Esos detalles de seguridad nunca los había visto. Las veces que vine me dirigía a la propiedad, y absolutamente nadie me impedía el paso. Estoy casi segura que es nuevo, o lo instalaron después de irnos de la ciudad. Cual sea la razón, lo que interesa es que nos acaban de echar, y -con pocas ganas de tentar al destino- solo faltó que lo hicieran a patadas.
-¡Acaba de echarnos de casa, Diandra! -Mis cejas se disparan hacia arriba ante la mención de mi nombre-. Esa era mi casa.
Ian ni se percata de que usó mi nombre, así que hablo.
-Ahí está tu padre junto con otra mujer -ubico las manos en mis bolsillos-. No es precisamente la mejor bienvenida.
-Diandra, me miró como si fuera cualquiera, como si estuviese interrumpiendo -asevera, agitando las manos en el aire.
»Lo imaginé de una forma diferente.
Ian aprieta los dientes y gruñe. La unión de sus cejas es tan clara, que amenazan con tocarse. Él camina de un lado a otro, enterrando los dedos en su cabello oscuro.
-¡¿Por qué...?! -toma aire forzosamente, tirando de los mechones de pelo que atrapa entre sus dedos-. ¡¿Qué hace con ella?!
Escucho cómo su respiración se acelera. Encorva la espalda, apoyando las palmas de sus rodillas. Estira un brazo hacia mí mientras cierra el puño.
-Ian -digo, acunando su cara entre mis manos-. Lento... -inhalo esperando que me imite-. Sin afán -exhalo al mismo tiempo que él-. Continúa...
Permanecemos así algunos minutos. Mantenemos el contacto visual hasta que una lágrima se resbala por su mejilla. La aparto con mi pulgar y soplo con poca fuerza sobre su entrecejo. Él cierra los ojos, y el resto de las lágrimas descienden.
-¿Mejor? -inquiero viéndolo separar los párpados.
El rastro de tristeza en sus ojos negros me oprime el pecho. Sabía que esto no le haría bien, no sabe manejarse cuando habla de Langdon. Y muchos menos ahora que lo ha visto sosteniendo un bebé. Junto a una mujer...
-Perdóname, mamá. -Mi hijo se aferra a mí en un fuerte abrazo que me hace perder el equilibrio.
Me estabilizo y correspondo el abrazo con el mismo fervor. Lo estrecho tanto contra mí que siento su corazón latir.
-Tú discúlpame por no prevenir esto, cariño -deposito un beso en su cabello y nos separamos.
»Ninguno esperaba esto.
Él sonríe. Es una sonrisa un poco opaca, pero genuina. La extrañaba.
Y la burbuja se rompe cuando ˆ'l hace la pregunta:
-¿Qué hacemos ahora? -Dice recordando que dejamos las cosas en la propiedad-. Nuestro equipaje quedó allá.
Me encojo de hombros. No podrían estar en un lugar más seguro que esos.
-Todavía traigo mi bolso -elevo el brazo del que cuelga-. Daremos un paseo.
***
El sol que se asomaba por entre las nubes, encendía nuestras mejillas. Al parecer pasearse por el centro a inicios de verano no nos hacía bien a ninguno. Ian, el recepcionista -que descubrí que se llama Russell- y yo, salimos al centro.
Hacía algunos días le había sugerido al señor Langdon que saliéramos con el pequeño, pero se negó a acompañarnos. Aseguró que era poco conveniente para él aparecer con Ian en público. Así que después de un par de lágrimas de cocodrilo, su hijo consiguió convencer a su padre de dejarlo salir. La condición era que alguien de su personal nos supervisara.
Y ahí estábamos.
-¿Qué podemos hacer? -El tono curioso de Ian captó mi atención
Su pregunta estuvo acompañada por un rugido que lo hizo sonrojarse. Pero qué tierno era ese niño. Le tomé la mano y nos conduje en dirección a un establecimiento que vibraba por sus colores. Había una barra donde lograbas ver cómo preparaban tu comida. Hamburguesas. Mis favoritas.
Ian abrió mucho los ojos, y luego miró a Russell. El muchacho nos echó una mirada reprobatoria, pero antes de cambiar de sitio, el pequeño ya había hecho su pedido.
-Y un licuado de melón -terminó de pedir, mientras aferraba las manos al taburete.
¿Cuándo se había sentado?
-Muchacho, no te comerás esa hamburguesa. -Yo no sería quien se lo negaría a Ian-. ¿Cómo es posible que sirvan hamburguesas a estas horas? -Russell se cruzó de brazos y empezó a golpear el suelo con el zapato.
