Capítulo 8 Capítulo 8

Mientras recorría las tranquilas calles bordeadas de jacarandas, en Glen Eagles, un próspero suburbio al norte de Rock Castle, Liam tenía la cabeza ocupada en otra cosa, y no, en la reunión convocada por su padre. Todavía estaba furioso, por lo de Eden, pero también le desconcertaba, que ella hubiese tenido el descaro de dejarlo.

De no haber sido todo tan incómodo, podría considerarse cómico.

Se detuvo frente al portón gigante de hierro negro, de una gran mansión, ubicada en una calle ciega, bajó el vidrio de la ventanilla del auto, y molesto, pulsó el intercomunicador.

Comenzó a golpear el volante con impaciencia, al mismo compás acelerado, con que resonaba el motor de su Ferrari, mientras esperaba que uno de los mayordomos, o cualquier otro miembro de la servidumbre le abriera. El Lamborghini, que había usado la noche anterior, estaba en el garaje, y al verlo, recordó vagamente, que antes de salir, su chofer Steven le había dicho algo sobre el mantenimiento del mismo.

Tras unos segundos, escuchó el chillido de la puerta, que abría hacia adentro, y recorrió la entrada circular, rodeada de un césped, impecablemente cortado, y jardines inmaculados. La casa, donde había crecido, lucía tan llena de vida en pleno invierno, como si estuvieran en verano, gracias al excelente trabajo del batallón de jardineros, que iba sin falta, dos veces a la semana. Liam sabía que su mamá era la artífice de esa perfección, pues insistía en que todo se mantuviera de esa manera, en vista de su pasión por las plantas. Desafortunadamente, no tenía buena mano para la jardinería, de lo contrario, se habría encargado de hacerlo, ella misma.

Richard se mantuvo erguido en la puerta principal, con su traje de mayordomo, y expresión de gran orgullo, mientras lo esperaba, para darle la bienvenida de rigor.

"Señor Anderson", le dijo sonriente, el jefe de los mayordomos, mientras lo abrazaba, y apretaba su mano. No era una sorpresa para nadie, que Richard era muy cariñoso, y que se había vuelto mucho más sentimental, con el paso de los años, reflejados en su canosa cabellera.

"¡Qué bueno verte de nuevo, Rich!", le respondió con la misma efusividad, a pesar de haberse visto la semana anterior, cuando asistió a la cena familiar obligatoria, a la que debían ir él y sus dos hermanas menores, sin excepción.

"Hiciste esperar a tu viejo, y creo que está disgustado contigo por eso", le dijo sonriente, mientras lo conducía al interior de la mansión.

Apenas entró, el estómago de Liam rugió, al percibir el delicioso aroma, quizá, de un pollo asado, que era el plato acostumbrado de los sábados. En su recorrido por la casa, pasó por la cocina gourmet, que llevaba al comedor formal, y terminaba en la sala de estar. A excepción, de lo que le había dado Dave para la resaca, no había comido nada, desde la noche anterior.

Se asomó al estudio de su madre, ubicado justo enfrente del baño de visitas.

Lois Anderson estaba sentada frente al caballete, con la mirada fija en la descomunal fuente, que se veía a lo lejos, a través de la ventana. Su cabellera negra entrecana, recogida en una larga trenza francesa, parecía flotar sobre su espalda, en contraste con su blusa de satén rosado pálido, y sus pantalones de algodón blanco. Calzaba además unas bailarinas tan delicadas, que eran casi imperceptibles, a juego con el color de su camisa. Por su postura de hombros caídos, él percibió que no estaba muy inspirada ese día.

"¡Aquí está la mujer más hermosa que he visto!", exclamó él, con alegría.

Su mamá volteó con una sonrisa resplandeciente, al verlo en la puerta, pero no pudo ocultar las lágrimas, a punto de brotar de sus ojos verdes. Se pasó la mano rápidamente por el rostro, y corrió hacia los abrazos abiertos de Liam.

Luego respondió: "¡Aquí está el hijo más guapo del mundo!"

