Capítulo 4 Un placer estar aquí

Se quitó las gafas de montura color marrón oscuro para estudiarme sin piedad de pies a cabeza y ahí me di cuenta entonces, cuando lo observé que la mitad izquierda de su rostro estaba ligeramente caída; se notaba especialmente en su párpado superior y en la comisura de sus labios.

Hebert se poyaba sobre su lado derecho. Según constaba en el informe, después de sufrir el ictus había padecido dificultades con la movilidad de su cuerpo del lado izquierdo, por eso Thiago aún estaba por allí. Fue él quién me explicó que la mano izquierda de Herbert todavía daba un poco de problemas y que debía tener cuidado con los terrenos por los que andaba porque con la pierna izquierda no siempre acertaba las distancias, tanto al

subir o bajar escaleras como al andar por superficies un tanto tramposas.

-Señora Gomeri, ¿qué significa esto? -pregunta Hebert muy molesto, atravesando el corazón de Gomeri con la mirada.

-Buenas tardes, señor Strong. -La mujer se apartó un poco para permitirme avanzar.

Thiago llegó hasta

nosotras y se paró a mi lado derecho.-Hebert,

ella es Anahí. ¿Recuerdas que te conté que vendría hoy? Su tren ha llegado con un poco de retraso, pero al final está aquí. ¿No es eso estupendo? Tendremos compañía.

La frente de Hebert o Strong cómo le dicen, se convirtió en un acordeón de disgusto.

-¿Anahí?

- Anahí Boss, señor Strong. Es un placer conocerlo. -Le tendí la mano y al instante recordé que él tenía la mano derecha ocupada por su bastón. La bajé enseguida. -Me ha traído la lluvia -intenté bromear; a él no le hizo gracia-. Tiene usted una casa estupenda. Toda la calle es...

-Thiago, ¿qué carajo es esto? Te dije que no quería a nadie aquí y tú me traes a una mujer. -Con aquellas palabras, Hebert volvió a escanearme de pies a cabeza, para al final detenerse en mi rosto, en mi cabello-. ¿De dónde te han sacado a ti?-escupió en mi dirección-.Tenía entendido que ya nadie aquí se atrevería a venir a intentarlo. Estoy harto de todos ustedes. Puedo vivir solo. No necesito una

niñera veinticuatro horas al día.

-Vamos, Hebert que Anahí no tiene pinta de ninguna niñera, si hasta parece salida de una revista de modas con esa altura. ¿Qué te parece si, como buenos caballeros que somos, la invitamos a pasar y a tomar una buena y caliente taza de té, que debe de hacerle falta? Y a usted también, señora Gomeri -añadió Thiago de inmediato, guiñándome un ojo a escondidas, otra vez.

-¿Tus dos padres son negros?

Tienes la piel morena, pero no tanto.

Acostumbrada como estaba a que las personas mayores, por edad o enfermedad, perdieran sus filtros a la hora de sociabilizar, no me ofendí ni nada por el estilo por su pregunta, a pesar de que era más que personal y podía tener, quizá, un deje de connotación racista, si bien tenía entendido que su tercer cuidador era de color.

-Mi padre es brasileño y

mi madre es alemana; por parte de mí padre soy una mezcla

entre indígena y de esclavos de la época de la colonización.

-¿Brasil? Eso está...

-Al otro lado del charco -lo ayudó Thiago -.

¿Hablas portugués y guaraní? -me preguntó a mí, sorprendiéndome

porque no creí que él estuviese al tanto del guaraní. Reí.

-No, no, para nada. Mi padre no sabe más que unas cuantas palabras en ese idioma y un poco más de portugués, pero, yo sí que hablo español, alemán, un poco de portugués e inglés.

-Yo hablo un poquito de español -entonó Thiago en esa lengua, con un fuerte acento inglés.

Hebert hizo notar su presencia haciendo un fuerte ruido con la nariz.

-Yo hablaba español y francés; ya no recuerdo mucho.

-Puedo ayudarlo a recordar. -replique

-Creí que

había quedado claro que no quiero a nadie aquí.

-Vamos, Hebert - Thiago se nos adelanto, - permitámosles a

las damas pasar, que aquí fuera cae una fenomenal tormenta. Pongamos agua a calentar, que a todos nos sentará bien una taza de té.

Hebert me miró y luego alzó su mano izquierda y, apenas extendiendo los dedos, los cuales temblaron un poco en el cambio de posición, apuntó a la señora Gomeri.

-Esto es cosa suya. Mujer terca. ¿O es que está sorda y no entendió que yo puedo cuidarme perfectamente bien solo? Estoy harto de que constantemente estén invadiendo mi condenada casa. Cuando no es este parlanchín que parece tener una constante sobredosis de azúcar, es esa otra mujer que tiene complejo de Campanilla que no me deja en paz.

-Patricia -me explicó Thiago.

