Capítulo 2 Lluvia de bienvenida

Por eso me vine de Manchester hasta Bournemouth, dispuesta a no renunciar con tanta facilidad; a decir verdad, jamás había abandonado un trabajo, no al menos por voluntad propia, aunque sí por motivos de fuerza mayor, que en esas circunstancias eran más que comunes; en muchas ocasiones, los casos se acababan pronto, justo cuando el cariño y la confianza tenían el sabor a momentos compartidos toda una vida.

Desde luego que la vida no es un pasatiempos, sino intensidad, y yo procuraba conseguir eso, intensidad en los días, felicidad o, al menos, el mayor bienestar posible, viendo, lo que unos tomaban como el final, el principio. Ese era invariablemente mi principio, uno que para mí duraba para siempre. Un montón de principios formando una cadena sólida.

Entre que yo iba perdida en mi arrebato de melancolía por culpa del olor a mar , te, pan caliente y todo lo demás, y que el tipo debía de ir con mucha prisa, por poco no pierdo mi hombro derecho.

El hombre se disculpó, y yo ni siquiera alcancé a poder ver su rostro. También le pedí disculpas, porque tampoco lo había visto; él creo que ni me oyó, siguió a paso raudo hacia mi derecha.

Mi camino quedaba hacia la izquierda y comenzaba al otro lado de la calle, por dónde daba el sol del mediodía, que en ese momento lograba atravesar la gruesa capa de nubes de acero, proporcionándome una visión estupenda del lugar, porque, cuando el sol brilla así entre las nubes de tormenta... resulta imposible no percatarse de la vulnerabilidad de ese fugaz instante de vida, en el que queda en evidencia que todo lo vivido luchará por resistir hasta que se agoten las opciones, hasta que la vida misma se rinda al infinito.

La gente, los árboles, incluso los coches allí fuera, todo estaba tan enmarañado en ese instante, indefenso a todo lo que pudiese suceder.

Puse un pie en acera, ya buscando a la señora Gomeri, cuando el cielo se cerró otra vez y todo perdió luz y fuerza para ponerse rígido y a la defensiva.

En cualquier momento iba a caer una buena tormenta de mucha lluvia, viento y esperaba, para entonces, estar ya en el coche de quien me había contratado.

-¡Anahí! -me llamó una voz desde mi derecha que me sonó ligeramente familiar.

Giré la cabeza espiando por encima de otras tantas y la vi. Lo primero que detecté fue su cabello blanco que llevaba con elegancia, con un corte con forma de garçon. Procurando contener mi sonrisa, pensé que aquella estructura seguramente resistiría la fuerza de un tifón.

-¡Anahí por aquí! -me llamó la señora Gomeri nuevamente, como si su mirada y la mía no se hubiesen cruzado ya.

Le pegaba su apariencia, si casi era lo que podía adivinarse de sus correos electrónicos y sus mensajes.

Llevaba un abrigo y pantalones de estilo tweed oscuros de un tono gris y opaco, un cárdigan morado y de su hombro izquierdo colgaba un bolso también en tono gris.

Su aspecto no podía ser más estricto y el mío no podía ser más extravagante sobre todo porque, con mi altura y complexión física, yo ya de por sí llamaba la atención.

Dando un primer paso con mis largas piernas, alcé una mano y la saludé para que comprendiese que ya la había visto.

Mi maleta blanca con mariposas verdes me siguió mientras yo reacomodaba mi pesada mochila sobre mis hombros y mi bolso sobre el derecho.

Sonó un trueno cuando pasé por delante de la patrulla de policía estacionada a un par de metros de la entrada de la estación. Los tres agentes que estaban fuera y yo alzamos la cabeza al cielo. Una primera gota cayó sobre mis mejillas.

Uno de los policías bajó la vista y me dio las buenas tardes para sonreírme con una resplandeciente sonrisa blanco.

-Buenas tardes oficial -respondí, llamando la atención de los otros dos, que me saludaron con menos entusiasmo y un poco de suspicacia.

Seguí mi camino porque no quería empaparme, no con mi abrigo azul brillante.

-Bienvenida seas Anahí.

-Gracias, señora Gomeri. Espero no haberla hecho esperar mucho; ha habido una demora en la estación anterior.

