Con lo poco que se puede visualizar logro acomodar varias hojas grandes bajo un árbol para dormir medianamente cómoda sobre ellas. Saqué la mitad de la ropa del morral y me la puse encima y el resto me sirvió de almohada. Trataré de dormir lo que pueda, porque los zancudos y los conciertos eternos de los grillos no me dejan meditar. Quise apagar el celular, pero prefiero dejarlo encendido y usar la linterna cuando sea necesario, porque hay sapos y lechuzas cerca y con la luz se retiran.
Me acomodo sobre el tendido improvisado que hice, me tiendo boca arriba, estoy bajo un árbol gigante y puedo ver por intermedio de sus hojas, el firmamento que está despejado y tiene muchísimas estrellas que me hacen sentir acompañada. Encontré algunas brillantes y nítidas, y las seguí observando por si tengo la suerte de ver una estrella fugaz y pedirle el deseo de salir de esta selva. Tengo mucho frío, mis mejillas están resecas y heladas. Me he cubierto lo más que pude, me embargan muchos temores; estoy excesivamente ansiosa.
Deseo tener una caja de cerillas y madera seca para hacer una fogata. Añoro una cobija, una estera y repelente de mosquitos; necesito un pijama suave, un zumo de guanábana acompañado con galletas; recargar mi celular. Deseo muchas cosas y mi último deseo es que todo esto resulte ser una pesadilla y que en la realidad nunca me haya extraviado. Todo el día contuve las ganas de llorar y ahora no soporto la angustia. Mi llanto no es en sollozos controlados. Al estar segura de que nadie me oye, lo exteriorizo a gritos desconsolados y tan desgarradores, que yo misma siento algo de miedo al escucharme. Luego me cansé y me quedé en silencio. Me siento muy desdichada y espero lo peor. Me da la impresión de que va a llover, el frío podría enfermarme.
Deseo quedarme despierta y pienso en los millones de personas que deben estar cómodas en sus camas, con buenas cobijas y yo aquí siendo víctima de las circunstancias. Recuerdo el desafortunado momento de esta mañana, cuando repiqueteó la alarma de mi celular. Muchos madrugan para dirigirse a sus sitios de trabajo, otros a los de sus casas de estudios; algunos a realizar algunas gestiones, otros al gimnasio; alguien se sirve un café, prende su computador y comienza a escribir un libro. Hay miles de motivos por los cuales la humanidad madruga, y yo lo hice para extraviarme en una selva, "sí a perderme, como se dice más comúnmente". Bueno no es tan literalmente, de haber sabido lo que me iba a acontecer habría seguido durmiendo. La vida, por lo general, se compone de vivencias cotidianas y repetitivas, pero en raras ocasiones nos toca enfrentarnos a alguna encrucijada o decisión determinante, y luego ser responsable de las consecuencias.
Por mi espíritu aventurero y rebelde no tuve la prudencia de analizar los percances ni peligros. La mayoría de las veces damos por hecho de que las cosas saldrán bien, es ese positivismo innato que nos mueve a hacer algo. Nunca se sabe con qué nos vamos a encontrar. Además, no se posee la esfera mágica que nos muestre cómo saldrá cada situación. A veces nos referimos al mal que deberíamos haber evitado y decimos: "si alguien me lo hubiese dicho, si mi ángel de la guarda me hubiere liberado; si el universo me hubiese mostrado tan solo una señal", pues allí estuvo ese anciano del hacha diciéndome lo que me podía suceder. Insistió en que debía abandonar este plan y yo lo miré fastidiada por opinar, según mi razón, en lo que no era un asunto de su incumbencia. "¡Ah, quien pudiera retroceder el tiempo!"