Yo sonreí imaginando que debía de ser agradable estar en su presencia.

-Señor Strong, la señorita Boss está aquí para ayudarlo y acompañarlo. Ella no invadirá su casa. Ocupará la habitación de la buhardilla como los anteriores cuidadores para que usted mantenga su intimidad, y se encargará de atender los horarios de sus medicinas, de llevarlo a sus citas al hospital cuando toque, de hacer la compra, la comida y también ayudar con el orden general de la casa. Como hasta ahora, continuaremos enviando a alguien una vez por semana del centro, para ayudarlo con la limpieza de la vivienda.

-¿La comida? ¡Yo no quiero que nadie prepare mi comida! Además... ¿qué ha pasado con la persona anterior? ¿Al fin han comprendido que lo que preparaba era pura bazofia?

-¿Sabes preparar algún plato típico de Brasil? -me preguntó Thiago con entusiasmo, cortando a Hebert y comprendí que lo hacía para no tener que recordarle que la persona que cocinaba y él habían tenido un fuerte encontronazo y que por eso se me había pedido a mí que me ocupase de las comidas.

-Bueno, sí, un par de cosas. La feijoada y las coxinhas, me salen muy bien, también se hacer chipá.

Todos se quedaron mirándome.

-¿El pan de queso?

-Humm, pan de queso, eso suena estupendo. Ya quiero probarlos. ¡Un momento! Creo que los probé una vez en Londres, en un restaurante Uruguayo . ¿Puede ser?

-Sí, son de allí, pero también se preparan en Brasil.

-Si son esos, están buenísimos. Ya verás, Hebert, te encantarán.

-Yo no puedo comer cosas duras, mi dentadura no está para eso.

Sonreí y Hebert comenzó a apartarse un poco, cediéndole el paso a Thiago que reía animado.

-No son duros, Hebert son tiernos y esponjosos. Te gustarán mucho. ¿Dime que no es estupendo que Anahí esté aquí? -comentó llevándoselo al interior junto con mi maleta.

La señora Gomeri me cedió el paso y, después de secar las suelas de mis zapatillas deportivas en el felpudo, entré en la sala para toparme con un espacio que desbordaba de vida en todas sus formas. Sillones, bibliotecas en las que ya no cabía nada más, cuadros, infinidad de cuadros que eran puro color, mesas auxiliares con floreros de porcelana, macetas con helechos, marcos con fotografías, recuerdos de viajes, adornos que debieron pasar de generación en generación...

La señora Gomeri cerró la puerta tras ella y las dos seguimos a Thiago y a Hebert hacia la siguiente estancia, presidida por una chimenea, un sofá y un piano. En la pared había colgada, entre los cuadros abstractos, una balalaica y un reloj cucú de péndulo. Sobre el piano, infinidad de fotografías en blanco y negro y otras a color. Un Hebert muy joven con su esposa. Un Hebert todavía joven con su esposa y un niño que no podía tener más de cuatro años. Otra de su mujer posando sonriente con el mar detrás. Una de Hebert en un puerto.

Desde allí se veía el comedor y la cocina, a la que seguimos al dúo, que continuaba hablando de comida.

Vi que Jamie había dejado mi maleta junto a la escalera que conducía al primer piso. Al pasar junto a esta me tomé la libertad de dejar mi mochila y mi bolso apilados sobre la maleta.

La señora Spencer se quitó su abrigo y yo la imité mientras entrábamos en la cocina.

Albert se había sentado a la cabecera de una mesa, quedando de espaldas a las ventanas y la puerta que daba al enorme jardín trasero, que era, más que nada, matas descontroladas, y no por culpa del aguacero. Ese jardín llevaba mucho tiempo sin que alguien se fijara en su estado, lo cual era una verdadera pena. Me pareció detectar la presencia de un par de rosales secos y un charco que debió de ser una bonita fuente en algún momento.

El calentador de agua ya estaba encendido y Jamie buscaba las tazas y el té.

-¿Alguna vez has cuidado de alguien? -inquirió Albert enfrentándome con su mirada, que, a pesar de ser muy clara, no tenía nada de inocente-. Tengo la impresión de que han traído a la primera persona que han encontrado por la calle. Yo no quiero extraños en mi casa.

-Albert, Victoria tiene muchísima experiencia. Debieras ver sus credenciales -le dijo Jamie riendo mientras dejaba las tazas sobre la encimera para, otra vez a escondidas, guiñarme un ojo. Si continuaba haciendo eso, y sonriéndome así, no me quedaría más remedio que invitarlo a beber algo. Quizá el viernes, cuando Charles se llevara a Albert al pub. ¿Sería muy pronto invitarlo a un cita pasados dos días?

Preferí obviar cualquier respuesta que pudiese dar mi cerebro y, en silencio, le rogué que continuara sonriéndome.

-Señor Ward, Victoria ha venido desde Londres.

