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Rebecca, por favor. Ven a buscarme. Estoy en el Parque de la Fuente. Saludos, Fitz.
¿Cómo había conseguido mi número? ¿Por qué quería que fuera a buscarlo? Le marqué. Después de varios tonos contestó:
–¿Becky? Qué bueno que eres tú.
La voz se le escuchaba tropelosa.
–¿Sr. Fitz?
–A esta hora no es necesaria la formalidad. ¿Vas a venir o no?
–¿Está borracho?
–Shhhh... Eres muy inteligente, Becky. Casi tan inteligente como ella.
–¿Cómo quién?
–Ya no importa. Lo que está muerto no se levanta. Por suerte –el Sr. Fitz comenzó a reír como poseso–. ¡¡¡Qué divertida es la vida!!! –gritó.
Pude escuchar que alguien del otro lado lo mandaba a callar. Entonces Fitz habló en susurro:
–Apúrate. Si me vuelvo a divertir, me matan.
Y colgó.
Salí a la calle, con el corazón desbocado. Estuve cerca de diez minutos esperando que pasara un taxi, hasta que me decidí a llamar uno.
«Tonta, tonta» me dije.
Pedí el taxi muy nerviosa. El Sr. Fitz podía hallarse en peligro y si llegaba en el momento equivocado podría encontrarme una escena terrible, como que lo hubieran golpeado o algo así. Me pasé todo el camino tratando de contactarlo, pero Fitz tenía el teléfono apagado.
«Cálmate. Todo va a estar bien. Todo va a estar bien. Todo va... ». –Es aquí –dije al conductor.
Comenzó a frenar y automáticamente abrí la puerta y me arrojé fuera del vehículo. Casi muerdo el polvo, pues el taxi aun no se detenía del todo.
El parque estaba aparentemente vacío. Le hice una seña al conductor para que esperara por mí. Traté de adivinar la figura del Sr. Fitz en la oscuridad, pero se me hizo difícil, hasta que lo escuché. Estaba riendo por lo bajo, como si se hubiera escondido a propósito y disfrutara de verme buscar.
–Sr. Fitz, por favor, salga de los arbustos.
–Shhhhh –me mandó a callar–, ven conmigo y no grites tan alto que Bárbara va a encontrarnos.
La mención de su esposa muerta me hizo dar un respingo y contar hasta diez antes de darme la vuelta y regresar al taxi.
–Entonces, ¿me puedo marchar? –pregunté al borde de perder la paciencia.
–Eres una pesada, Becky. Creo que eso es lo que te hace tan atractiva.
Me sonrojé al escucharlo. Disimulé una sonrisa culpable antes de decirle:
–Me llamó, ¿recuerda? Quería que lo llevara a casa, sano y salvo.
Entonces, como un niño al que le arruinan el juego del escondite, el Sr. Fitz salió de detrás de los arbustos. Su pelo perfecto era un manojo de rizos y hierba seca. La cara la tenía sucia, como si hubiera comido chocolate sin usar las manos, y tenía un hematoma en uno de sus pómulos. Además, el suéter estaba desgarrado y con manchas secas de algo similar al vómito.
Corrió a abrazarme, como si yo fuera su madre y, a pesar del terrible olor a alcohol barato, vómito y sudor que tenía, me sentí bien.
–Me desespera que seas tan aburrida, Becky. ¿Por qué te llevaste mi libro de Bárbara? –Nos espera el taxista –le contesté. –¡Qué se joda el taxista! –gritó y luego lanzó una carcajada– ¿Viste a tus hermanas? –¿Qué hermanas? El taxista sonó el claxon. Le hice una seña de que esperara un momento. El Sr. Fitz salió corriendo y luego cayó de rodillas en el centro del parque, con las manos extendidas al cielo nocturno. –Las estrellas, Becky. ¡Las estrellas! ¿No te das cuenta? ¡Brillas como ellas! ¡Brillas! Luego se puso en pie y regresó corriendo hacia mí y me levantó en peso, para darme una vuelta. Traté de no hacerlo, pero comencé a reír yo también. Los dos nos reímos. Por un segundo el mundo se detuvo y nos miramos a los ojos. –No vamos a besarnos, Becky. Estoy sucio y borracho. Te quieres aprovechar de mí. El Sr. Fitz y yo caminamos en dirección al taxi. El taxista protestó un poco por el deplorable estado de mi acompañante y le dije:
–Cállese y maneje. Le pagaré el doble. Luego el Sr. Fitz le dio la dirección de su casa y me dijo:
–¿Sabes quién soy? –El Sr. Fitz, profesor de Escritura Creativa de la Universidad. Escritor. Especialista en Literatura Latinoamericana. –Ese no soy yo. Ese es él, el otro. El nerd. El aburrido. Soy Francis Fitzpatrick. Frank, para mis ex amigos. Los que son Team Bárbara. Entonces recitó:
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería. Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
–¿Has leído a Neruda, Becca? Un tipo bastante interesante. Chileno. Creo que, en vez de sangre, le corrían versos por las venas. –Yo soy chileno –dijo el conductor y todos reímos. El resto del camino, Fitz se lo pasó recitando a Neruda, y el conductor completaba las frases. Fue bastante divertido. Cuando llegamos a su casa, pagué el viaje al chofer, que me hizo un descuento. Encontrar las llaves fue una tarea titánica, pues el profesor no podía recordar si las había dejado en su bolsillo izquierdo, el derecho, o en la billetera. Al fin logramos acceder al interior de su casa y, contrario al panorama desastroso de días atrás, todo estaba pulcramente ordenado. –¿Te sorprende, Becky? –Un poco –le contesté–¿qué le sucedió? –Bárbara sucedió. Me quedé en silencio. La sola mención de su ex esposa me puso los pelos de punta. –Tiene que bañarse, Sr. Fitz. Se echó a reír. –No creerás que puedo bañarme solo, ¿o sí, Becky? –Yo no pienso bañarlo, Sr. Fitz. –Basta con eso de «Sr.Fitz» –me dijo mientras se quitaba la camiseta llena de vómito seco–. Dime Frank, como mis amigos. ¿Quieres ser mi amiga, Rebecca? El Sr. Fitz parecía que no solo tomó alcohol. Pude adivinar algunas acciones de sustancias más peligrosas y prohibidas. Quizás la historia de El hombre evanescente sí era verídica. Cuando terminó de quitarse la camiseta, el corazón se me aceleró. Sus pectorales no tenían gran volumen, pero sí estaban bien definidos. Además, sus six packs se marcaban a la perfección, haciendo sitio para un par de oblicuas que me dejaron babeada. Me miró, sabiéndose victorioso, y empezó a bajar sus pantalones, pero cayó de espaldas. –Déjame ayudarte. –Eres la primera chica que me baja los pantalones sin que la trabaje mucho. –Muy gracioso –le dije y me sonrojé. Cuando tiré de los pantalones hacia mí, descubrí que el Sr. Fitz llevaba ropa interior muy ajustada. –No pongas esa cara –me dijo. Retiré la mirada y traté de que no viera la vergüenza que sentía en ese instante. –Por eso me atraes tanto, Becky. Porque no has descubierto tu lado salvaje. Me hice la desentendida y le brindé mi mano para que se pusiera en pie. Luego lo conduje al cuarto de baño, según sus indicaciones.