Recuerdo a mi hermana y a Alejandra. Es una lástima que no nos acompañó Lenny, mi mejor amiga. Si ella hubiese ido todo estaría bien, su modo conciliador siempre anula las tensiones, hace que todo funcione; la nobleza es su constante, es admirable. Ella siempre tiene agua para apagar algún incendio que pueda presentarse. Cuando me acosté, la oscuridad era mayor y ahora mis ojos han adquirido algo de visión nocturna; puedo ver la forma de las ramas del árbol bajo el cual me encuentro y distinguir arbustos que se mueven por el viento. Tengo sueño, mis ojos se cierran, trato de resistir; me resulta muy difícil estar aquí, sola y desprotegida, y me parece que es más peligroso estando dormida. Cuando era pequeña dormía abrazada a mi peluche preferido, me daba calor y su expresión tierna, aunada al hecho de saber que mi madre estaba al otro lado de la pared, me hacían sentir totalmente segura.
Ahora siento mis manos vacías. Estoy inquieta y fatigada, por más que deseo estar en alerta, me invade la lasitud. El temor y la ansiedad me empujan a una pesadilla. Me llegan miles de imágenes inconclusas y grotescas, corro por un laberinto estrecho donde hay peligros que se componen de baches que me hacen caer, y de seres sin rostro que me persiguen. Inventé varias estrategias de defensa y poco me funcionan. Logré por fin salir de allí y aparecí en un espacio infinito sin paredes, con el piso de mármol. Luego este desapareció y quedé flotando en un abismo oscuro, voy cayendo a un vacío interminable; presiento que cuando llegue al fondo, quedaré triturada tal como si fuese una papilla. Apareció una bandada de gallinazos y detrás de estos, vienen numerosos dragones de color negro y naranja. Se abalanzaron sobre mí y me sostienen en mitad del abismo; gallinazos y dragones se pelean por mí, siento picos y garras que sostienen mi cuerpo. Ahora el peligro no consiste en estrellarme, sino en morir despedazada.
Dentro de aquella pesadilla se presentó un fenómeno completamente extraño; era como una pesadilla más horrorosa que la primera. Tal vez era el augurio de lo que pronto me iba a pasar, pues iba a caer en las manos de una psicoanalista en un futuro más o menos cercano. En medio de aquellas imágenes burlescas, se escuchaba una especie de voz indefinida que parecía narrar un horroroso relato como para empeorar mí ya afianzado desespero: "El doctor Germán se hubo graduado de médico cirujano con todos los honores. Posteriormente logró alcanzar uno de sus más grandes sueños, el título de Especialista en Psiquiatría. Desde siempre le había gustado la ciencia médica. A pesar de que en su familia no había ningún médico; él siempre se sintió inclinado de una manera innata por esa ciencia noble. Pero no fue sino hasta que comenzó sus pasantías en el área psiquiátrica, cuando decidió que algún día seria especialista en dicha disciplina. Fue así como dio inicio al estudio de los grandes vericuetos que significan las enfermedades mentales y su tratamiento. Quería romper con los esquemas. El estudio pormenorizado de las patologías mentales siempre le había parecido místico. La mente humana es todo un misterio y él era de la opinión pertinaz, de que dichos desequilibrios no eran tales. Siempre fue de la idea de que un enfermo mental no existe. Lo que sí debería existir, es una posesión demoníaca que se apodera de su mente. Una posesión maligna que destruye el raciocinio. Se encargaría de estudiar a fondo ese fenómeno y echar por tierra lo que hubiere que echar. Pondría todo su empeño en esclarecer de una vez por todas, qué ocurre con esas pobres gentes.
El mismo año de su egreso como psiquiatra, teniendo veintiséis años de edad, de inmediato fueron solicitados sus servicios en la Administración Pública, específicamente en el Hospital Universitario de la ciudad donde estaba residenciado. Ejerció durante treinta años consecutivos. Primeramente fue adjunto del servicio, eran sólo cinco especialistas los que ejercían en aquella área recién creada. Con el tiempo fue escalando escaños. Diez años después, eran ya doce los médicos destacados allí, además de haber sido inaugurado el postgrado en dicha disciplina, llegando a ser jefe del servicio hasta su jubilación. A la par, cultivó su arte de manera privada, en horas de la tarde en su consultorio particular. Siempre fue muy meticuloso en el ejercicio de la psiquiatría. Concomitantemente a toda su agotadora tarea diaria, se dedicaba a la investigación y a leer buena literatura universal. Investigaba todo lo relacionado con las enfermedades mentales, esas alteraciones en la mente de algunas personas que los convierten en unos seres irracionales, alejados de la sociedad, algunas veces agresivos y perdidos en un cosmos desconocido, en una dimensión inexistente. Investigaba a la par, a las posesiones diabólicas. Necesitaba fundamentar su hipótesis y tendría que demostrar que ella era una realidad.