En eso tenía algo de razón. No estaba bien que su desayuno consistiera en tantas grasas y un licuado. Sin embargo, los ojitos de Ian miraban con anhelo cómo preparaban su hamburguesa. El pan era pequeño, igual que el resto de ingredientes que añadía el hombre. Movía ágilmente la parrilla al sacar la carne.
Solía frecuentar ese puesto, y había vez en que el aroma de la carne no me pusiera a babear. Eran exquisitas. Y luego de esperar unos segundos, el hombre le entregó la hamburguesa a Ian. Entraba en sus manos, y los ingredientes se escapaban por los bordes.
-No te comerás eso -protestó Russell, arrebatándole a Ian su desayuno.
Él se sorprendió, torció la boca y le dijo:
-Russell, no eres mi papá -y acercó las manos a su hamburguesa.
Pensó que se la quitaría, pero la puso justo frente a la boca del recepcionista.
-¡Prueba! -exigió, entusiasmado.
Russell lo miró como si estuviera loco, e Ian se encogió de hombros, volviendo a insistir.
-Quítame eso de la... -no terminó la oración porque Ian metió un pedazo de hamburguesa en la boca del muchacho.
Cuando hubo mordido, Ian recuperó su desayuno y comenzó a engullirlo. Ambos soltaron suspiros de puro deleite.
Permanecí quieta ante la imagen. Ian y Russell entablaron una conversación sobre lo deliciosa que estaba su hamburguesa. Ian casi lo obligó a comprarse una y, al final yo hice lo mismo. Entonces, con mucho gusto, pagué lo que Ian había consumido.
Estuvimos varios minutos comiendo y conversando. El recepcionista un gran sentido del humor; hablaba demasiado.
-Como cuando el jefe desapareció de Dubai y luego de dos horas estaba sentado en su oficina -comentó, limpiándose las comisuras con una servilleta.
-¿Cómo hizo eso?
Ian me observó con una expresión seria dibujándose en su rostro. Vi un leve tirón en su nariz...
-Papá hace eso siempre -dijo Ian.
Él se bajó del taburete, escondió las manos detrás de él y se balanceó hacia de adelante. Sus ojos se fijaron en un auto, lo miró hasta que lo perdió de vista.
-¿Podemos caminar de nuevo?
Russell y yo nos miramos. Esas centellas normales en él se detuvieron de repente. Ninguno entendió, pero hicimos lo que nos pidió.
Caminamos a través de las calles transitadas. Se escuchaban las voces de las personas, muchos sitios se llenaban, y muchos otros terminaban su jornada de trabajo. Mi hogar en un inicio no fue la ciudad. Me parecía que era un lugar en donde todo quedaba a medias.
Y la primera vez que estuve ahí no pensé algo distinto, sino que encontré ese lugar donde te miran, y siguen. Eres un habitante más. Adoraba serlo.
-El calor está matándome -informó Russell, abanicándose.
La temperatura estaba alta. También sentí cómo mi cuerpo se crispó. Ian apretó mi mano y señaló una tienda en donde vendían agua. La cuestión es que ese no era su mayor atractivo, sino que era una heladería. De las mejores.
-Antes de que digas algo -me adelanté cuando vi las intenciones del recepcionista-. El helado será pequeño.
Vi a Ian dar brinquitos y arrastrarme hacia el lugar. La magia que nos rodeó al instante de entrar fue imposible de ignorar. En el ambiente se respiraba una mezcla de los sabores que había en la vitrina. Ian pegó la nariz al cristal, y eligió un helado de limón natural. Russell prefirió beber agua, y yo pedí uno de chocolate.
Russell era poseedor de unos ojos verdes que parecían de película, y su rostro era afable. Inspiraba lo mismo que un oso de felpa. Me dijo que esa era la gracia. En recepción casi todos se veían detenidos por la grandiosidad de sus iris. Casi, porque yo no tuve tiempo de fijarme en ellos.
Se nos fueron unos minutos más en trivialidades. Hasta que se me ocurrió preguntarle a Ian si le estaba gustando su helado. Me volví hacia y él y encontré la silla en que se había sentado, vacía. Me incorporé de golpe, haciendo que un poco de helado se cayera.
Mis cuerpo se enfrió, cada uno de los crujidos de mis articulaciones rebotaron en mi cabeza. La voz de Russell también hizo eco, como si estuviese alejándose. Segundos después mis pies respondieron y salí del establecimiento. Recorrí con los ojos el alrededor. Nada me indicaba por dónde se había ido.
