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Capítulo 10 Hermosa

Capítulo 11 No quiero olvidar


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Mientras trabajamos y cuando él no nos oía, hablamos sobre él, sobre su estado y sobre lo que ella había logrado evaluar en ese último tiempo. Me explicó qué actividades desarrollaba con él y qué podía esperarse de su comportamiento en el futuro.
Patricia, además de ser muy profesional, era amable y dulce en su trato con Hebert, e igual que Thiago admitió que tenía debilidad por él y que estaba feliz de saber que Hebert y yo nos llevábamos bien.
Luego me contó que sus padres habían llegado allí de Rusia, que era la menor de cinco hermanas, que tenía veinticuatro años y que no tenía novio. Me explicó que sus padres eran un tanto estrictos, pero que eran estupendos padres, me habló de su docena de sobrinos y de la ciudad. Me contó que Margarita era un amor, que Brown era muy divertido y que sabía que Hebert adoraba a Thiago.
Antes de irse, Patricia me ofreció que la llamara si necesitaba algo, lo que fuera, y propuso que un día saliésemos de paseo.
No le conté que Thiago se había ofrecido para lo mismo, solo que con intenciones diferentes a las suyas.
Hebert fue a ver un rato la tele y yo, después de lavarme, comencé a preparar el almuerzo, el cual comió sin rechistar; solamente me dijo que a él le gustaba comer con más sal. Yo, que me sabía su historia clínica de cabo a rabo y que no pensaba cocinar con más sal, así que ya podía renegar todo lo que quisiese.
Thiago llamó poco después para disculparse por no poder pasar a ver a Hebert porque uno de sus pacientes se había caído y había acabado en el hospital para ser operado de la cadera. Dijo que quería visitarlo y yo, por supuesto, no pude ni quise oponerme a eso; más aún, él se ganó todavía más puntos a su favor con aquello, porque resultaba evidente que sus pacientes eran más que su trabajo y cómo no apreciarlo por eso cuando en ese sector laboral había tanta gente que parecía olvidarse de que trabajábamos con personas.
Por la tarde llegó Margarita, una rubicunda mujer de cabello pelirrojo y voz chillona que se presentó con entusiasmo y habló sin parar de Hebert, de la biblioteca, de los libros que ellos dos leían juntos, de la ciudad y de Mónica hasta que Hebert la cortó de malos modos.
Ellos estuvieron más de dos horas en el salón leyendo y, mientras tanto, yo me ocupé de comenzar a redactar mi primer informe para la señora Gomeri.
Margarita se fue y Hebert se puso a ver las noticias mientras yo preparaba la cena.
Acabé el día agotada y, cuando me pidió que lo acompañara arriba porque ya estaba cansado, supe que yo tampoco tardaría mucho en caer rendida.
El viernes por la mañana salté de la cama en cuanto sonó el despertador. Salí a correr y regresé a la casa una hora más tarde, junto con las primeras gotas de lluvia.
Cuando fui a despertarlo, Hebert no recordaba quién era yo, y a gritos me echó de su casa. Me costó una buena media hora explicarle la situación y poco a poco él fue recordando; de todos modos, no se quedó del todo tranquilo. Solamente después de desayunar se suavizó un poco. Y en un momento dado, estando todavía sentado a la mesa mientras yo me ocupaba de poner orden en la cocina, comentó algo sobre lo que habíamos hecho el día anterior con Patricia en el jardín y me dijo que, cuando no lloviera, debíamos ocuparnos de podar los rosales.
Hebert rezongó cuando vio a Thiago aparecer, quejándose de que otra vez debería hacer aquellos ejercicios estúpidos. Thiago enseguida se ocupó de cortar su malhumor y se lo llevó de la cocina para ponerlo en movimiento.
Antes de irse a atender a su siguiente paciente, me recordó que pasaría a buscarme para nuestra cita.
¡Cómo olvidarlo!
Con Hebert conversamos largo y tendido después de almorzar sobre un poco de todo y confundió un par de cosas pero estuvo bien.
A media tarde le recordé que su amigo Brown pasaría a buscarlo y me pidió si podía ayudarlo a cambiarse para salir, pero más tarde.
Cuando él así lo dispuso, lo hice y también lo ayudé a preparar una pequeña bolsa, porque, como todos los viernes, iba a pasar la noche en casa de Brown.
Este resultó ser un hombretón de lo más jocoso y pícaro que me invitó a acompañarlos al menos una docena de veces. Insistió tanto que Hebert le recordó que tenía esposa.
