-Sala mil uno. Criogenización
-pronuncio con voz alta y clara, y la reacción del sistema de guía automático de la nave no se hace esperar. En suelo y techo se iluminan unas líneas de diminutas luminarias intermitentes que indican con claridad el camino que debo tomar. Lo tomo. Me intriga saber cómo será el otro pasajero; mi compañera de viaje; la que ha de ser la madre de mis futuros hijos; la última esperanza de perpetuar la especie humana.
Pocos minutos después, tras cuatro corredores, descender unas escaleras y tomar un ascensor, la luz se apaga frente a una puerta blanca impoluta que se abre perezosamente al detectar mi presencia. Sobre su alféizar, el texto de un letrero digital reza: «Criogenización».
Noto como la semilla de la intriga comienza a enraizar en mi interior mientras decido dar el paso que me lleva al interior de la nueva localización. Al igual que el resto de las salas, tiene un acabado claro y liso, aunque la iluminación da la sensación de ser más tenue y fría. La sala en su conjunto parecería vacía si no fuese porque en su centro exacto se encuentra un enorme contenedor de metal pulido y cristal iluminado por un foco que concentra su haz sobre él.
Soy sincero si afirmo que no seré capaz de recordar un momento más especial y único en mi vida que mientras aparto la fina capa de agua condensada en la superficie de cristal.
Veo a quién hiberna en el interior de la cápsula de criogenización. Se trata de una mujer joven, de unos veinte años, de formas perfectas suspendida en el líquido conservador, que se mueve de forma casi imperceptible debido a las corrientes invisibles y los etéreos vaivenes del viscoso gel. Su rostro sacado de algún maravilloso sueño es el puro reflejo de la calma y la delicadeza. Un rostro que sin ni siquiera pensarlo ha quedado tallado a cincel en alguna de las olvidadas parcelas de mi cerebro. Presiento que a partir de este encuentro, cada vez que cierre los ojos, entre las chiribitas aparecerá ella, con sus largas pestañas entrelazadas suspendida en la inmensidad de mi imaginación y mi corazón comenzará a palpitar salvaje; sin control, como está haciendo en este mismo instante.
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Con el pasar de los días ir a visitar la sala de criogenización para matar los tiempos muertos se ha convertido en una rutina; un ritual sagrado; una auténtica necesidad; una obsesión. Siento que se está escribiendo en el destino mi propio cuento de hadas. Una historia mágica en el que la bella durmiente sueña con que llegue algún día el beso de un anónimo príncipe azul que la saque del letargo, y que se reescriban las líneas que den otra vez sentido a uno de tantos cuentos anticuados caídos en el olvido.
«Que tierno. Ya estoy viendo ese clásico: y vivieron felices y comieron perdices por siempre juntos».