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El Sr. Fitz regresó a los pocos minutos de alguna parte de la casa donde tenía mis cosas. –¿Y dónde está la señora Allyn? –pregunté. El profesor hizo una pausa y me dio mis pertenencias. –¿Escogiste ya un libro? Asentí, un poco apenada. Me daba miedo que descubriera que elegí uno de su esposa antes que un clásico. –Perfecto. Nos vemos en clase la próxima semana. Dile a los demás que quiero una redacción de alto contenido erótico explícito sobre su primera experiencia sexual. –¿Habrá que leerla en voz alta? –Solo las mejores. Las más sinceras.
También aprovecharé para descubrir a los mentirosos. Tragué en seco. Lo más cerca que había estado nunca del sexo había sido a finales de la secundaria, con mi ex novio, que trató de tener relaciones conmigo, por más que le dije que no estaba lista. Recuerdo ese día como si fuera hoy. Habíamos bebido en la fiesta de fin de curso, y él estaba realmente atractivo ese día. Él no era virgen desde octavo grado, así que el hecho de que lo hiciera esperar por mí durante seis meses no le hacía mucha gracia. Se había puesto un perfume que me volvía loca, y todo esa noche fue galanteo. Cuando terminamos la fiesta, me acompañó a casa y subió hasta mi habitación. Allí nos besamos un poco, y él se fue acalorando. Yo, por el contrario, me sentía profundamente intimidada por su comportamiento, que a cada segundo parecía más de hombre de las cavernas. Estaba acostumbrada a sus caricias subidas de tono, pero no lista para recibir dentro de mi ninguna parte de su cuerpo, dedos incluidos. Se volvió loco. Comenzó a gritar que después de todo el tiempo que había pasado, que tal vez yo no era virgen y que debía haberse acostado con una chica de penúltimo curso que le había propuesto un trío. Me sentí presionada y lo dejé hacer. Gemí como había visto en las películas, pero me dolió muchísimo su penetración. Cuando terminamos, la sábana estaba manchada y él quería volver al ataque. Le pedí que no lo hiciera, que me había sentido incómoda. Contestó que si yo era una frígida no era su problema, así que lo boté de mi casa. Antes de irse me amenazó: si no me acostaba con él en ese momento, la relación estaba terminada. Le respondí que igualmente no quería estar con nadie que solo pensara en acostarse conmigo. –No sirves para más nada, Rebecca –me gritó de vuelta–. Y tus escritos ni siquiera me gustan. Pensé que eras consciente de lo horribles que son y que, al menos por pasar la tortura de escucharlos, tendrías la decencia de acostarte conmigo. Lo abofeteé. A Marco no lo vi nunca más. Me sentí tan decepcionada del amor, que ni siquiera me apuré en encontrarlo. Lola me decía que necesitaba tener sexo de nuevo lo antes posible porque si no, me podría volver loca, y que mientras más tiempo pasara, peores consecuencias tendría en mi psiquis... Ni que ella fuera Sigmund Freud. Cuando me retiré de la casa del Sr. Fitz, él se brindó amablemente para llevarme a mi hogar. Aunque insistí en que estaba a pocas calles, que podría caminar y tomar el aire puro, se empeñó en darme el aventón. El camino de regreso fue en total silencio. La amabilidad momentánea que mostrara en su casa se desvaneció, aunque en algún momento pareció sonreírme. Cuando descendí del automóvil, el profesor me agarró de la muñeca, y sentí como si me hubiera electrocutado. Mi corazón se aceleró con su tacto a pesar de que trataba de mantenerme disciplinada y firme en mi propósito de no ver su atractivo. –Recuerda pasar la tarea al resto de los alumnos de la clase. Estaré ansioso por recibir tu trabajo, Rebecca. Luego me dio un beso en la mejilla, siendo muy cuidadoso de que sus labios quedaran bien estampados en mi piel. Luego me dejó ir, no sin antes lanzarme una mirada bastante tenebrosa, como si quisiera comerme. El Sr. Fitz se alejó y yo entré a casa, llena de interrogantes. Texteé a Lola para informarle del problema en que me había metido y que pasara por casa para contarle los detalles. Luego me di una ducha, aunque no estaba muy segura de querer que el olor del Sr. Fitz se quitara de mi ropa o de mi piel. Estaba deseando a un profesor, algo que era inaudito en mí. Normalmente solo me fijaba en chicos de hasta tres años mayores que yo y el profesor me llevaba diez, aunque aparentara tener a lo sumo unos 25 bien cuidados. Mientras el agua de la ducha recorría mi espalda, mojaba mi cabello y hacía cascadas en mis pechos, sentí que algo se encendía en mi interior. Mis pezones estaban apuntando hacia delante y muy sensibles. Comencé a imaginarme al Sr. Fitz sin camisa, en boxers, y su bulto sobresaliendo por la tela elástica de su ropa interior.
Entonces, instintivamente llevé mis dedos índice y corazón hasta mi sexo y lo acaricié en la superficie. El agua de la ducha seguía lamiendo mis senos y pensé que era él quien lo hacía. Aceleré el ritmo sobre mi clítoris y sentí cómo me iba mojando desde dentro. Quise parar, lo juro, pero la idea de tener al Sr. Fitz como mi esclavo, obedeciendo mi tiranía del placer, me ponía por las nubes. Se me doblaron las piernas y decidí cerrar la ducha. Me tumbé en el suelo del baño con las piernas abiertas y mojé mis dedos con los jugos que inundaban mi sexo. Con la mano que me quedaba libre, me acaricié delicadamente los pezones. Empecé a jadear y se formó dentro de mi un calor primitivo que comenzó a quemar la pólvora de mi lujuria hasta que estallé en gemidos.
–Eres mío, Fitz –susurré, mientras acompasaba las caricias a mi sexo y mis pechos–. Eres mío.
Y vi una explosión de colores. Las olas de placer recorrieron mis piernas y rompieron en mi pelvis, el aire dejó de pasar a mis pulmones y me sentí repentinamente electrocutada.
Entonces estallé en una carcajada. No sólo era la primera vez en mucho tiempo que hacía algo así, sino que era una ironía total: había tenido una escena de masturbación femenina a causa de la clase de Escritura Creativa.