Hebert lo sacó de la casa medio a empujones y golpeándole los talones con el bastón, por lo cual me arrepentí de haberle sugerido esa idea.
Los dos se alejaron conversando y bromeando de camino a la camioneta de Brown.
En cuanto se perdieron por el camino, y procurando contener mis nervios por la cita de esa noche, me metí en la casa y fui directa a prepararme para salir.
No había traído un gran guardarropa conmigo. Había especulado con poder salir a tomar algo alguna que otra noche libre, más que nada me imaginé saliendo sola a beber o a cenar para no quedarme en una casa vacía mirando el techo de mi habitación o dando vueltas por una propiedad que no era la mía, y si bien Thiago de un modo u otro me gustaba desde la primera vez que hablamos por teléfono, cuando todavía ni siquiera conocía su rostro, al preparar mi maleta no me atreví a soñar con tener una cita con él.
Con lo que tenía a mano, que no era mucho, unos pantalones medianamente elegantes, una camisa de seda fucsia y un par de tacones negros, me vestí para salir. Al menos sí había traído una buena cantidad de maquillaje conmigo y, con mi cabello bien peinado y suelto, mi aspecto podía considerarse bastante pasable. Al menos no eran mis ropas de trabajo, que eran del mismo estilo que las que Thiago utilizaba pero en su versión femenina. Unas cuantas de mis casacas tenían estampados divertidos y coloridos.
Al pensar en la ropa que ambos utilizábamos para trabajar, tomé conciencia de que todavía no lo había visto con ropa de calle; no en persona al menos, sí en fotografías de sus redes sociales.
Se me cerró la garganta al mirarme al espejo otra vez. ¿Y si me había vestido muy formal para la situación? En la mayoría de sus fotografías, cuando no iba de uniforme, Thiago llevaba vaqueros y camisetas; solamente en unas pocas creía haberlo visto en camisa. También recordé la agradable visión de él sin camiseta en la playa, un poco bronceando, sonriendo de oreja a oreja en compañía de unos amigos.
Bajé la vista hasta mis pantalones, que más eran para una cena formal en Londres que para...
Sonó el timbre de la puerta, cortando mis pensamientos.
Alcé la muñeca y miré la hora.
El timbre volvió a sonar.
Debía de ser Thiago.
Ya no tenía tiempo para cambiarme. Si teníamos una segunda cita, en esa próxima ocasión revisaría mi vestuario si era necesario, porque en ese instante me sentía como una vieja.
No había nadie comentando sobre mi hombro que yo era doce años mayor que él y no creí que a nadie que yo conociese fuese a parecerle relevante la diferencia de edad, pero sí a mí, y en ese instante, muy asustada, hubiese preferido recoger mis cosas y regresar a Londres antes de tener oportunidad de enfrentarlo y sentirme todavía peor.
La parte inteligente y racional de mi cerebro, a pesar de que no era muy grande, me recordó que también podía pasarlo muy muy bien y que, de todos modos, eso no era el comienzo de nada que yo esperase que fuese a durar hasta que la muerte nos separase ni nada parecido. Decididamente esa no era la intención, no la mía y me figuraba que tampoco la de Thiago, a quien seguro que le quedaban unos años por delante para divertirse sin más... o al menos de eso quise convencerme.
Dándome por vencida a continuar dándole más vueltas al asunto, aparté la vista del espejo de pie, pillé el pequeño bolso que había traído conmigo para aquellas ocasionales salidas con las que especulaba y, apagando la luz, salí de la habitación.
Por la fuerza de la costumbre eché un vistazo dentro al pasar por la puerta de la habitación de Hebert si bien él no estaba allí y no regresaría hasta al día siguiente a media mañana... y yo, como una tonta, yendo a asegurarme de si necesitaba algo antes de que saliese...
Fue extraño e incómodo ver su cuarto vacío pese a que yo llevaba solamente tres días aquí.
A punto estuve, mientras andaba por el corredor para tomar el siguiente tramo de escaleras, de llamar a Brown para preguntarle por Hebert, teniendo muy claro que si este, por el motivo que fuese, deseaba volver a casa, yo cancelaría sin parpadear mis planes con Thiago.
Hasta ese momento Brown no había llamado, pero si lo hacía durante la cena o donde fuese que me encontrase con Thiago... El timbre de la puerta volvió a sonar.
-¡Voy! -exclamé saltando al pasillo alfombrado de la planta baja.
Apagando las luces a medida que me movía a toda prisa sobre mis tacones, llegué a la puerta principal.
