Él me miró con una enorme sonrisa en sus labios. Entonces, algo dentro de mí, se encogió por la ternura.
-¡Hola! -me saludó, aferrándose a mi cadera.
Avancé al interior del hogar, y lo primero que mis ojos enfocaron a un hombre con una camiseta blanca, cuyos brazos estaban al descubierto. Unos brazos torneados envueltos en piel morena. Me aclaré la garganta intentando ignorar la resequedad repentina en mi boca.
Por fortuna, Ian le dijo a su padre lo que íbamos a hacer, y me arrastré hasta un fabuloso salón lleno de juguetes. La mayoría estaban colgados en las paredes, aún en sus cajas.
-Me gustaría usarlos con alguien -susurró mientras me sentaba en un enorme cojín-. Jugar con alguien es genial. Creo.
¿Era solitario? Bueno, era evidente, pero eso no me abstuvo de preguntar.
-Pues, papá no me permite visitas. -.Me costó creerlo-. A veces vamos a un parque cercano y veo a los hijos de sus amigos.
El tono de su voz se había oscurecido, igual que sus ánimos. Me arrepentí al instante. Hacerle ese tipo de preguntas no era positivo, así que me levanté de mi cómodo asiento. Caminé hacia mi objetivo, y agarré el primer empaque que vi en la pared. Lo descolgué cuidadosamente y volví a mi lugar.
-Ian -él levantó la mirada-. Soy tu maestra, y tal vez no entienda cómo te sientes -le ofrecí el juguete. Lo tomó sin pensarlo-. Pero sí puedo acompañarte mientras vuelves al colegio.
El colegio... Ian jugó con un botón de su camisa al escucharlo. No me dijo nada, se centró en abrir el juguete a toda velocidad e inspeccionarlo.
-Es un dron. -¿Un qué?-. Papá me lo compró cuando cumplí cinco.
Sus hombros se tensaron un momento. Sin embargo, recobró la compostura y corrió hacia la puerta por donde entramos.
-¡Vamos al patio trasero! -canturreó, entusiasmado.
Y, de ese modo, pasamos unas cuantas horas rodeados de árboles frondosos, flores fragantes, y las carcajadas de Ian. En el aula nunca lo escuché reír así, parecía un resorte lleno de energía.
-¡Esto es increíble! -grité por sobre el zumbido del dron- ¡Corra hacia él!
Obedecí, sonriendo. El patio trasero tenía medidas exageradas. Podría decirse que casi todo lo que rodeaba la casa conformaba el patio. Ahí se respiraba un aire extraño, como si faltara algo.
Seguí el dron hasta que mi cuerpo se quedó sin oxígeno. Apoyé las manos sobre las rodillas y miré al pequeño. Tenía la vista clavada en el cielo, intentando no desviar mucho el aparato. Movía los pies tranquilamente, dejándose llevar por el momento.
El dron seguía en el aire; yo aún me esforzaba por recuperar el aliento. Un rato más tarde, el cielo nos cubrió con las estrellas, y antes de entrar a la casa, Ian las miró. Les prestó suma atención, y antes de notarlo, una esquiva lágrima le surcó el rostro.
-La extraño -musitó con los ojos vidriosos-. Ella era muy buena. No le gustaba la noche, pero estaba junto a mí cuando veía las estrellas.
Suspiró. Creí que iba a añadir otra cosa; Tredway apareció, mirándolo con ojos punzantes, como si quisiera decirle algo.
-Vas a resfriarte -espetó su padre-. Entra, tu cena está caliente -explicó, dirigiéndome una mirada arisca.
Me costaba entender su actitud ante mí. Sí, era una maestra que de la nada se interesaba por el bienestar de su hijo. Estaba clara de cómo se veía. Y las vistas no eran buenas. Pero eso no explicaba por qué me quería fuera. Había algo más allá, y no lograba descifrarlo.
Ian dejó caer sus brazos, el semblante de derrota se instaló en él. Los tres entramos a la casa. Fuimos hasta el comedor en completo silencio. Las sillas resonaron contra el suelo al descolocarlas para sentarnos.
Para mi sorpresa, ahogué un grito al ver la meticulosidad de aquellos platillos. Eran lo más sencillo del mundo. Consomé, pan de ajo, arroz acompañado de una jugosa carne. En toda la tarde no había sentido hambre, y después de respirar aquel exquisito aroma, mi estómago rugió.
-El colegió advirtió que las clases se suspenden durante dos semanas -empecé. Mis ojos fueron de Ian a su padre-. ¿Qué harán con ese tiempo libre?
Tredway apretó la mandíbula. Una mandíbula perfecta, fuerte y bien definida. El hombre se llevó un bocado de carne a la boca. Masticó por corto rato, sin despegar los ojos de mí.
-Ian usará esos días para descansar -una diminuta sonrisa se asomó en sus labios-. ¿Verdad, hijo?
El pequeño se encogió en su asiento, se escuchó un tímido «mjum» y continuó comiendo.
