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El barrio donde Mafer y su familia vivían se llamaba Catia, es uno de los barrios más pobres y poblados de la capital, este quedaba a una media hora del centro de Caracas. Los buses son el único medio de transporte en el que la gente del barrio se trasladaba y por ende siempre estaban a reventar. Esa vez no fue la excepción, hasta en las puerta iban colgados varios muchachos, prácticamente estaban más afuera que adentro del vehículo. Mafer estaba parada a la mitad del bus casi asfixiada entre ese montón de gente. En cada parada se bajaban unas cinco personas y se montaban ocho.
El bus estaba tan llenó que el cobrador que ayudaba al chofer a acomodar a las personas y pedir el dinero del pasaje no dejó montar a más nadie. La gente le gritaba: "Coño, ya esto esta full. No monte más gente, no sea abusador". Mafer sentía que su cuerpo era sobado con el de todos y que el olor que empezaba a surgir de esa multitud de personas acaloradas ya era repugnante. Los gritos de las personas, el olor, los empujones y para rematar la música, un vallenato romántico de los años noventa a todo volumen hacia el viaje un calvario. Ya faltaba poco para llegar a la parada donde Mafer se quedaba y como pudo entre empujones logró llegar cerca a la puerta. Tocó el timbre y el bus se estacionó, se bajó como pudo. Piso la acera de la calle y respiró profundamente. Ya el olor a axila sudada la tenía mareada. Desde la parada hasta su casa eran unas seis cuadras en una carretera empinada, unas cuantas escaleras y dos cerrejones. Caminó en dirección a su casa, pero a mitad de caminó recordó que su mamá le había dicho en la mañana antes de salir que comprara panes, así que se detuvo en la panadería del señor Manolo.
Manolo era un hombre particular dentro del barrio. Era blanco como la leche; de cabello negro azabache, aunque ya se empezaban a notar las canas; regordete y picaron. Todos en el barrio lo conocían como el Portu. Era portugués de nacimiento, llegó a Venezuela a finales de los años setenta y nunca más regreso a Europa. Sus hijos y hermanos si regresaron a Portugal, pero él se negó junto con su esposa. A todos los que le preguntaban por qué no se regresaba a su país, él les contestaba: "¿Para qué? Yo ya estoy viejo y Caracas es mi casa. De acá me sacan muerto". Mafer entró muy contenta se pasó por las vitrinas del local y casi que estaban vacías, los pocos panes que habían se distribuían uno al lado del otro como para cubrir más espacio. Años atrás la panadería de Manolo siempre estaba a reventar de panes, pero la escasez de harina de trigo y los altos costos lo tenías casi en la quiebra.
-Señor Manolo, usted sí que esta guapo hoy -le dijo Mafer sonriéndole. Ella acostumbrada a tratarlo así pues la conocía desde que estaba en pañales.
-Mire, carajita. Respéteme que yo soy un hombre casado-le respondió risueño y pícaro-. Mi mujer se va a poner celosa ¿Verdad, amor?
-Ay Mafercita. Usted se lleva este vejestorio y más bien me hace un favor.
Mafer rompió en risas con la respuesta de la esposa del señor Manolo. Los tres se empezaron a reír hasta que la muchacha habló.
-Mucha guachafita. Ya hablando serio antes de que se me olvide. Deme ocho panes franceses, Portu.
-Ok, mijita. Son novecientos mil bolívares -le respondió manolo mientras metía los panes en una bolsa de papel color marrón.
Mafer sacó de su bolso una pila de billetes. La moneda nacional estaba devaluada, sólo para comprar ocho panes eran alrededor de unos ochenta billetes. Empezó a contar la resma de billetes y sólo tenía cuatrocientos mil.
-Portu, qué pena-dijo con voz complaciente-. No llego a los novecientos ¿Será que le puedo traer después lo demás?
-Jovencita, está bien, pero que no se te olvide que ustedes ya me deben dos millones en cuentas pasadas. Esto se los anotaré, pero por favor paguen la semana que viene- Le respondió Manolo con voz seria-. El Portu es pana de todos, pero el Portu también come, hace mercado, al Portu también se le daña el carro.
-Gracias, mi Portu Bello-Mafer le respondió tan picara como mejor le salía. Tomó la bolsa de panes y se despidió de Manolo y su esposa.
Salió de la panadería y empezó a caminar por la acera de aquellas empinadas calles mientras tarareaba como por inercia una de las canciones de vallenato que el chofer había puesto en su viaje de regreso. Pasaba saludando a todo el mundo, desde jóvenes y niños hasta viejos que ya ni se acordaban de ella. Mafer siempre había vivido en Catia y por eso conocía a todo el mundo y todo el mundo la conocía o al menos sabían de vista quien era. En su barrio se robaba las miradas de todos, hombres y mujeres sin índice de edad. Su sexapil era tal que se podía confundir con una especie de magia. No importaba el lugar o las personas que estaban cerca de ella, todos sufrían un enamoramiento momentáneo y ella estaba clara de lo que generaba así que de vez en cuando sabia aprovecharlo. Desde pasajes gratis en los autobuses con tan sólo tirarle una sonrisita nerviosa al chofer o sacarle una cena a cualquiera de los que pretendían tenerla. Terminó de caminar las calles y se adentró entre los callejones con escaleras, los típicos pasadizos de las favelas latinas.
Al llegar a la puerta de su casa notó que estaba entre abierta; aunque su barrio era peligroso la gente del mismo barrio sentía seguridad, pues los choros respetaban las casas y las pertenencias de sus vecinos. Ley de barrio número uno: "Nunca se roba en el barrio donde se vive". Abrió la puerta y en la sala estaba su Mamá sentada con una de las vecinas. Entró y le sonrió a Carmen, su madre, con esa emoción tan grande de saber que ya podía ayudarla con los gastos de la casa.