El habitáculo de la cabina de control del enorme transbordador no es ni de lejos como cabría esperar. Sus dimensiones son demasiado minúsculas como para permitir algo de comodidad en el asiento ergonómico tapizado en cuero que ocupa la mayor parte de la sala. Logro sentarme después de arrastrarme como malamente puedo por el estrecho borde que hay libre. Intento adaptarme en el sillón a pesar de que mis rodillas chocan con el panel delantero, y me abrocho el cinturón siguiendo las instrucciones de seguridad que impartieron durante las semanas de formación intensiva.
Observo el cuadro de control. Está plagado de palancas, botones, lucecitas, pantallas e indicadores de todas las formas y colores imaginables. En las clases insistí en mi deseo de participar activamente en el despegue y dadas las excepcionales circunstancias del viaje se me concedió el capricho, aunque mi papel en el evento resulta ser de lo más decepcionante: el arranque manual de este armatoste consiste solo en pulsar un enorme botón rojo parpadeante en el momento que me indiquen para activar la ignición y salir despedidos hacia el espacio a velocidad bastante superior a la del sonido.
Los minutos de espera aquí sentado se hacen insoportables. El silencio es tal que me parece escuchar el sonido de los latidos de mi corazón como si este tuviese un amplificador incorporado, hasta que se paraliza cuando una voz masculina comienza a hablar alto y claro por los altavoces de la plataforma en que está erguida la nave:
«¡Atención! ¡Atención! Todo preparado para el despegue. Que todo el personal del recinto ocupe su puesto y no lo abandone hasta que tengamos completa seguridad de que todo ha salido según lo previsto. ¡Quisiera añadir en mí nombre, el nombre de este equipo y el resto de la población que aún continua viva para presenciar este hito, que deseamos la mayor de las bendiciones a la tripulación! ¡Depositamos el futuro y las esperanzas de la humanidad en ustedes!
Comienza la cuenta atrás:
Diez ...
Nueve...
Ocho...»
Según va avanzando la cuenta atrás me voy transformando en un amasijo de nervios. Es una sensación extraña el saber que estoy observando por última vez a través de los cristales la Tierra. Desde mi situación todo parece paralizado. Lo más probable es que a lo largo y ancho del globo, los rostros macilentos de quienes aún se aferran a la vida, estén paralizados frente a las pantallas de sus televisores o «smartphones» observando el despegue. La última esperanza de una especie animal técnicamente extinta por culpa de un «virus letal» fabricado en un laboratorio que fue liberado por accidente al estallar la aeronave que debía alejarlo para siempre del planeta. Una esperanza vana, pues la agónica muerte de cada uno de ellos es solo cuestión de tiempo. Resulta curioso el cómo cuando ve inevitable el final, la humanidad se encomienda a las inútiles bendiciones y rezos. ¿Se trata del miedo a lo desconocido? Solo una prueba más del egoísmo inherente a cada uno de nuestros actos; seña de identidad de la raza humana. La realidad es que no es el deseo de que la misión salga adelante lo que nos lleva a repartir bendiciones, sino el intentar reconfortar la propia angustia que nos pudre por dentro. Ilusorio instinto de supervivencia intentando aferrarse a una vida que se encuentra en estado terminal.
«Tres ...
Dos...
Uno...
¡Ignición!»
Es la señal. Pulso el botón y temblando con un enorme estruendo, la nave sale disparada hacia el infinito dejando tras de sí una cola de fuego y humo. Volando hacia un futuro incierto. Desconocido. Como siempre ha sido el único futuro posible.
«Tengo la sensación de que nuestra nueva vida va a ser realmente emocionante».