Estando ya jubilado, una mañana empapada de ocio, luego de tomar el desayuno, su esposa le hizo saber que era requerido por una persona a quien no conocía. El psiquiatra recibió a aquel caballero que se había presentado en su casa elegantemente vestido y conversaron en la biblioteca. La conversación no se extendió por mucho tiempo. Luego de los saludos de rigor y de presentarse, el visitante le hizo una propuesta tajante, sin rodeos. Le propuso una plaza en el cuerpo de investigaciones penales, como perito forense psiquiatra. Sería el encargado de las valoraciones psiquiátricas que fuesen requeridas por dicho cuerpo policial, solicitadas a su vez por el Ministerio Público o los Tribunales Penales. Sería el encargado de especificar, si algún imputado pudiese padecer alguna patología psiquiátrica o sin, por el contrario, se estaba frente a alguna simulación. Aceptó sin ningún titubeo. Ese mismo día comenzó en su nuevo empleo.
Desde el punto de vista penal, la imputabilidad consiste en la capacidad para ser penalmente culpable, y esta capacidad presupone madurez, salud mental y conciencia. Así, desde el punto de vista forense, ha de determinarse si el individuo que se considere autor de un hecho punible, efectivamente tiene o no la capacidad mental para responder por sus actos. Es necesario demostrar que padece alguna enfermedad mental suficiente, si actuó bajo los efectos del alcohol o de alguna droga, o si por el contrario, no padece nada de lo antes señalado. Resultaba una ardua tarea la que le tocaba al ilustre psiquiatra.
Iba a ser muy riguroso su trabajo de campo. Tenía que constatar variadas situaciones que hacían presumir, que alguien había actuado sin tener capacidad mental para ello. En la mayoría de las ocasiones, determinó todo lo contrario y el peso de la ley actuaba en consecuencia. Era demasiado delicada su determinación a la hora de hacer un diagnóstico, ya que era muy posible la simulación de algún padecimiento para evadir la ley. Y de la misma manera, delicada era su seguridad personal, puesto que las amenazas no se hacían esperar de quienes se sentían sentenciados por él. Los jueces a fin de cuenta, son quienes toman la decisión, pero los malhechores siempre culpan a otros de las penas que les corresponde purgar.
Cada vez eran más numerosos los casos de crímenes atroces, que parecían ser escenificados por algún enajenado mental. Pero no solo era eso, de manera estigmatizada se le atribuía hechos dantescos solamente a quien estuviese perturbado en su raciocinio; sin embargo, la mayoría de las veces los asesinatos, violaciones y demás desmanes, han sido protagonizados por delincuentes sin alma; dominados por un vicio que ellos toman libremente para esa finalidad. Rebeldes sin remedio, que ven en la sociedad la única culpable de sus sufrimientos de niños, sin tomar en cuenta que cada quien es responsable de sus actos. Cada cual recolecta de lo que siembra. Por ello, esa mañana en la que vivía un momento aciago, el psiquiatra recordaba, con sobrada melancolía, los momentos más difíciles en su carrera forense. Eran situaciones demasiados infortunadas.
Durante los años ejercidos como experto psiquiatra, fueron demasiados los casos que demandaron más que su ciencia, su altruismo, su apego a su arte, lo que Hipócrates siempre quiso; el actuar honrado, ético y bioético de debe tener todo médico responsable, para con sus pacientes. Así lo hizo. Cada enfermo mental que cometía un acto que suponía delito, era así, inimputable. No tendría que ir a prisión, ya que ellos no son responsables de sus actos. Sin embargo, permanecía latente el hecho que eran sus pacientes y quedaba a su criterio, ayudarles más allá de dar un diagnóstico certero para que el juez tomara su decisión final en la sentencia a dictar. Sin dudarlo un instante, quiso entregar todo su aprendizaje, toda su vida científica a ayudar a esos seres desventurados y en efecto; lo hizo. Recordaba así el psiquiatra, en un momento nada envidiable, a Elvis; aquel muchacho tímido que padecía de esquizofrenia paranoide. Había asesinado a alguien de una manera atroz.
