Ella se remueve cuando escucha la puerta del baño abrirse. Los pasos de Ian se dirigen hasta la cama en la que duermen ambos y toca el brazo de su madre. Diandra se incorpora enfoca a su hijo sostener su teléfono, la pantalla resalta con el nombre de su novio. Las notificaciones de llamadas perdidas la abruman, y termina por tomar su celular, y dejarlo en la cama.
Vuelve a su posición inicial en la cama mientras suspira. Ha sido muy insistente.
-Mamá, no sé si es bueno que no le contestes a Killmer -dice Ian desplazándose por el cuarto-. Habla con él y pregúntale que cómo está.
Sus ojos van al celular, lo recoge. Él continúa llamando, el dedo le cosquillea cuando presiona el icono para descolgar. Contiene la respiración. Lleva el aparato a su oído, y la línea es lo único que llena el vacío. Un vacío incómodo que la obliga a rascarse detrás de la oreja.
Hasta que Killmer habla.
-¿Dónde te has metido, Diandra? escuchar su voz la hace temblara€.. Sabrá Dios cuantas veces te habrá revolcado el bastardo -la rudeza, el reproche, el tono con que se dirige a ella, le cierra la garganta.
Hace una mueca al sentir una punzada en su cabeza. Cierra los ojos, negando lentamente. Aleja el celular de su oído, se lo entrega a Ian, quien se encarga de colgar la llamada. Diandra tiene que pestañear para despejar la nube que cubre su visión. Con suavidad, a palma abierta, desliza sus manos desde su frente hasta la nuca. Saca todo el aire de sus pulmones e inhala, preparándose para ponerse una sonrisa en los labios.
Diandra no puede permitir que la duda le coma la cabeza. No después de haberlo pensado tantas veces. La única opción era ir con Ian, ya no podía posponerlo más. Ya no hay nada que hacer. Nada, nada, nada.
-Está llamando, no creo que quieras contentarle. -La expresión en su rostro es de pura compasión.
Expresión que pierde fuerza cuando empiezan a tocar la puerta con desesperación, sobresaltando a Diandra. Ellos le dicen que pase, y la imagen que ven los sorprende. Langdon viste solo un pantalón holgado que deja su torso descubierto, provocando un escalofrío en su cuerpo. Ella desliza su mirada por su pecho, hasta llegar a su rostro. La ligereza de una ojeras bajo sus ojos le dan un aspecto decaído, su cabello desaliñado cae sobre sus ojos, y la falta de picardía en su mirada son evidencia de una mala noche. Desde la habitación que ocupan Diandra e Ian, se oía el llanto de Eugenio, algunas maldiciones de Langdon y las quejas de un huésped cercano.
-Eugenio se quedo dormido hace un rato -explicó hundiendo los dedos en su cabello-. Le hizo falta su madre.
Y a ti también.
-En cinco los veré abajo para ir a buscar a Cánada -espeta saliendo de la habitación.
Diandra se pone de pie y avanza con cautela para cerrar la puerta. Echa un vistazo al pasillo, y la cierra silenciosamente detrás de ella. Mira a Ian, señalando la mesa de noche junto a la cama. Él va y la abre, saca un bolso negro y lo coloca en la cama.
Antes de que Ian entrara la noche anterior a prepararse para dormir, Diandra se adelantó para ducharse un poco más de tiempo, y cuando estaba lista para sacar su celular del cajón, vio del bolso. Un bolso que Cánada había llevado, fue el bolso al que nadie le prestó. Es extraño que lo haya dejado.
-¿Qué hay dentro? -se cuestiona Ian deslizando la cremallera del bolso.
Su madre se sienta junto a él para ver mejor. Él saca una bolsa de golosinas, toallas para bebé, pañales, talco y cosas similares. Ian toma el bolso desde la base y lo sacude con fuerza. Algunos juguetes rebotan en la superficie, y con suma delicadeza, un trozo de cartulina cae encima de las cosas. Diandra lo toma, el papel espero raspa sus yemas, así que lo sostiene con cuidado.
-Kobayan, carrera veintidós -lo leen ambos, y Diandra lo distingue, pero Ian no.
-¿Una calle? No me suena de nada, mamá -comenta él devolviendo las cosas en su sitio.
Kobayan... Día suspira y guarda el papel en su bolsillo. Ella sabe a quién le pertenece el nombre, y con alguien así, Cánada no puede estar haciendo nada que no asegure la muerte.
***
El auto de Langdon acelera en una curva, despertando a Eugenio de su sueño pesado. Él está en medio de Ian y Diandra, porque quiso buscar refugio en su hermano, pero Ian aún no se siente cómodo con él.
-No, no de nuevo -se lamenta Langdon, apretando sus manos alrededor del volante.
Diandra toma la iniciativa sacándolo de su silla para bebé y sentándolo en su regazo. Ella está atenta a la reacción de Ian mientras le acaricia la espalda al Eugenio. El muchacho mira hacia otro lado. Diez minutos después, Langdon aparca en un salón de belleza.
Sale del auto, y cuando regresa, está más nervioso. Eugenio se mantiene tranquilo entre los brazos de Diandra, hasta que, después de cuatro horas recorriendo el Distrito Diez, Tredway empieza a estresarse de verdad.
-Ella nunca había hecho esto -se flagela tamborileando los dedos en el tablero-. Eugenio nunca había dormido sin ella.
