcándose al costado de un parque.
-¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! -gritó, dándole golpes al volante.
¿Ya tenía un amante? ¡Lo había rechazado con tanta vehemencia! ¿Y ahora tenía otro hombre? ¡Una zorra como su madre!
-¡Con esa carita inocente y solo se tardó cuatro meses en meter a un tipo en su cama! -le gritó al aire.
Tenía muchas, pero muchas ganas de volver, de hacer que ese desgraciado bajara y romperle la cara; luego le gritaría a ella todo lo que pensaba, lo que era, en la cara. Se la llevaría arriba y le enseñaría lo que era un verdadero hombre, así le sacaría las mañas que había heredado de la madre. No era furia, no eran celos, era un nivel más arriba.
Y casi lo hizo; ya tenía la mano en el contacto para poner el coche en marcha, pero se detuvo. ¿Qué diferente podía ser de ese pequeño enano que había espantado con algunas palabras? A este le haría lo mismo. No podía aparecerse ante ella, todavía no; alertaría a Francis y este no se lo perdonaría. Tenía que actuar con cuidado.
Su trayecto de regreso no fue alegre como el de ida. Por momentos se dejaba llevar por el arrebato de los celos y apretaba el acelerador a fondo; por momentos gritaba insultándola, insultando a ese bastardo, y por momentos se consumía en la congoja. Tardó dos horas menos en volver y fue directo a su departamento.
Tenía varias llamadas sin responder de Sara, pero solo arrojó el teléfono sobre el sofá y se metió al baño. Debajo de la ducha tuvo otro arranque de ira y golpeó la pared azulejada con los puños cerrados hasta que le dolieron las manos. Él, que la amaba con locura, que estaba dispuesto a casarse con ella, a darle el mundo, había sido despreciado. Ella, que decía ser una niña buena, se estaba revolcando con vaya a saber quién.
De tanto pensarla retorciéndose debajo de ese infeliz, el cuerpo le reaccionó y se sintió miserable al verse. ¿Cómo Adele no podía darse cuenta de las cosas que generaba en él? No pudo evitarlo, no pudo evitar descargar esa reacción mientras el agua tibia le corría por la espalda. Y otra vez, como aquella vez con Sara, su nombre se le escapó de entre los labios cuando alcanzó el pico. Apoyó la frente en la pared azulejada y respiró profundo; nadie iba a sacársela, nadie. De alguna manera, Adele terminaría a su lado, acabaría amándolo y teniendo sus hijos.
El gusano negro había crecido a una velocidad sorprendente y estaba convirtiendo su amor en una mancha negra y voraz que le consumía el pecho.