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Capítulo 10 Hermosa

Capítulo 11 No quiero olvidar


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-Yo puedo preparar la cena señora Gomeri todavía es temprano. Además, la cocina, me encanta y se me da de maravillas.
-Sí, me lo dijiste, pero... Hebert no quería que llevásemos a nadie más a su casa. Accedió porque su hijo lo llamó para advertirle de que más bien cedía o bien tendríamos que ingresarlo en una residencia. Hebert no quiere dejar a su hogar.
-Bueno, por lo que tengo entendido, eso no es necesario por el momento; él todavía...
-¡No! Él no puede quedarse a solas Anahí, y ha estado pasando todas esas noches sin compañía, solo, desde que se fue su última cuidadora. No es lo mejor para él.
-A partir de esa misma noche, ya no se quedará más solo en esa enorme casa, señora Gomeri.
-Esa sería la intención, pero... -La señora Gomeri se interrumpió y por un largo período de segundos lo único que se oyó fue la lluvia cayendo y los limpiaparabrisas resbalando por encima del cristal-,por eso mismo, porque no queremos que pase la noche solo, mejor no darle motivos para quejarse y echarte a tí también.
-Cuando pruebe mi comida, hecha por mis manos, no se quejará y encima pedirá repetir otro platillo -insistí sonriéndole. Si comenzábamos con ella impidiéndome crear vínculos con el señor Hebert, eso no resultaría para nada, y yo no pensaba regresar a casa derrotada sin ni siquiera haberlo intentado.
Las cejas de la señora Gomeri se crisparon; yo, en respuesta, amplié mi sonrisa.
-Ojalá una de estas noches pueda pasar a cenar con nosotros, eso sería agradable.
Le faltó reírse a carcajadas en mi cara; ella debía de creer que yo no podía ser, más que una niña ingenua.
-Entiendo que tú tengas muchísima experiencia...
-Le preguntaré cuál es su plato favorito, tal vez sepa prepararlo -lancé interrumpiéndola.
No dijo nada más y siguió conduciendo, "Que alivio."
Pasamos por encima del puente por encima del agua con la lluvia todavía cayendo sobre nosotras, más bien, del auto, nos metimos por una zona de casas más bajas con vistas a la costa, a la hermosa costa y continuamos avanzando para que, a mi derecha en la ruta, por fin apareciera la playa con su arena mojada por la tormenta.
Me dieron ganas de bajarme del coche y correr por la arena húmeda y blanca, inspirar profundo; la mezcla de olor a lluvia con el mar, debía de ser más que exquisito.
Pero tuve que contenerme, y dejar que la idea se marche, mientras mi mente desaparece con la imagen de mi cuerpo tendido sobre la arena blanca, y también porque la señora Gomeri me empezó a explicar cómo se realizaban los pedidos en la farmacia; también me pasó otra nota más, con los números de urgencia; me indicó dónde quedaba el hospital, la biblioteca, el pub; y la galería de artes con sus esplendidas exposiciones, me contó algo acerca de los vecinos más cercanos al señor Hebert, y también volvió a repetir mi planificación de horas libres y mis obligaciones... Lo que yo ya sabía de antemano, porque, después de todo, no había aceptado hacer el trabajo a ciegas y a lo loca, más bien, yo necesitaba largarme de Manchester lo antes posible.
Todavía resonaban en mis oídos las opiniones de mal gusto y de negación, que tuve que escuchar de mis conocidos y familiares, cuando acepté el trabajo, las opiniones que había vuelto a recibir por mensaje de texto cuando venía hacia aquí.
-La casa te encantará, es muy bonita, la que será tu habitación la encontrarás estupenda. Hay un enorme jardín, lo está bastante descuidado pero de cualquier modo es encantador. Y no te tienes que preocupar por nada, encontrarás que el sitio es súper tranquilo, incluso en pleno verano cuando llegan los turistas. Aquí es una zona residencial y los vecinos no solo aparentan ser muy respetuosos, lo son. De toda forma, no dudes en llamar a alguno si necesitas algo, lo que sea y la hora que sea.