La esquizofrenia es una alteración grave de la personalidad. Es un peligroso trastorno mental que indica pérdida de contacto con la realidad y una desintegración temporal o permanente de la personalidad. En ella se presentan preponderancia de ideas persecutorias, de grandeza y alucinaciones auditivas y visuales. Al muchacho, de apenas veinte años, le habían diagnosticado ese padecimiento hacía menos de dos años. Era irremplazable su tratamiento. No era fácil esa terapia tanto medicamentosa, de electroshock, así como de sostén. Lastimosamente el tratamiento fue cumplido al pie de la letra, solamente durante el primer año, ya que, dada la situación económica apremiante de su familia; el tratamiento no se pudo continuar. Eso desencadenó en que los síntomas se agravaran y en una noche funesta, Elvis escuchó voces ligeras en principio, luego espeluznantes, que le indicaban que estaba en peligro; que un ser diabólico se estaba acercando para hacerle daño.
Él trataba de ignorar a aquellas voces. Repentinamente se sintió que era intocable, que era un rey poderoso, nadie tendría la osadía de acercase a él; como rey, tenía que darse su lugar. Escuchó que un súbdito, algún arlequín o servidor, le advertía de la cercanía cada vez más osada, de alguien no identificado que quería asesinarlo. Gritó en solicitud de la guardia real. Nadie acudió al llamado, ya arreglaría cuentas con ellos. Se sintió desprotegido el monarca. Las voces le advertían la cada vez más cercana amenaza. Sin otra alternativa, el rey tomó en sus manos algo que estaba cerca de sí y se defendió. Su atacante quedó vencido, de una manera colosal, por aquel emperador valiente que arriesgaba su vida por su pueblo. La calma regresó. Escuchaba el rey pasos apresurados que se acercaban. Un destello de lucidez se hizo sentir. Elvis miró que se acercaban a él varias personas. Sus manos estaban manchadas de sangre y cerca, a su lado, estaba un enorme cuchillo. Confundido, caminó dos pasos y pudo observar a su madre descuartizada en medio de un gran charco de sangre.
Momentos después de consumado el trágico suceso, la comunidad determinó que deberían tomar la ley en sus manos. Estaban cansados de ese loco, coincidían muchos. Se organizaron, se armaron con palos, tiestos viejos, piedras; todo cuanto lograban alcanzar en medio de un arrebato de dolor, odio e indignidad por aquel crimen, por demás pecaminoso. El hijo único, el predilecto y consentido de manera desmedida, había matado a su madre que era una santa. Esa mujer que había hecho lo inimaginable por ese muchacho. Opinaban las señoras que rodeaban el cadáver ensangrentado de aquella pobre mujer, que había pagado una deuda que no era suya. Cuando Elvis reaccionó, se dio cuenta de que su madre estaba malograda y sin saber lo que había pasado, se posó sobre ella a llorar amargamente. Eso encendió la chispa del clamor público, que sentía aquel llanto como una forma hipócrita de justificar lo injustificable.
Los cuerpos policiales impidieron el linchamiento. Más, lo que ellos hicieron con él fue peor. Lo maltrataron de una forma bestial, al igual que lo hizo la población reclusa que estaba en aquel sitio detestable a donde fue a parar. Cuando se corrió la voz de que el muchachito que había caído, había matado a su madre a puñaladas porque le negó la comida; de inmediato se dio inicio a una cadena de maltratos y vejaciones con las que pretendían poner a raya a quien no merecía estar junto a ellos, por su actuar excesivamente cruel. Era algo así como un código de ética entre reclusos y habría que acatarlo como una religión. En virtud de cuidar una imagen y resguardar una supuesta buena aceptación, el Estado trató de evitar una masacre que ya se vislumbraba inevitable. Aislaron a aquel psicópata maldito, como desde un primer momento se le llamó. Era una etiqueta, una estigmatización lo que ocurrió con él, a quien desde ese momento llamaron el Monstruo, y como tal fue tratado. El Ministerio Público en su investigación, en su inquebrantable búsqueda de la verdad; olvidó ahondar en alguna enfermedad mental. Pidió de manera tajante, pena máxima para aquel desalmado delincuente.