-Sí, sí, nos han informado, no te preocupes; mientras tanto he aprovechado para hacer unas llamadas. ¿Has tenido un buen viaje?

-Sí, tranquilo. Gracias.

-Por aquí , parece que va a llover de un momento a otro. ¿Qué tal si nos ponemos en marcha? En el trayecto te pongo al tanto. Thiago está ahora con Hebert. Ya lo he avisado de que tu tren llegaba con retraso. Nos espera allá.

-Ah, bien.

-Mi coche está por aquí. -Con un gesto un tanto vago de su mano apuntó en dirección al parking. Ella dio el primer paso y yo la seguí, agradeciendo que Thiago fuese bastante más amable y conversador que la señora Gomeri.

Con Thiago había hablado por teléfono en dos ocasiones en los últimos tres días, cuando al final se confirmó mi traslado allí para hacerme cargo del señor Hebert.

Thiago era su fisioterapeuta y uno de los pocos asistentes que sobrevivían al fuerte carácter del señor Hebert. De sus labios no salían más que elogios para con su paciente y, a diferencia de los que habían abandonado el trabajo, desde que Hebert fuera dado de alta del hospital, no tenía más que palabras de cariño para con él. Tanto era así que, Thiago pasaba a visitar a Hebert, fuera de sus horarios oficiales, él y algunos amigos y vecinos del señor, llevaban una semana ocupándose de él desde que su último cuidador se rindió.

Hasta lo que yo sabía, el señor Hebert no tenía familia en la ciudad. Su hijo vivía en Londres y eso era todo lo que me habían informado sobre él; hijo que no era ni el primero ni el único que dejaba a su padre a cargo del Estado.

De todos modos, por aquello de que la situación era más que común y que mi objetivo no era la familia del paciente, sino el paciente mismo, no me preocupaba lo que el hijo hiciera o dejara de hacer; allí el único que realmente era importante, era el mismísimo señor Hebert, y mi trabajo era cuidar de él.

Llegamos al coche de la señora Gomeri cuando las primeras gotas se hacían notar de un modo mucho más evidente, estallando contra la carrocería bordo y los cristales.

Las dos tuvimos que correr a meternos en el coche, puesto que, en un mínimo parpadeo, el cielo se cernió sobre nosotras.

Con la lluvia repiqueteando fuerte sobre la carrocería, la señora Gomeri, sin mayores preámbulos, me pasó una copia de la historia clínica del señor Hebert y también una del informe. Puso el motor en marcha y comenzó a explicarme sus rutinas.

Patricia, una de las voluntarias de la galería de arte y amiga del señor Hebert de toda la vida, iba tres veces por semana a leerle; su amigo Gasper solía llevárselo a cenar los viernes por la noche y a pasear todas las tardes de domingo; Thiago lo veía tres veces por semana (oficialmente, y eso yo ya lo sabía porque había conversado largo y tendido tiempo con este), y la terapeuta ocupacional, Rosie, lo visitaba dos veces por semana, lunes y miércoles. Los sábados, sus amigos del pub se turnaban para llevarlo a comer con ellos.

La señora Gomeri, se puso a repetir el listado de medicaciones que debía administrarle y cuya rutina yo ya me sabía de memoria porque había leído y releído, hasta aprendérmelas, esas mismas líneas que en ese momento tenía delante, en el papel que sujetaba entre mis dedos, mientras al otro lado de la ventanilla, además de caer agua de las nubes, se abría una gran extensión de agua que en ese instante lucía tan gris y tormentosa como lo estaba el cielo.

Dejé de oír su voz e incluso la lluvia quedo en el olvido; dentro de mi cabeza sonaban suaves olas que acariciaban con pereza la playa.

Thiago me habí contado que a dos calles de la casa había una salida a la playa, a la enorme playa que yo ya había visto en fotos y por la cual deseaba hacer mi rutina matutina de trotar.

Tendría al menos dos ocasiones de hacerlo por las mañanas, cuando él estuviera con Hebert, y posiblemente las tardes de los fines de semana, cuando no lunes y miércoles, cuando Rosie se quedara con el paciente, o bien podría hacerlo cada mañana muy temprano antes de que Hebert despertara.