Lo acelerado de mi pulso cuando me detuve frente a esta no fue tanto por la carrera como por los nervios.
Aparté el cerrojo y tiré de la puerta sin más demora, porque cada segundo era una tortura de nerviosismo.
Debió de dar la sensación de que tenía intención de arrancar la puerta de las bisagras o al menos de hacerla giratoria por el modo bestial en el que la abrí.
Por ver esa sonrisa otra vez, yo bien me habría esforzado al máximo por derribarla.
No fue solamente su radiante, sexy y deliciosa sonrisa, sino el perfume varonil que llevaba, el brillo en sus ojos, el estupendo abrigo de lana de un oscuro verde oliva que le llegaba a las rodillas o el suéter color trigo de escote en uve que se le pegaba al torso. Todo en él quitaba el aliento, sobre todo los ajustados vaqueros de azul oscuro que acababan en elegantes zapatos marrones.
Su apariencia me dejó sin habla.
Volví a recorrerlo con la mirada a sabiendas de que estaba siendo un tanto grosera, porque él me dio las buenas noches y yo continué boquiabierta sin responder.
Thiago alzó una ceja.
-¿Todo en orden? -preguntó divertido.
-Sí. ¡Sí! Lo siento. Buenas noches.
-Buenas noches -repitió ampliando su sonrisa. Los músculos de su cara debían de ser el equivalente a los de los pectorales a los que se pegaba su suéter. Los músculos de sus mejillas los ejercitaba de tanto sonreír. Debían de ser igual de fuertes que los de su pecho, por levantar pesas o lo que fuera que hiciese para estar en forma-. ¿Lista para salir?
-Sí -respondí acomodando la tira del bolso sobre mi hombro derecho, al tiempo que daba un paso al frente, llevándome la puerta conmigo.
-¿No vas a llevar abrigo?
¿Para qué?, si de la vergüenza, al instante, comencé a arder por dentro. Tan atontada estaba por su presencia que había olvidado que mi abrigo continuaba colgado por detrás de la puerta.
- Claro, ya lo olvidaba -balbucí sintiéndome como una estúpida. Aparté un poco la puerta para poder cogerlo y él, entrando, la sostuvo en sus manos.
-Casi puede percibirse la ausencia de Hebert. La casa es distinta sin él -me dijo mientras yo descolgaba mi abrigo-. Nunca había venido sin que él estuviera aquí. Es una casa muy grande para una sola persona.
Metí un brazo por la manga, echando un vistazo hacia el salón a oscuras.
-Todavía más para estar vacía -añadió-. ¿Te conté que esta casa perteneció a los padres de Hebert? Bueno, tal vez te lo haya contado él.
-No, no lo sabía. -Terminé de ponerme el abrigo.
-Sí -me dijo regresando su mirada a mí-. Los padres de Hebert murieron cuando él era muy joven. Tengo entendido que su padre falleció cuando tenía trece y su madre al poco de él cumplir los dieciocho. Vivió solo aquí hasta que se casó y, cuando Mónica falleció, se quedó solo con su hijo. Bueno, y luego él se fue a la universidad... -Con un gesto dulce, Thiago acomodó la tira de mi bolso sobre mi hombro.
La proximidad de su mano hizo que se me pusiese la piel de gallina del gusto.
-¿El...? -No pude seguir, la voz me falló; en vez de aparentar la edad que tenía, en ese instante debía parecer una quinceañera, porque no era capaz de coordinar ni la voz en su presencia y, sobre todo, ante la inminencia de nuestra partida; me aclaré la garganta-. ¿El hijo de Hebert?
Thiago le dio vida con sus varoniles facciones a una mezcla que fue mitad disgusto, mitad tristeza.
-Ellos no tienen buena relación y por lo que tengo entendido no es de ahora. Por lo que sé, las riñas entre ambos han sido legendarias. Esos dos, según cuentan, nunca se han llevado bien. Fernando intentó escaparse de casa a la semana de fallecer su madre. Lo encontró la policía, vagando por ahí. Dicen que, cuando le preguntaron qué hacía, por qué no estaba en su casa, les contestó que no quería vivir con su padre.
-Pero ¿por entonces no tenía apenas cinco años?