-Gracias señora Gomeri. Eso haré, si el caso amerita-le contesté guardando la carpeta con los papeles dentro de mi bolso, lo que pareció no caerle muy bien; debía de estar esperando que los leyera a todos otra vez. Me entraron ganas de recitar para ella los nombres de los medicamentos, las dosis y los horarios de todas las tomas que debía administrarle al señor Hebert. Pero, no lo hice. No batallaría su desconfianza con palabras, sino con hechos, porque todavía estaba latente aquello de que ella no creía que fuese una buena idea que al señor Hebert, lo cuidara una mujer, "una cuidadora mujer", puesto que con la persona que cocinaba para él habían surgido problemas de sobra; nada más allá de lo verbal, pero aun así fueron graves.
Yo le había explicado que el señor Hebert, no era el primer paciente hombre, con un carácter complicado que tendría a mi cuidado.
No lo era, pero, de todos modos, desde que le dije que sí, no había podido hacer otra cosa que rogar para que todo saliera bien con él. En cuanto había visto su fotografía y leído un poco acerca de su vida, sentí la desesperante necesidad de trasladarme allí a cuidarlo, y ni su mala fama había podido con eso.
Hebert tenía unos ojos de un verde cálido que en la fotografía, que tenía al menos diez años de los que tiene ahora, sonreían igual que su amplia boca. Ya por aquel entonces poco cabello blanco le quedaba, pero ni aquel detalle ni las arrugas en su rostro pudieron con lo que vi: a un señor Albert rodeado de libros, pinturas y garabatos abstractos, que algunos eran pinceladas cargadas de color y energía, sus escritos llenos de explosiones de tonalidades, sabiduría y una bienvenida a un mundo de fantasía que estaba segura de que aún debía vivir en algún rincón de su cabeza. Hebert aparecía con la ropa y los dedos de las manos manchadas de tinta y pintura, con un pincel en la mano, junto a una mesa repleta de papeles escritos, garabatos y varios botes de pintura, pinceles, tazas de te, café copas y montañas de papeles hechos bollos.
El señor Hebert llevaba varios años descuidando su arte y oficio, desde donde lo tengo entendido, pero su taller seguía en pie en la biblioteca de su casa. Su terapeuta ocupacional no conseguía siquiera que él volviese a poner una mano en el pincel, o en el lápiz, mucho menos lograba que metiera un pie allí en la biblioteca.
Thiago me había contado, que la casa estaba repleta de sus escritos y algunas pinturas, también las casas de sus amigos y vecinos, y que incluso había un par de sus libros en la biblioteca y en la peluquería del sitio, donde la mayoría de sus admiradores leían mientras hacían un poco de barbería y corte.
Si tan solo lograse que Hebert retomará la rutina de escribir, o tal vez pintar... Con la tecnología de hoy, él puede hablar y que la laptop escriba todo lo que dicte...
La lluvia tampoco cesaba, continuaba cayendo el resto del trayecto y la vi perderse entre frondosos arbustos y árboles que formaban tupidos bosques entre las casas, admire todo hasta que la señora Gomeri anunció que ya estábamos a algunas calles.
El lugar era una preciosidad, realmente paradisíaco, incluso en un día tan gris como estaba.
La calles dibujaron una curva que se internaba tierra adentro.
-Esa es, la segunda casita que ves allí -indicó apenas alzando un dedo del volante.
La vivienda resultó ser muy bonita y no tenía nada de casita, era una nación y se veía muy acogedora, contaba con dos plantas más de altura, en ladrillos anaranjados que en ese instante se veían oscurecidos en un tono bordo por la lluvia que la mojaba. Sus ventanas blancas, y algunas chimeneas también, creo que una por habitación.
Resultaba más que evidente que el jardín delantero necesitaba una enorme limpieza, cuidado y plantas nuevas, el pasto estaba alto y tapado casi por completo por algunas malezas, si bien los arbustos que estaban formando el cerco perimetral, no se hallaban tan descontrolados en forma y altura, del terreno del señor Hebert.
Había una camioneta roja aparcada en el camino que se perdía hacia el fondo de la propiedad. Entonces, supuse yo que debería de ser el vehículo de Thiago.
La señora Gomeri ingreso por el camino a la entrada y al instante la puerta delantera de la casa se abrió.
Reconocí su rostro porque Thiago me había pedido amistad por Instagram y Facebook, si bien a mí no me gusta usarlos casi nunca las redes, no pude decirle que no uno aceptar su amistad.
Thiago con su juvenil y varonil rostro sonriente, iluminaron el día e hizo más que eso. Las fotografías de sus perfiles no le hacen verdadera justicia a pesar de mostrar muy bien su apariencia.