Era un sitio bastante amplio, con una ducha con paredes de cristal. Dentro había sitio justo para dos personas, así que lo puse, semidesnudo, frente a mí y bajo la regadera. Mi sentido común me abandonó y lo miré de arriba a abajo. El Sr. Fitz era como un dios griego, finamente tallado. La combinación de su musculatura incipiente y sus piernas tonificadas lo habían convertido, para mí, en un objeto de deseo. Sentí un intenso cosquilleo en mi sexo, y la humedad comenzó a inundarme. Fitz se me quedó mirando a los ojos unos segundos, y pareció que la embriaguez se le había pasado, que nunca fue. Lo agarré por la cabeza y lo tiré hacia mis labios. Primero, fue el contacto de nuestras lenguas, que se entrelazaron en el aire hasta abrazarse. Después, jugueteamos un rato dentro de su boca y otro rato en la mía. Nuestras lenguas danzaban a un ritmo suave, como una pareja de enamorados a la luz de la luna. Los labios rosados de él devoraron los míos, como si estuviera hambriento de mis besos, y los mordí. Luego nos abrazamos y él me acarició la espalda. Descendió sus manos suaves hasta mi trasero y, una vez allí, caí en cuenta de lo que sucedía. Lo empujé hacia la ducha y abrí la regadera. –Eres mala, Bárbara. Eres mala y te aprovechas de mí. La confusión de su esposa muerta conmigo me hizo sentir fatal. Furiosa le dije que ser callara. Él se arrodilló:
–No me dejes solo. –Levántate, Frank. Y si tengo que decirte otra palabra me iré. El Sr. Fitz se puso en pie, solo para que yo descubriera su erección.
–¿Te gusta? –se agarró su paquete por encima de los calzones. –Te dije que hicieras silencio –le grité. Sentirme autoritaria con él me hacía excitarme un poco y, al parecer, él se sentía bien siendo humillado, pues me miraba como a una diosa. –Desnúdate, por favor –me suplicó–. Vas a mojarte la ropa. –Voltéate –le ordené y se puso de espaldas a mí. Su trasero se marcaba también perfecto. Me quedé en ropa interior y me acerqué a él por detrás y lo abracé. El agua nos mojaba a los dos y él, como un lince, de un movimiento me puso contra la pared, a su antojo. Me dejé llevar. Mi humedad fue creciendo, e involuntariamente comencé a hacer movimientos pélvicos. –Calma, vaquera. Aún no te voy a dejar cabalgar –me dijo y se arrodilló frente a mí.
Lamió mi vientre, y fue recorriendo con su lengua húmeda mi pelvis hasta llegar a mi sexo. Entonces caí en cuenta. Estaba poseída por él. Se había apoderado de mi cuerpo y de mi mente y tenía que detenerlo. No lo conocía de nada, estaba borracho y esta no era la manera en que quería tener sexo con él.
–Apártate –le dije en un susurro, pero siguió presionando–. Apártate, por favor Frank. No me hizo caso, así que lo empujé. Él abrió mucho los ojos, y me miró como a una extraña.
–¿Qué haces aquí, Rebecca? –dijo secamente y cerró la ducha.
Perpleja, le contesté:
–Tú me llamaste.
Hizo una pausa y negó con la cabeza, con los ojos cerrados.
–Gracias por todo, Rebecca. Puedes irte. Ya me siento mejor. Encima de la mesa de la cocina está mi billetera. Toma dinero de ahí para los gastos del taxi y por las molestias.
De pronto, mi mundo se derrumbó. Me sentí como una prostituta barata. Salí de la ducha, me sequé como pude con una toalla que había encima del lavamanos y me vestí rápidamente. Cuando me volteé, Fitz ya se había secado y se ponía unos shorts. –Sabes que esto no puede ser. Tengo antecedentes con una alumna y no me puedo permitir otro error. Tú no eres Bárbara. La ira se apoderó de mí y me acerqué a él. –Eres un imbécil. Me fui de su casa, llorando.