»Es terrible.
Diandra se compadece de él, percatándose de que es la primera vez que está por su cuenta cuidando de su hijo. Por lo que ella acerca al bebé hacia su padre. Eugenio atrapa la manga de la camiseta y prácticamente salta hacia él.
La mano de la mujer cae en su hombro y dice:
-Todavía es un bebé, Langdon -la risa característica del bebé la interrumpe-. No dependerá de sus padres para siempre.
»Y crecerá, y será mil veces peor que un bebé que no te juzga, que no te hace sentir que haces un mal tu trabajo, que no ves más allá del amor que le das.
Las palabras de Diandra llaman la atención de Ian. Él la mira cabizbajo, y pone la mano encima de la de su madre.
-Este fue el lugar donde vinimos cuando nos conocimos, necesito un momento -la burbuja se rompe cuando él los mira.
Eugenio vuelve a los brazos de Diandra. Ella avisa que irán a la tienda. Una tienda muy colorida. La fachada rosa chicle es atractiva. Entonces se bajan y se adentran en aquella maravilla. Distintos aromas flotan en aire. Los clientes son pocos, pero es probable que una hora esté lleno.
Los tres se sientan en una de las mesas que están justo al lado del cristal. Mientras esperan que los atiendan, varias empleadas saludan a Eugenio y, sorprendentemente, él le sonríe a todas.
-Galante que eres, bebé. -Una chica simpática aparece, e Ian también se comporta como su hermano.
Esa sonrisa de adolescente hormonado brilla en su cara.
-Compórtate -Diandra le da un pequeño manotazo, él lo pasa por alto.
La empleada les da la carta, y terminan escogiendo dos raciones de marquesa, jugos de naranja y unas golosinas.
-Por supuesto, a él le gustan las golosinas Carozza -le da un mimo a Eugenio.
Diandra le dice algo antes de que se vaya.
-¿Con quién viene? -inquiere, inclinándose hacia la chica.
-Viene con su mamá, pero esta mañana estuvo aquí sin él -se encoge de hombros, y va a por sus pedidos.
Después de un rato, reciben sus postres y, sin notarlo, Eugenio se ensucia con el glaseado de sus golosinas. Diandra se engancha el bolso al hombro, y se dirige a los sanitarios con Ian. Se separan en las puertas y... Eugenio despierta, chilla, salta y llora cuando percibe el perfume caro de su madre. Cánada está pintándose los labios en el espejo, y se espanta cuando los ve.
-Aleja a ese berrinche de mí -El rechazo deja aturdido a Eugenio.
Diandra lo acuna en su pecho. Siente el pequeño corazón acelerado del bebé. Frunce el entrecejo hacia ella. La mira de arriba abajo, luce como si nada hubiese pasado, con su rostro lavado y maquillado.
-¿Cómo eres capaz de desaparecer de la nada? Dejaste solo a tu propio hijo -gruñe afianzando el agarre del bebé.
Cánada se limita a mostrar una sonrisa de boca cerrada. Continúa deslizando el labial a lo largo de sus labios.
-Ellos padecen mi ausencia de la mejor forma, y si se te meterte en sus ojos, no habrá quien me detenga -ella hace una pompa con su boca-. Volveré en unos cuantos días, Día.
Comparten una mirada a través del espejo. Eugenio se retuerce en los brazos de Diandra, desviando la atención hacia el bolso. Una expresión victoriosa relaja el ceño de Cánada. Se gira hacia su bebé, y extiende una mano.
-Gracias por traerme mis cosas -pone la mano en la correa del bolso y tira de ella.
Pero Diandra ejerce fuerza después de sentir la aspereza de sus dedos sobre la piel. Cánada maldice, empujándola. Da un traspié y recarga su peso en la pared. Eugenio no tarda en lloriquear ante la negativa de su madre. Aceleradamente, Cánada revisa a fondo el bolso. Busca en todos los bolsillos secundarios, hasta que se harta y desparrama los objetos en el lavabo.
Bufa, desesperada. Diandra camina lento hacia la puerta. Y justo cuando está por salir, Cánada vuelve su cabeza hacia ella, movimiento acompañado por un fuerte crujido. Ella masajea y pregunta.
-Metiste tus sucias manos de ramera en mis cosas -vocifera entre dientes-. Dámelo ya, maldita ramera -Diandra reacciona, acercándose.
Elevando el mentón, se acerca a Cánada solo para hablarle.
-La ramera aquí eres tú, que ni respeto le tienes al resultado de tus trabajos -ella aprieta la mandíbula.
Y antes de que Cánada le ponga un dedo encima, Diandra sale disparada por la puerta. Su respiración errática le desestabiliza, pero se recupera. Espera unos segundos, y ve a Ian salir del sanitario. Su madre lo toma por el codo y camina rápidamente.
-¿Qué pasa? -pregunta, confundido por la actitud de Día, mientras que ella se concentra en caminar y formular en su cabeza una sencilla pregunta.
-¿Qué era lo que le faltaba a Cánada? -cuestiona, recordando que nunca vio un papel diferente al que tiene en su pantalón.
Ian juega con sus manos, se muerde el dedo pulgar. Entonces, extrae de su bolsillo un papel rectangular. Carraspea y lo aproxima al rostro de su madre para que logre verlo.
-Un boleto de ida al Distrito Dos.