-¿Qué hará usted? -enarcó ambas cejas, mientras le daba un sorbo a su jugo.
En su boca quedó un rastro de jugo y, como si hubiese notado mi mirada, relamió sus labios. Mi pulso se aceleró un poco, y no supe a dónde mirar. Era un hombre atractivo, y eso no debería confundirme.
¿O sí?
-Tengo pensado mejorar mi planificación -dije, después de tragar-. He notado esta brecha en mis estudiantes.
-Explíquese, por favor -su expresión era ilegible.
Lo pensé. Sí era cierto que mejoraría mi forma de educar, pero el único en quien veía esa brecha era, precisamente, en su hijo.
-Su hijo no comparte mucho con niños de su edad. -El hombre dejó los cubiertos sobre su plato, y apoyó los codos en la mesa-. A esa edad ellos nece...
No pude terminar la frase, pues, fui interrumpida por el padre de Ian, cuyos ojos se incendiaron repentinamente.
-Verá, maestra -pronunció, incorporándose de su asiento-. Le doy las gracias por la visita, ya es muy tarde y le desaconsejo andar por las calles después del atardecer.
»Ojalá nos veamos pronto.
Cuando me puse de pie, él ya estaba junto a la puerta, esperándome. Ian también se levantó y tomó. Su tacto era frío, y la mirada que me dio rogaba que lo disculpara. Un niño no debería sentirse así.
-¿Volverás? -inquirió Ian. Me agaché unos segundos-. No importa lo que él le diga, puedo llorar un poco y la dejaré entrar de nuevo -me susurró al oído, mientras se frotaba las manos.
-Hasta pronto, maestra. -Me levanté rápidamente-. Tenga cuidado durante el trayecto -lo miré a los ojos, y entreví algo de honestidad.
Esbocé una pequeña sonrisa, despidiéndome con la mano. Caminé hasta mi auto lentamente, apreciando la dulce imagen de Ian y su padre entrando a casa. Cuando la puerta hubo estado cerrada, entré a mi auto, y suspiré.
Los suspiros han sido habituales desde que conocí a Ian. Pero ahora que me encuentro a medianoche, esperando a que el último bus con destino a la ciudad se disponga a salir; me ha dado por pensar en su padre. No puedo saber con exactitud lo que mi hijo siente, y eso aleja mi tranquilidad. Él ha pasado años preguntándome por él; que si mandaba mensajes. Buscando una mínima respuesta que lo hiciera sentirse menos abandonado.
Porque sí, muchas veces lo escuché llorar, lo escuché decir que no lo quería, que se había olvidado de él. Eso me partió el corazón. Me destrozaba verlo sufrir por un hombre que solo se concentró en mantenerlo económicamente. A pesar de que Tredway ha sido muy discreto, sé por su propia boca que lo que más le interesa es su hijo.
-No mires atrás -me pidió Tredway mientras me enganchaba un bolso en el hombro-. Pondrá un pie en la ciudad el día que todo encaje en su debido sitio.
»Ese día llegara. Confía, Diandra.
Su voz me hace estremecerme, devolviéndome a la realidad. Una realidad en la que el terminal está sumido en el sonido de la naturaleza; una en que Ian se frota las manos compulsivamente.
Creo que ese día ha llegado, o Ian lo obliga a llegar.
-Todo está listo. Suban -avisa el conductor desde su vehículo.
Le doy una palmada en la espalda a Ian. Él recoge nuestras cosas, dirigiéndose hacia el bus. Nuestros pasos retumban en la superficie metálica, ya que somos los únicos aquí, a excepción de una mujer mayor que duerme en los puestos traseros.
Decidimos sentarnos en la zona del medio. Dejamos los bolsos en otro asiento, y nos sentamos en los nuestros. El conductor nos permitió acomodar el equipaje en el interior del bus por la falta de pasajeros. Su condición fue que, como el terminal le exige ese viaje nocturno, y luego de ese no tiene mˆ¡s trabajo, le concediéramos ir a menor velocidad. No dudé en aceptar, mis ansias de llegar a la ciudad eran pocas.
Me restriego la cara. Las horas nocturnas no son mi fuerte, pero...
-¿Vas a regañarme? -el tono desesperado de Ian me interrumpe-. Estoy esperando que lo hagas -él baja la cabeza, y descansa las manos en su regazo.
Debería reprenderlo. Sus impulsos -que se asemejan bastante a la premeditación, este caso- merecen una reprimenda. De esas que están atiborradas de miradas duras y frases contundentes. Sin embargo, me inclino por un camino distinto.
-¿Aún recuerdas el rostro de tu padre? -Ian se apresura a responder, pero continúo-. Me refiero a su rostro, el verdadero, el de la última vez.
La tensión que aparece en sus manos es muy obvia. Hablar del tema jamás le ha gustado.
-Sí -susurra después de suspirar.
El cuerpo de Ian reacciona ante la respuesta, y sale de su letargo para mirarme directamente a los ojos.
