Ian no comprendió. Estaba en su casa, no tenía por qué hacer silencio. Su amigo no esperó respuesta alguna y se llevó a Ian. Lo tomó por los hombros, guiándolo hacia una camioneta que estaba detrás de la casa. Una mujer que destilaba hastío, mantenía las manos en el volante. Ella se volvió hacia el asiento trasero para mirar mejor a Ian.
-Hola, mi pequeño -dijo, encendiendo el auto-. Será un corto viaje. Tu madre te espera.
Sus ojos se dirigieron a la ventanilla. Estaba oscuro, así que lo único que logró ver fue el portón abriéndose. Él arrugó la frente y empezó a rascarse la mejilla izquierda, pensativo. Su madre había muerto hacía pocos años, y la única manera de reunirse con ella era muriendo.
Y justo cuando lo entendió, el auto arrancó, empujándolo hacia delante por la ausencia del cinturón de seguridad. Aferró los dedos al cuero del asiento, cerrando los ojos con fuerza. La imagen de su madre se instaló en su mente, y era peor recordarla. Ella había sido víctima de algo que Ian no entendía, su madre era la mejor. ¿Por qué se había ido tan pronto?
-Deja de lloriquear, niño -lo reprendió la bajando las ventanillas.
El aire lo golpeó en la cara, y lo hizo consciente de lo rápido que iban. No, eso no podía estar pasándole a él. ¿Dónde estaba su papá?
-Señora, lléveme a mi casa -rogó Ian abrazando el asiento del copiloto-. Me asusta esto.
La velocidad era lo que Ian más detestaba, nadie le enseñó a superarlo. Y esa mujer parecía que tenía pocos problemas con chocar. Entonces, redujo la velocidad justo antes de que un auto impactara contra él. Un fuerte zumbido atacó al niño, inhaló con fuerza al sentir unos brazos conocidos rodear su estómago y se dejó llevar.
Su padre lo trasladó a otro auto, donde otra mujer conducía. La mente de Ian iba de un lado a otro, de un rostro a rostro. No pudo ignorar la tristeza en los ojos de su padre, y cuando estuvo a salvo, lo abrazó lo mˆ¡s fuerte que pudo. Pegó el mentón al pecho de su padre y le pidió perdón. Le dio la razón respecto a todo, abrazándolo más fuerte para no llorar.
Abandonar a su pequeño lo rompía en mil piezas. Se le notaba en la postura encorvada, las bolsas pronunciadas bajo sus ojos, y la angustia en los mismos. Luego de pensarlo unos segundos, logró separarse de su hijo.
-Cuidense mucho -musitó Tredway besando a su hijo.
Esas fueron las últimas palabras que le escuchó decir a su padre. Ha estado desde ese día pensando en lo que le diría, en cómo se sentiría. Pero al tenerlo justo al frente, ahí, de pie echando humo, le ha puesto la mente en blanco.
Ian pestañea, y con el dorso de la mano aparta unas cuantas lágrimas. Todo lo que guardó durante tanto tiempo ha regresado a su lugar, y no sabe cómo sentir. Un nudo ata su lengua. El chico esconde las manos detrás de su espalda, apretándolas.
-Lleva al Eugenio a la cocina, Cánada -ordena Tredway tranquilamente-. Déjennos solos. Tal vez asó se acuerdo de cómo hablar.
Diandra mira a su hijo, esperando la reacción.
-Mamá puede quedarse. -Tredway hace un mohín al oír lo que dice.
Amaga una réplica, pero Diandra se apresura hacia Ian, y le susurra al oído.
-Venga, es tu padre no un ogro, tú puedes, cariño -le reconforta apretando su hombro, y se va por donde Cánada se ha perdido.
Diandra ha venido a ver eso. Lo que no vino a ver fue a un bebé desconocido, tampoco a su madre, tan desconocida como él. Ella los mira. La tal Cánada le hace mimos al bebé, mientras él solo arruga la cara. Pareciera que estuviera a punto de estallar.
-¡¿Qué pretendes al venir a mi casa, niñato?! -Y empieza la contienda.
Eugenio, el bebé, no lo tolera y comienza a chillar también. Sus manos diminutas se aprietan frente a su cara, él retuerce su cuerpecito, y las lágrimas corren por su rostro ya enrojecido. Pues sí que se ha enojado ese niño.
Diandra se decanta por fijar la vista en su alrededor. La cocina sigue luciendo sus brillantes tonos grises. Cada uno de los utensilios está en su sitio, y el aroma a durazno flota en el aire. Sin embargo, hay pañuelos de cocina correctamente esparcidos por la cocina. Alguien los utiliza.
-Es mejor no estar aquí -aconseja Cánada, meciendo a su bebé-. Apenas comienzan.
Ella desaparece por el pasillo, dejando a Diandra absorta en sus pensamientos. Esa casa alberga buenos momentos. La mujer se incorpora, mira a su alrededor, y repite los pasos de Cánada, con la diferencia de que ella entra a la habitación de Tredway.
La fabulosa loción que siempre ha usado está impregnada en sus sábanas, que no evita llevar a su nariz e inhalar profundamente. La suave tela sobre su piel le evoca recuerdo. Un escalofrío le recorre la espalda, sin contener la sonrisa.
-Él podría vernos -suspiró Diandra ante los besos en su hombro derecho-. Es peligroso.
Tredway Langdon la giró, exhalando sobre sus labios. Con su mano cálida tomó su nuca, y se aproximó tanto que sus respiraciones se mezclaban. Diandra retorcía los dedos de sus pies, y pegaba el pecho del hombre al suyo lo más que podía.
El corazón le bombeaba sangre a toda velocidad. Las zonas que tenía años dormidas, despertaron, arremetiendo contra su sensatez. Inhaló con lentitud, y acortó la distancia, dejándose llevar por el momento. Ambos gimieron al mismo tiempo. Ella lo guió hasta la cama y le arrancó la camisa.
Tredway deslizó la mano por su cintura, acercándola más y más. Hundió los dedos en su piel, deteniéndose.
-Te prometo que lo haremos luego -le prometió a Diandra, besándola.
Esa no promesa nunca se hizo realidad, pues al día siguiente intentaron raptar a Ian. Y después de eso, solo supo de él por pequeñas cartas.
-Voy recuperarte, Tred -murmura Diandra, abrazando la sábana.
La suelta, y hurga un poco más en el cuarto. Sus cosas siguen estando pulcras, y viéndose perfectas. En la mesita de noche aún está la lámpara que compraron Ian y ella en una de sus salidas al centro. Sí los recuerda.
-Lo haré -sentencia poniéndose de pie.
Camina hacia la puerta, y antes de abrirla, Cánada la lanza al interior de la habitación. Cruza los brazos sobre su pecho, y señala la puerta con la cabeza.
-¿Escuchas? -Hace un ademán de sonido-. Ya todo se calmó, y a Tredway no le gusta que ensucien sus cosas.
Diandra se limita a sonreír, y Cánada imita su expresión.
-Tú eres solo un pellizco. No inspiras ni rabia en Tredway. Tampoco me importa lo que hagas. Estarás aquí un mes o dos, como mucho. Así que intenta lo que quieras.
»Y aunque te esfuerces, no lo conseguirás. Él es, y será siempre mío.