Los siguiente que se apoderaron de mi fueron los intentos latidos de mi corazón. Eran más fuertes con cada paso que daba. Entreabrí los labios por más aire, se me estaba acabando.
Corrí en distintas direcciones gritando su nombre. Ian era mi responsabilidad. Él era un blanco fácil. ¿Dónde estaba?
-¡¡¡Ian!!! -gritamos Russell y yo al unísono.
Ante nuestros ruegos, algunas personas se apartaron del camino, abriendo paso a la imagen de Ian. Él estaba de pie frente un cartel. Avancé hacia él y me agaché para igualar su altura.
-¿Qué pensaste al irte así? -indagué, esperando una buena respuesta.
Ian suspiró, dándole un bocado a su helado. La melancolía con que observaba el cartel, me desconcertó. Entrecerré los ojos. Era una mujer bellísima promocionando un perfume. Yo la había visto en un anuncio, y por ella compré ese mismo perfume.
-Vi a mamá cuando veníamos -musitó, acariciando el cartel-. Papá guardó sus fotos. Tampoco habla de ella -su expresión se contrajo como si estuviese a punto de llorar.
»Creo que él también la necesita.
Ian no soporta llorar, y recordar a su madre lo hace soltar lágrimas. Sin embargo, hoy volvió a verla en una imagen, pues su foto está expuesta en una enorme valla en el centro; todos pueden verla.
-Las compras eran algo parecido a la terapia para ella -comenta Ian dejando unas bolsas en el suelo.
Fuimos a recorrer el centro. Vimos más de lo mismo, pero fue relajante olvidarnos un segundo de lo que ocurriendo.
-Nos están mirando -dije señalando la caseta de seguridad-. Quedarnos aquí no es una opción, hijo.
Ian me observa, dubitativo. Ambos nos encaminamos hacia la propiedad y cuando los guardias notan nuestras intenciones, se apresuran para detenernos. Mas para nuestra desgracia -o fortuna-, el descapotable azul reaparece, disponiéndose a entrar.
Suena muy descortés notar esto; la apariencia de la mujer es demasiado... desdeñosa. Sus gafas de sol me miran con ese aire de «nada me importa, querida». Y me hierve la sangre al imaginar que...
-¿Los ayudo? -La mujer apaga el motor al lado de nosotros-. Mi casa muy grande -acota haciendo un innecesario énfasis en «muy».
Una de las puertas del auto se desbloquea, y la mujer hace un ademán. ¿Quiere que entre?
-Ni en mil años -Ian se cruza de brazos.
Abro mucho los ojos, mirándolo finamente.
-Entra, Ian -ordeno recogiendo mis cosas.
Piso el interior del auto, y un exagerado aroma a pino choca con mi nariz. La mujer baja la ventanilla, e Ian resopla más disgustado que nunca.
-Ya dije que no entraré a su auto. -Él camina, y un guardia le pone una mano en el pecho.
La mujer pone en marcha el vehículo y acomoda el espejo en posición. Se acomoda las cejas y regresa la vista al camino.
-Déjenlo, no tardará mucho en llegar -dice ella acelerando.
Sube la ventanilla y pone su atención en mí.
-Por cierto, me llamo Cánada -se presenta sonriéndome-. Tú deber ser Día.
Solo Ian tiene el derecho de llamarle así, Langdon le enseñó.
-Diandra -me acomodo en el asiento-, es un placer conocerte.
Y... se instala un silencio incómodo. Cánada conduce a baja velocidad, alargando el mal momento. No lo permitiré.
-¿El bebé que vimos en la mañana es tu hijo? -indago, inclinándome hacia adelante.
Ella suelta una risita que me resulta gratamente odiosa.
-Ay, mi precioso Eugenio. -No es el mejor nombre-. Tredway y yo lo tuvimos hace un año.
»Es una completa dulzura.
Parpadeo dos veces. Dos personas. Un hombre. Una mujer... ¿El bebé es hijo de Tredway? Imposible.
-Su papá lo adora -alardea bajándose del auto.
Hago lo mismo y veo a Ian. Él está de pie frente a la puerta, su mano abraza el picaporte, mismo que se niega a ceder, pese a la fuerza que aplica. Le tiemblan las manos y, por lo despeinado que está, deduzco que los nervios regresan a él.
No quiero imaginarme cómo tomará lo del bebé.
-Deja el ruido. Lo despertarás -Langdon abre la puerta.
El bebé está entre sus brazos. Ian no sabe en qué fijarse. Él cierra los puños, pero vuelve a abrirlas. Entonces, a palma abierta, empuja a su padre al interior de la casa. Y lo primero que escucho es un largo llanto de bebé.
El momento ha llegado.