Perseguida por la Mafia
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Capítulo 8 8

Marianne y Edward se miraron fijamente a los ojos, con odio, y orgullo de por medio.

-Puedes marcharte, Marianne. -dijo Edward con voz ronca-. No te perseguiré. Ya dije lo que tenía que decir. No quiero volverte a ver, nunca más. Y espero que también quieras lo mismo.

-Y yo...

Edward asintió y se apartó aún más de la puerta, cediéndole el paso. Marianne entornó los ojos. ¿Era un truco? ¿La atacaría por la espalda? Marianne dudó unos segundos antes de decidirse, tragó saliva, y empezó a caminar. Deseando que Edward no cambiara de idea en el último segundo. Le pasó caminando por el lado, él ni siquiera se molestó en seguirla con la mirada.

Marianne, al dejar la habitación, suspiró, pero aún seguía muy tensa, con el nudo en la garganta. Miró hacia las escaleras y rellano. Todo pasó tan rápido, ni se había dado cuenta que la habían subido por las escaleras a rastras. Volvió a dudar, respiró profundamente antes de bajar las escaleras. La puerta de entrada y salida estaba abierta, ni el asistente de Edward se había molestado en cerrarla. Marianne salió al exterior, cuando lo hizo, su tensión se esfumó.

El asistente de Edward estaba de pie con la espalda apoyada en la puerta del conductor, con los brazos cruzados. Era joven, atractivo, quizá de la misma edad que Marianne. En cuanto vio a Marianne acercarse al auto con pasos decididos, bajó los brazos, se acomodó la chaqueta de lino y se apartó un poco del auto.

-Quiero que me lleves a la Estación de Rosebury. -ordenó Marianne deteniéndose un par de metros. Con las manos descansando en las caderas. Sus labios seguían enrojecidos, ya no salía ni una gota de sangre del pequeño corte que le había hecho Edward en el labio.

-¿Orden del jefe? -preguntó el asistente. Se escuchaba tan estúpido para disgusto de Marianne. Ella lo fulminó con la mirada-. Está bien. -se acercó a una de las puertas traseras y alargó la mano para abrirla.

En cuanto se abrió la puerta, Marianne avanzó, obligando al joven asistente a hacerse a un lado. Sin decir ni una palabra más, entró al auto, sentándose en el asiento con la vista al frente, seria e ignorando al asistente de Edward. Ni siquiera escuchó el resoplido del asistente antes de volver a ocupar el asiento de conductor. Un par de minutos después, ya el auto andaba en marcha, saliendo de la Isla Roseton y tomando ruta en la Segunda Avenida de Hallbury.

Marianne, sentada con las piernas juntas y las manos en las rodillas, pegó su frente a la ventanilla de la puerta, para observar con mirada triste la ciudad que pasaba enfrente de sus ojos, las luces de neón trazaban líneas fosforescentes al igual que los focos de los automóviles y postes de luz. No había tristeza en la expresión de su rostro, pero si impotencia. Ella se daba cuenta que el asistente la veía desde el espejo retrovisor con una incómoda curiosidad.

Yorktown era una ciudad nocturna, con una vida nocturna fuera de lo común, misteriosa y sobrenatural. Marianne miró perdidamente el cielo nocturno, moteado, el firmamento de estrellas tintineantes que cubrían el cielo como un manto estampado.

            
            

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