El proceso penal al que fue sometido resultó muy complicado, más que de ordinario. Elvis no tenía recursos para costear una defensa privada. El Estado se encargaría de representarlo y nadie le pondría el adecuado empeño a su caso. En las tantos diferimientos que se le hacía a su audiencia, se notaba abiertamente la violación constante del derecho a la defensa que él como ciudadano, poseía. Cuando por fin se hizo la respectiva audiencia, Elvis tomó la palabra, en ocasión de declarar apegado a la Constitución. A viva voz declaró que hacía poco más de dos años, le había sido diagnosticada una severa enfermedad mental. Tenía un informe practicado por un especialista que daba fe de lo declarado. El señor juez consideró pertinente su valoración y fue allí donde el doctor Germán entró en acción y su experticia psiquiátrica fue determinante. El joven resultó ser inimputable penalmente, porque estaba afectado por una grave patología mental. Padecía de Esquizofrenia Paranoide para ser más exacto. Fue puesto en libertad y conducido a un centro especializado para enfermos mentales.
El psiquiatra reconoció que tenía miedo. Se sintió poderosamente afligido, desprotegido, vulnerable ante lo que enfrentaba, en virtud de algo que nunca nadie podría entender. Sacó de un cajón que había en la pequeña habitación que ocupaba, un libro. De él, extrajo una fotografía desgastada por el tiempo y la observó con nostalgia. Rodaron varias lágrimas por su rostro. No las apartó como lo habría hecho de ordinario. Dejó que empaparan su rostro como aceptando una derrota inminente. Al cabo de unos cuantos minutos, colocó nuevamente en su lugar aquel compendio, luego de haber guardado el retrato. Continuó recordando aquellas situaciones apremiantes que ayudó a dilucidar con su arte; con aquella ciencia que tanto le había apasionado y que sentía que ahora le apabullaba. Recordó que Agustina, aquella mañana en que se entrevistó con ella mientras, resultaba custodiada en una fría sala del hospital psiquiátrico; lo miró como sólo una hija lo hace con su padre. Era una mirada de inocencia. Nadie lo creería.
Fue un caso muy sonado el de Agustina. Ella era una chica sencilla, hermosa, de piel canela y ojos ámbar. Soñaba con todo lo romántico posible. Se había enamorado y casado, siendo muy joven. Su pareja, padre de sus tres hijos, era un hombre mayor que ella. Aun así, formaron un hogar sólido, arraigado en principios cristianos. Todo transcurría apacible en la vida de aquella familia. Eran poseídos por una excelsa unión. Todos los integrantes sentían la felicidad en cada momento que compartían, porque sentían que se tenían mutuamente. Los muchachos crecían en un ambiente de paz y armonía. Hasta que sin más ni más, Agustina comenzó a dar muestras de una alteración en su carácter. Había sido hasta ese momento, excesivamente dócil con quienes la conocían. En sus labios siempre había una sonrisa para todos ellos.
Repentinamente se tornó arisca, preponderante y agresiva. Su consorte trabajaba todo el día dedicado al comercio informal. Al llegar a casa una noche, encontró a los muchachos encerrados en el cuarto, estaban maltratados. Alguien los había castigado severamente. Luisa, la más grande, le comentó al padre que su mamá les había pegado muy fuerte. No habían hecho nada malo, repetía incansable la niña. Américo no podía creer lo que acababa de escuchar. De no haber sido porque su propia hija lo hubiese dicho, hubiese jurado que era una gran falsedad. Su mujer era una excelente persona y una excelsa madre, nunca lo había dudado. La buscó por toda la casa, pero ella no estaba por ninguna parte. Se había ido desde bien temprano y los chiquillos no habían comido siquiera. Ese día, ninguno fue a la escuela. No fue sino hasta llegada la noche, cuando Agustina se presentó en su casa. Estaba desarreglada en extremo. Se notaba que había ingerido licor, dado que un desagradable hálito la denunciaba. Nunca bebía, salvo de una manera muy ocasional.