Llevaba puesto un uniforme , uno típico de enfermeros, pantalones y chaqueta de manga corta en verde agua, pero encima se cubría con una chaqueta negra de punto de mangas largas que se había arremangado hasta los codos, dejando a la vista los antebrazos más sexis que yo hubiese visto en mi vida. Era demasiado hombre para mi salud mental, y para ser así de dulce y amable como me había parecido al teléfono.
Además era alto, tenía una melena castaña clara imperturbable por la humedad de la tormenta, la mirada almendra más cálida imaginable y una sonrisa que provocó que me entraran ganas de orinar (en el mejor sentido, porque hay un buen sentido en orinarse encima de la emoción al ver a un tipo con un ancho de hombros que es puro músculo, con una entrepierna que no se puede pasar por alto y que, además, alza unas manos enormes de dedos masculinos pero estilizados para saludarte con toda efusividad).
Atontada por la presencia de Thiago a unos tres metros de distancia, procuré recordar si el reglamento decía algo en contra de que los colegas pudiesen mantener relaciones más allá del ámbito laboral. Rogué que no fuera así, aunque tal vez estuviese yendo demasiado lejos. Que Thiago fuese amable conmigo al hablar de trabajo no implicaba que no tuviese novia o que estuviese interesado en mí. Otra vez me encontré intentando hacer memoria para recordar si en su perfil de Facebook figuraba su estado civil. Sí decía que tenía veintisiete añitos. Unos dulces y terriblemente sexis y arrebatadores veintisiete años, cuyo poseedor en ese instante exclamó mi nombre con emoción.
La señora Gomeri apagó el motor y me miró después de oír a Thiago llamarme con efusividad.
Un tanto nerviosa, le sonreí. Ella frunció el entrecejo, nada convencida con la situación.
Por el rabillo del ojo vi a Thiago abrir un gran paraguas negro para correr hacia el coche por el lado de la señora Gomeri, quien en ese momento abría la puerta para salir.
-¡Entren! Yo recojo el equipaje -nos avisó moviéndose hacia la parte trasera del vehículo.
Mientras yo recogía mi bolso y mi mochila, la señora Gomeri
abrió el maletero.
Cargando con eso, corrí hacia la entrada por detrás de la señora Gomeri mientras oía a Thiago luchar con mi equipaje.
Cerró el maletero de un portazo justo cuando nosotras, a resguardo del alero, nos sacudíamos la lluvia.
Giré la cabeza y lo vi cargando mi maleta. Thiago me dedicó una sonrisa que me dio la sensación de que era mucho más que la sonrisa de un colega. Para delicia de mi sentido de la vista, su sonrisa fue un gesto sexy, la demostración de que a ese chico debía costarle poco y nada ganarse a la mujer que quisiera.
Yo era un tanto torpe para ser considerada tan sexy como evidentemente lo era él, pero lo intenté y le devolví la sonrisa. No debí de hacerlo tan mal, o quizá él se compadeciera de mí, porque con su sonrisa de mil voltios todavía en alto me guiñó un ojo. Mis piernas, que en condiciones normales funcionaban estupendamente bien, piernas que podían correr kilómetros sin quejarse, se reblandecieron y apenas si fueron capaces de sostenerme en pie.
-¡Pero ¿qué es lo que sucede aquí?! -rezongó una voz áspera que vino acompañada de un andar cansino que se apoyaba en un bastón metálico de mango gris.
Mis ojos castaños dieron con los ojos acuosos de Hebert Strong.
Este no sonreía y, de hecho, lucía muy enfadado, además de elegante. Llevaba pantalones de vestir, mocasines, camisa de un blanco cremoso y chaleco. Su cabello, de un blanco grisáceo, aunque no era mucho, estaba meticulosamente peinado.
Se quitó las gafas de montura negra para estudiarme sin piedad de pies a cabeza y entonces vi que la mitad izquierda de su rostro estaba ligeramente caída; se notaba especialmente en su párpado superior y en la comisura de sus labios. Hebert se apoyaba sobre su lado derecho. Según constaba en el informe, después de sufrir el ictus había padecido dificultades con la movilidad de su lado izquierdo, por eso Jamie aún estaba por allí. Fue él quien me explicó que la mano izquierda de Hebert todavía daba un poco de problemas y que debía tener cuidado con los terrenos por los que andaba porque con la pierna izquierda no siempre acertaba las distancias, tanto al subir o bajar escaleras como al andar por superficies un tanto tramposas.