Él la besó en la mejilla, pero su exclusiva y familiar fragancia le aguó la nariz. Era uno de los primeros aromas, cálidos y reconfortantes, que recordaba de su infancia, y si hubiera tenido que definir qué era el amor, habría dicho, que era como el olor de su madre.

"¿Vas a seguir luchando con el lienzo y los pinceles?", preguntó al separarse de ella, después de abrazarla.

Lois asintió con la cabeza, en silencio, pero su mirada triste la delató, cuando se agarraron del brazo, para dirigirse al estudio, al final del pasillo.

"Quizá necesitas un descanso", sugirió Liam, pero en realidad, su madre ya tenía seis meses sin hacer nada.

"A lo mejor, debería dejar de pintar, y buscar otro pasatiempo".

"Pero no olvides, que la creatividad no se lleva bien con la prisa, la consoló él, mientras apretaba su hombro.

Su padre, Clarke Liam Anderson, estaba sentado en su escritorio de caoba, de gran tamaño, ubicado en el centro del salón. Mientras leía el documento que tenía en las manos, frunció sus pobladas cejas, en señal de disgusto. Las enormes ventanas francesas, que estaban detrás, dejaban pasar la luz del sol, y su resplandor lo cubría con un aura etérea. Pero en honor a la verdad, ese hombre era considerado como un dios, entre sus compañeros, debido a sus irrefutables logros.

Ver a su padre, era verse a sí mismo, dentro de cuarenta años aproximadamente. Eran dos gotas de agua, pues ambos tenían el cabello rojizo, la tez clara, ojos azules, y la misma estatura y figura atlética.

Sin embargo, sólo se parecían físicamente, porque Clarke era apreciado por su generosidad, empatía y liderazgo visionario.

Liam, por su parte, le hacía honor a todos esos clichés e ideas preconcebidas, sobre pelirrojos con muy mal carácter, ya que por cualquier cosa estallaba, lo que explicaba por qué se había enfadado tanto con el artilugio de Eden.

A pesar de su exitosa carrera profesional, a sus veintiocho años, sus constantes escándalos, reflejados en la prensa, opacaban sus grandes logros. Liam llegó incluso a pensar, que ésa había sido la verdadera razón, por la que su padre había decidido acelerar su planes, para nombrar a su sucesor.

"¿Por qué no tienes puestos tus lentes? ¿Dónde los pusiste?", le preguntó él, mientras su madre lo empujaba suavemente hacia su padre.

Tras verlo a los ojos fijamente por un instante, Clarke se acomodó los lentes, agarrados a un cordón negro, que tenía colgado al cuello.

Liam se sentó en el sillón Chesterfield marrón, que estaba a la izquierda de la inmensa chimenea, mientras que su madre se hizo en el sofá de tres puestos, ubicado al frente de la misma. Después de sentarse, tomó un ejemplar de la revista Business Insider, y se sumergió completamente en la lectura, para desconectarse de la realidad.

Parecía no tener fuerza para nada, como si estuviera perdida en sus pensamientos. Por eso se preguntó, si en realidad estaría sucediendo algo con su madre, además de haber perdido su habilidad para pintar.

Agarró su mano, y la apretó con fuerza, mientras recorría con la mirada, todas esas fotos familiares, sobre la repisa de la chimenea, que representaban décadas de buenos recuerdos, principalmente de los tres hermanos Anderson. Dichas imágenes reflejaban momentos importantes y de gran orgullo para ellos, como por ejemplo, el primer y último día de clases, bailes de fin de curso, y actos de graduación. Eran ocasiones especiales, pero en esa línea del tiempo, tan cuidadosamente trazada, faltaban varias, las cuales estaban relacionadas con él, en especial la más reciente, que era su séptima victoria en un torneo.

Liam se puso las manos en el estómago vacío, mientras se recostaba en la silla, para disfrutar del fuego de la chimenea. En ese instante, al sentir el calor que emanaba de la misma, cayó en cuenta de que tenía frío.