Al ser indagada por su marido, no contestó nada. Le dirigió una mirada de desafío y sin más, se metió a la cama sin preocuparse de sus hijos siquiera. Se quedó dormida de inmediato, exhalando una hediondez mezclada con un fuerte olor a aguardiente. Américo notó que tenía los ojos inyectados de sangre. Con sobrada extrañeza, trataba de entender lo que le estaba pasando a su mujer. Era algo demasiado insólito, nunca había tenido queja alguna de ella en los doce años que llevaban compartiendo sus vidas. Era bastante rara aquella actitud brusca, en una persona excesivamente amorosa y entregada a los suyos.
Nunca había hecho nada parecido. Américo se quedó a dormir en el cuarto de sus hijos. No pudo conciliar el sueño, tratando de arreglar las cosas en su mente. Buscaba, sin lograrlo, un destello de luz que le condujese a entender, qué le había sucedido a su mujer. Era ya casi de mañana cuando por fin pudo quedarse dormido. Unos pasos en la casa le despertaron bruscamente. Confundido, trató de orientarse, ya que no era usual que despertara en otro sitio que no fuese su recamara. Recordó lo que había sucedido la noche anterior. Verificó que los muchachos estuviesen en el cuarto. En efecto, los tres estaban dormidos aún.
Se levantó con mucho cuidado, tratando de no hacer ruido para que no se despertaran. Se encaminó raudo hacia la cocina, que era el sitio desde donde hubo escuchado los pasos. Allí estaba Agustina, sedosa, muy coqueta. El cabello lo llevaba recogido en un moño estupendo. Lucía un maquillaje sublime y despedía un aroma sensual. Estaba como todos los días. En contraste con lo observado la noche anterior, se presentaba ante él una mujer muy bonita; la dama que tanto le había gustado, la que aún le gustaba y a quien amaba profundamente. Américo estaba cada vez más contrariado, ya que no percibía en ella un asomo de pesar o de vergüenza por lo que había sucedido hacía apenas unas horas. Se quedó estático frente a su esposa.
Ella lo miró detenidamente, como escrutándolo. No denotaba lo expresado en el ensimismamiento que le otorgaba su esposo, y con lo que pretendía que ella explicara un comportamiento inusual. Nada de eso sucedió. Nada recordaba Agustina. Se sintió extraña esa mañana, al notar su ropa sucia y un desagradable sabor en su boca. Determinó la mujer, que tal vez sin darse cuenta, al entregarse a sus tantos quehaceres; había ensuciado su vestido más de la cuenta y en cuanto al extraño aliento matutino, era algo lógico que se sienta el aliento así al despertar. En verdad no recordaba nada de lo sucedido.
Américo lo tomó con entereza. Supuso, para no irse por la tangente, que la vida es siempre un cúmulo de misterios y que tal vez lo que había sucedido era uno de ellos. Estaba muy confundido, no se podía explicar una conducta repentina que rayaba en lo chabacano en ella, que era un cúmulo de virtudes; la conducta proba la caracterizaba. Sus principios religiosos, hondamente recibidos de sus padres y de sus abuelos, eran su mayor credencial de honestidad y rectitud. Sus hijos estaban recibiendo igual enseñanza y a él eso lo engrandecía. Todos los domingos acudían al sagrado culto y el altruismo los determinaba. Siempre eran prestos a tender una mano amiga a quien la necesitara. Por ello, cuando ella se le acercó con ternura a decirle que ya estaba listo el desayuno, él le preguntó sin rodeos, el porqué de su conducta la noche anterior.