El coche se puso en marcha. Marianne aferró la caja de música. El coro de voces cantaba: Por toda la ciudad... chicos y chicas juntos...
-¿A dónde vamos? -preguntó. Recordó que tenía prohibido salir a la calle sola.
Mamá se enfadaría mucho.
Entonces rompió a llorar.
La mujer parecía furiosa.
-A dar una vuelta, nena -dijo el hombre.
***
Sarah caminaba a paso ligero por la acera, con un pedazo de tarta en un plato de cartón. A Marianne le encantaba el chocolate, y Sarah quería compensarle el no haber jugado con ella mientras mamá estaba con las visitas.
Era una chiquilla de doce años, delgaducha y de largas piernas, con los ojos grises, cabello rojizo que se encrespaba con la humedad, tez blanca como la leche y un montón de pecas en la nariz. No se parecía a sus padres. Mamá era bajita, rubia y de ojos azules; papá tenía el cabello gris, pero había sido castaño oscuro.
A Sarah le preocupaba que John y Marie Kenyon fueran mucho mayores que los padres de sus compañeros. Tenía miedo de que murieran antes de que ella fuera adulta. Una vez su madre le había explicado:
-Hacía quince años que estábamos casados, y habíamos perdido la esperanza de tener un hijo, pero a mis treinta y siete años supe que estabas en camino. Fuiste como un regalo. Y ocho años después, al nacer Marianne... ¡fue un milagro!
Cuando Sarah estudiaba quinto curso, había preguntado a la hermana Catherine si era mejor un regalo o un milagro.
-Un milagro es el mejor regalo que un ser humano puede recibir -le había contestado la monja.
Esa tarde, cuando rompió a llorar en clase, mintió y dijo que le dolía el estómago. Aunque sabía que Marianne era la favorita, Sarah adoraba a sus padres. El día de su décimo cumpleaños hizo un trato con Dios. Si Él no permitía que papá y mamá murieran antes de que ella fuera mayor, fregaría los platos y arreglaría la cocina todas las noches, ayudaría a cuidar de Marianne y no volvería a comer chicle. Seguía manteniendo su parte del trato y Dios, hasta el momento, la escuchaba.
Con una sonrisa en los labios, dobló la esquina de Twin Oaks Road. Delante de casa habían dos coches de la Policía con los faros encendidos. En los alrededores, corrillos de vecinos, entre ellos, la familia recién instalada dos casas más abajo. Todos parecían asustados y tristes mientras sujetaban con fuerza la mano de sus hijos.
Sarah empezó a correr. Quizá papá o mamá estuvieran enfermos. Richie Johnson se hallaba de pie, en el césped. Era compañero de clase suyo en el «Mount Carmel». Le preguntó qué hacia allí toda esa gente.
Richie estaba desolado. Le respondió que Marianne había desaparecido. La anciana Mrs. Whelan había visto que un hombre la metía en un coche, pero no había caído en la cuenta de que estaban secuestrándola...