-Su voz, ¿la recuerdas? -.Lo cojo del mentón-. ¿Recuerdas cómo te hablaba?
Mis ojos se cubren con una fina capa. Trago saliva esperando retener las lˆ¡grimas.
-Es diferente cuando habla en televisión -murmura apretando los puños-. Papá me hablaba... con boberías. En ocasiones sonaba meloso -Ian ríe, su rostro se aleja de mis manos, terminando mi tacto sobre su piel.
Aprovecho su despiste para apartar las lágrimas acumuladas con el dorso de mi mano. Vuelvo a tragar saliva, generando un sonido dramático.
-¿Amas a tu padre?
Lo ama, lo quiere, y también le guarda muchísimo rencor. El rencor eclipsa el cariño de cualquiera. Entonces, lo observo. Ian me mira de nuevo, no hay ninguna duda en su mirada.
-He querido odiarlo -el rastro de vergüenza en su expresión no pasa desapercibido-, pero sé que lo amaré aunque no lo desee.
Mi pecho se llena de alivio absoluto. Por un segundo creí... Mejor ni lo pienso. Él sigue amando a su padre, y se está metiendo en este lío. Tomo una bocanada de aire y veo por la ventanilla. Todavía se alcanzan a vislumbrar las vallas en donde vive el ganado. El característico olor al que no sabía que estaba acostumbrada, empieza a alejarse.
Está decidido.
-Pues solo eso necesito.
***
Soy un manojo de nervios.
Detesto la forma en que la idea de ver de nuevo al padre de Ian me afecta. Me es imposible tener las manos quietas, las cosquillas en la boca del estómago me están matando, y lo que más me molesta es que me emociona verlo.
Mejor concentrarme en el viaje.
El viaje fue muy lento, y nos pasamos la mayor parte del trayecto dormitando, hablando, viendo el campo perderse por la ventanilla. La ciudad aparece y el bullicio que llega a mis oídos es lo primero que dejó de extrañar.
La fuerza con que el sol se alza en el cielo es intensa, y nos saluda, instándonos a bajar del bus.
-Estamos cerca -susurro para que Ian logre escucharme-. Arriba -le pellizco la nariz.
Él hace un mohín. Esa carita tierna recién despertada me hincha el corazón.
-Un rato más. -Lo dejo ser hasta que...
Hasta que de un brinco recoge nuestras cosas y se encamina a las puertas, que se abren para nosotros.
-¡Llegamos! -canturrea, sus pies inquietos me marean.
Pongo una sonrisa en mis labios antes de girarme hacia el conductor.
-Gracias por el viaje -le agradezco sinceramente-. Tenga buen día.
Apoyo mi mano en las puertas, respiro el aire acaramelado y bajo detrás de Ian.
Estás cerca.
-Por segunda vez, estamos cerca de su casa -comento empezando a caminar.
El camino que transitamos hace unos años era solo asfalto. Ahora piezas de adoquín te guían hasta la entrada. Los árboles están secándose, y el aroma que se respiraba en el aire, simplemente ya no existe.
Los alrededores se ven opacos. E Ian se percata de ello haciéndome un ademán. Tuerzo los labios y me encojo de hombros, confundida. Las preciosas aceras que había visto hace algún tiempo, ya no están. Fueron remplazadas por un material amarillento como un periódico antiguo.
Todo luce... sombrío. Ya no posee aquel aspecto hogareño y lujoso que tenía.
Y el tiempo se detiene cuando vemos un auto azul. Específicamente un descapotable de color vibrante. Alguien esta bajándose del vehículo. Estiro el brazo hacia Ian, atrayéndolo hacia mí.
¿Es posible?
No. Mis pensamientos se enredan al ver a una mujer bajarse del auto con un bebé en brazos. Ella ni repara en nosotros. La mujer sostiene un caminar altivo y arisco hasta la puerta de casa.
Todo termina de complicarse cuando él aparece. Veo a Tredway con unos lentes de sol resbalándose por su tabique, mientras sostiene un bolso en una mano y, en la otra, una pañalera celeste.
En primera instancia, veo a Ian. Sus ojos están abiertos de par en par, tiene los labios entreabiertos, y su mandíbula amenaza con terminar en el piso.
No entiendo nada de lo que sucede. ´¿Estˆ¡ con otra? Y lo que menos me espero, sale de la boca mi hijo, cuyo corazón escucho convertirse en trizas.
-Ha remplazado a mamá.
Pero el padre de Ian nos enfoca, su mirada es casi tan confusa como la nuestra. Nada sale de su boca, por el contrario, multitud de chispas escapan de sus ojos.
¿Está enojado?
Entonces lo peor que puede hacer, lo hace. La mujer a su lado le dice algo, y lo besa. Lo besa en los malditos labios. Una de sus manos se engancha en el brazo de Tredway, y nos mira. Logro leer desdén en ellos, lo confirmo cuando, a regañadientes, arrastra a su novio al interior de la casa; dejándonos solos.
Ignorándonos por completo.