-¿Vivías en Londres?

-Sí.

-¿Y por qué no te has quedado allí? Este sitio...

-Esto es muy bonito -solté por no contar la verdad, que se me quedó atragantada.

Albert resopló.

-Señor Ward, si tiene dudas sobre la capacitación con la que cuenta Victoria, puedo enseñarle... -intervino la señora Spencer.

-No me interesa -la cortó-. Yo no quiero a nadie aquí. Todavía soy capaz

De tragar mis putos medicamentos por mis propios medios. Y ya no quiero que vengan a limpiar, odio que estén toqueteando mis cosas.

-Supongo que eso último puede arreglarse. -Miré a la señora Spencer y ella no se dio por aludida-. Estupendo, es bueno saber que puede seguir su rutina. Yo solamente me ocuparé de recordarle los horarios en que debe tomar cada cosa, nada más, para que usted no tenga que estar pendiente. Y cuando no llueva, podríamos salir a caminar un poco. Sería estupendo si pudiese enseñarme los alrededores. He visto unas casas preciosas de camino aquí.

-¿Planea comprarse una casa de vacaciones en Poole?

-No por lo pronto.

-Victoria no necesita una casa aquí, la habitación de la buhardilla es enorme -soltó animado Jamie mientras vertía el agua en las tazas.

-A veces se pone fría y húmeda en invierno -comentó Albert, y yo, en su comentario, vi un rayo de luz. Al menos no volvía a repetir que no quería a nadie allí.

-No te preocupes, Albert, la he revisado hace un rato nada más. El radiador está funcionando a la perfección y ya he hecho la cama, poniendo suficientes mantas para que Victoria no pase frío. Hay más en el armario del corredor y también encontrarás toallas limpias allí. Ya lo verás -me dijo a mí.

-Gracias.

Otra sonrisa y comenzó a repartir las tazas.

-De cualquier modo, me quedaré hasta que estés instalada, que la casa es nueva para ti y yo no tengo más pacientes hoy. ¿Qué te parece si me quedo y preparo de cenar, Albert? -lanzó entusiasmado, y la señora Spencer le puso mala cara, una mala cara de la que él no se hizo cargo.

-Eres pésimo en la cocina, Jamie.

Jamie rio con ganas.

-Vamos, que no soy tan malo. Te propongo algo: que Victoria dé el veredicto final esta noche. ¿Te parece?

Albert medio rezongó, pero aquello quedó en la nada.

-Señora Spencer, ¿qué me dice usted?, ¿se queda a cenar con nosotros?

Hice un enorme esfuerzo para que no se me notara la cara de horror. ¿De verdad estaba invitándola a quedarse a comer?

-No, yo no puedo; de hecho, tampoco puedo tardar mucho más en irme, porque como el tren de Victoria ha llegado tarde...

-Qué pena. -La sonrisa de Jamie delató que no sentía ni un poquito de pena y que, en realidad, le hacía muy feliz que ella no pudiese quedarse, igual que su prisa por marcharse.

El alivio me invadió. Procuré que la enorme sonrisa que crecía en mi pecho no desbordase por mi rostro para que no resultaran insultantes mis ganas de tener la atención de Jamie por un rato, quizá después de que Albert se retirara a dormir.

-Tal vez en otra ocasión.

-Desde luego. Seguro que a Albert le encantará que nos acompañe una de estas noches.

Albert miró mal a Jamie y yo no pude más que sonreír.

Mi mueca se interrumpió cuando Albert espió en mi dirección.

No dijo nada, simplemente se quedó mirándome en silencio.

Al cabo de dos parpadeos, tomó su taza de té con la mano derecha y se la llevó a los labios. La izquierda no estaba a la vista y, por la flexión de su brazo, estimé que debía de estar posada sobre su muslo.

Fue Jamie quien recuperó la conversación de morir ahogada en nuestras tazas de té; té que francamente estaba muy bueno.

Jamie me habló un poco sobre el barrio otra vez, y sobre la playa, procurando involucrar a Albert en la conversación; los únicos comentarios de este último fueron que ya no soportaba la arena y que no le gustaba salir a caminar pues los vecinos interrumpían su caminata dándole charla porque, según él, todos eran unos metiches que no tenían nada mejor que hacer de su vida que inmiscuirse en la vida de los demás.

Le pregunté por el piano y me dijo que él nunca había tocado muy bien, que el piano era de su esposa y que quien sabía tocar era su hijo.

Iba a preguntarle por este cuando Jamie le dijo a Albert que debía mostrarme su atelier. Jamie, con orgullo, me explicó que justo aquella mañana lo había convencido de volver allí. Habían estado poniendo algo de orden en el taller juntos y luego Albert había garabateado un par de bocetos.

En cuanto la señora Spencer comentó que aquello era muy buena noticia, Albert soltó que lo que había dibujado no era más que basura y que no volvería al atelier.

            
            

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