Thiago también me había contado que Hebert no iba a la playa, pero planeaba convencerlo de acompañarme, porque tenía entendido que a sus amigos les costaba cada vez más sacarlo de la casa y todos los que teníamos la responsabilidad de cuidar de él teníamos muy claro que, encerrado, su estado no haría más que empeorar a paso acelerado.

El último informe de la psiquiatra que seguía su caso nos ponía al tanto de un creciente estado de depresión acompañado de un exilio que, cuando se interrumpía, era para dar paso a estallidos de su temperamento.

En los últimos quince días los episodios de confusión y pérdida de memoria se habían incrementado de modo destacable, y si bien los médicos que lo trataban consideraban que cabía la posibilidad de que fuese por culpa del estrés por la situación con sus cuidadores, tendríamos que estar todos muy atentos, porque, además del accidente cerebrovascular que lo había llevado al hospital hacía más de un mes, sus médicos estaban especulando con la posibilidad de que también padeciera un trastorno neurocognitivo mayor, sin contar su problema grave de corazón.

Sí así era, el pronóstico no auguraba nada bueno, porque su estado no haría más que degenerar.

Tragué saliva intentando digerir todo aquello, sin quitar la vista de la extensión de agua. Thiago había prometido ayudarme con todo lo que estuviese en sus manos para evitar que Hebert continuara empeorando, porque había modos de retrasar la enfermedad; no eternamente, pero sí desacelerar su avance.

-¿Te parece bien? -le oí preguntarme a la señora Gomeri, sin tener la menor idea de a qué se refería, porque yo estaba pensando en el señor Hebert, en su estado, en el tiempo que pudiésemos compartir juntos, en mis ganas de poder convertirme en una compañía agradable y reconfortante para él, sino mucho más, porque mi esperanza residía en que confiara en mí, en que comprendiese que me tenía de su lado y que yo no lo abandonaría.

Parpadeé un par de veces a toda prisa y la miré.

El castaño gélido de los ojos de la señora Gomeri me dijeron que en ese instante dudaba de mis capacidades para cuidar del señor Hebert, porque yo debía aparentar que me había perdido en el limbo.

-¿Perdón?

-Decía que si te parece bien que de ahora en adelante te encargues de hacer las compras. Como quedamos en que le cocinarías tú, me parece coherente que...

-Sí, claro, no hay problema. Llevar al señor Hebert a comprar conmigo será una buena excusa para sacarlo de la casa.

Sus ojos fueron desconfianza cruda.

-Bueno, tal vez al principio puedas ir mientras alguien se queda con él. Costará convencerlo. Tienes permiso para utilizar su coche, Hebert ya no tiene carnet de conducir.

-Claro, veremos.

No tenía planeado rendirme de buenas a primeras y con gusto había aceptado cocinar para el señor Hebert; creía que ese podía ser un modo más de llegar a él, si bien la persona que solía prepararle las comidas había renunciado junto con el último de sus cuidadores porque, palabras textuales que figuraban en el informe, «ya no soportaba a ese hombre desagradecido y maleducado».

En el dosier figuraban al menos tres denuncias de la persona que cocinaba para él por maltrato verbal. La relación entre ambos se terminó cuando el señor Hebert lanzó contra uno de los armarios de la cocina la que fuera la última cena que ella le había preparado, diciéndole que era una bazofia.

-En cuanto lleguemos, te pondré al día de los otros gastos de la casa.

Asentí con la cabeza.

-¿La casa está muy lejos?

-Un poco, pero de cualquier modo se llega pronto. No te preocupes, hay un centro comercial no muy lejos de la propiedad y los fines de semana instalan un mercado con productos de la zona. De todas maneras, encontrarás cosas en la despensa y en la nevera. Los vecinos han estado ayudándonos con las cenas los últimos días.

-Me ocuparé de la cena esta noche.

Otra vez me miró con desconfianza.

-Anahí, hija. Admiro tu buena predisposición, pero Hebert es una persona muy difícil. No estaría mal que esta noche dejaras que sus vecinos le acercasen la cena... para evitar fricciones desde el comienzo -me dijo ladeando la cabeza en mi dirección-. Además, debes instalarte.

            
            

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