-Sí, pero evidentemente ellos ya no se llevaban nada bien. El fin de semana pasado conocí a un excompañero de colegio de Fernando en el pub; me contó que Fernando pasaba casi todos los fines de semana fuera de casa, en casa de sus compañeros, y que, si podía, también evitaba pasar las noches de la semana con su padre. Dijo que, en más de una ocasión, Fernando, por no pedirle a ninguno de sus amigos poder pasar la noche en su sofá o lo que fuera, acababa durmiendo por ahí. Me explicó que, cuando logró comprar su primer coche, simplemente dormía en él.
Sentí mis dos cejas trepar por mi frente.
-Es lamentable, pero no anormal. Estas cosas pasan -añadió.
-Sí, lo sé.
-Solamente puedo desear que esos dos tengan un momento de redención antes de que... -medio se encogió de hombros-, bueno, ya sabes. Hebert no va a mejorar, no al menos mucho antes de comenzar a empeorar. Y si bien yo no soy quién para decirle a ninguno de los dos que deberían reconciliarse, porque no tengo ni idea de cómo fue la vida de ambos más allá de lo que comentan por ahí... Mi madre dice que es mejor arrepentirse de lo hecho que de lo no hecho. Si se arrepiente después de intentar quedarse en paz con su padre, pues bien, tendrá el resto de su vida para seguir odiándolo o lo que sea.
-¿Y Hebert? -pregunté con un nudo en la garganta.
-Lo mismo para él, solo que con Hebert no es tan sencillo. Has pasado tres días con él y ya sabes cómo es esto. A ratos está muy centrado en la realidad y otros... otros es difícil sacarlo de aquello que cree que es, aunque no sea cierto.
Los dos nos quedamos en silencio porque nos afectaba a ambos.
Definitivamente Thiago era un tipo increíble, y por eso le sonreí.
-¿Qué? -me preguntó entre avergonzado y cohibido-. ¿A qué viene esa sonrisa tuya? Estabas mirándome como quien ve a un bonito cachorrito abandonado.
-Eres adorable.
-¿Te parece? -me preguntó en voz baja, dando un paso al frente para acortar la distancia entre nosotros.
-Sin duda. Y estás muy guapo esta noche... no porque no estés guapísimo hasta con el uniforme de trabajo.
-Estoy guapo con lo que sea que me eche encima, incluso sin nada - susurró bajando sus labios a los míos al tiempo que abrazaba mi cintura con su brazo derecho.
La calidez de su cuerpo dio contra mí para luego empezar a filtrarse por mi piel y mi carne como si yo no fuese de carne y hueso, y sí una esponja decidida a embeberse de él.
Sin perderme de vista, lentamente descendió sus labios a los míos; supe que procuraba no sonreír porque sus labios temblaban, pero, en cuanto a mí se me escapó una sonrisa que eran puros nervios de las muchas ganas que tenía de besarlo, de besarlo de verdad, sonrió y rio.
-Interrumpes mi concentración -murmuró sobre mis labios con una voz ronca y áspera.
-¿Eso hago?
-Es que besar esa sonrisa tuya es como hago sentir a una jovencita casta que...
-Thiago, dejé de ser una jovencita hace mucho.
Su mano trepó por mi columna, haciéndome temblar de gusto.
-Lo que tú digas, pero eso no quita que yo pueda enseñarte un par de cosas. ¿Quieres que te enseñe?
-¿Tienes referencias como maestro?
Frunció la nariz y achinó los ojos.
-Bueno, no me gusta la idea de comentar mis pasadas relaciones y no creo que...
Yo tampoco quería hablar del pasado y no necesitaba oír a cuántas mujeres se había tirado, por lo que lancé mis dos manos a su cuello y comencé a besarlo atrayéndolo hacia mí, buscando sus labios, su lengua, su perfume.
Encontré su boca e inspiré hondo su hombría.
Con su otro brazo también rodeándome, me apretó contra su cuerpo, imprimiendo sus formas en mí mientras que con sus labios y su lengua derretía mi cuerpo.
Su lengua acarició la mía moviéndose perezosa del modo más delicioso. Su boca sabía de un modo frutal, entre frutal y salado, como una bebida energética.
Energía fue lo que me inyectó su pelvis al empujarse contra mí sin pudor.
Ya sabía que necesitaba sexo, pero, en cuanto lo sentí, entendí que estaba un tanto desesperada por hacerlo; por hacerlo con él, más precisamente.
Mis manos treparon por su nuca y lo lamenté por su cabello; sin embargo, eso no me detuvo: me prendí de los mechones, que parecían de seda, para ladear su cabeza y así acomodar mi boca sobre la suya, buscando profundidad.
La encontré, y una de sus manos bajó hasta mi trasero para apretarme todavía más contra él.