Mientras tanto la vida continuaba. Temblaban las plantas quienes cedían ante su voz de mando. Sus deseos eran una orden y había que obedecerle, nadie sabía por qué. Obedecía el tiempo, y llovía o dejaba de llover sólo porque le daba la gana a Pancho. Las lombrices hacían laberintos subterráneos a más no poder, para fertilizar los suelos por órdenes de él. Era forzada la polinización y las abejas trabajaban más de la cuenta. Los tomates eran más apetecibles. Las lechugas, acelgas, coles, frutas y demás; eran distintos en tamaños y calidad, debido al embrujo de sus palabras.
Se doblegaba así, la naturaleza ante él. Era el sueño de todo mortal.
Por ello era inmensamente rico y feliz. En ocasiones, si estaba de buen humor, solicitaba lluvia para bañarse nada más. En pleno verano, por simple vanidad, solicitaba una extensión de la intensidad del sol. Pasaban hasta dos años de suprema sequedad en aquellos parajes, con sus terribles consecuencias. No le importaba las secuelas de sus actos, total, llovía y se producía de todo en grandes cantidades en los espacios y en los momentos decididos por él; era eso lo único que le importaba. En ocasiones, solo por diversión, hacía ocultarse el sol y que apareciera la luna o todo lo contrario, que en pleno conticinio solitario y romántico, irrumpiera el sol de manera sorpresiva. Las consecuencias eran devastadoras. Hasta hubo un tiempo en que las olas se daban de manera invertida, y las mareas dejaban de serlo para terror de la luna.
Pronto se cansó de manejar la voluntad de aquellos seres inferiores. Dedujo, de manera maligna, que si la serpiente que se arrastra y el caballo que lleva a la gente sobre su lomo, mataron a su adorado padre; si existían era porque estaban vivos. Quería exterminarlos, pero que no fuere muy fácil para ellos. Los animales eran los únicos culpables, las plantas sólo se dejaban comer, ya que no podían evitarlo por más espinas inmensas que tuviesen, pensaba aquel ser demoníaco. Se prometió hacerlos sufrir, y vaya de qué modo. Recordó Pancho cuando era niño y los brazos de una fiebre sin paragón lo abrazaban hasta ahogarle sin remedio alguno, que en esa ocasión un pollo, mediante solo una mirada; le pidió ayuda y él intercedió ante su madre para que le perdonara la vida. De esa manera, pensó Pancho, se había iniciado una epopeya altruista, que por obra de la divinidad, fulguraba para preservar lo muy estimado, la vida. Y era precisamente en ese instante de la vida animal, cuando eran llevados al sacrificio, cuando desataría su venganza, por lo que no visualizó mejor sitio para tal propósito que el matadero; aquel sitio aterrador que siempre lo mantuvo alejado, por su permanente olor a sangre y a muerte.
Existía un elemento fascinante, el matadero, aquel elemento propicio para procurar lo que ciertos animales, no desean ni desearan jamás. El mismo estaba situado sobre una loma contigua a la propiedad. Dirigió sus pasos hacia allá sin ninguna visualización de prisa. Pernoctaban en ese lúgubre lugar, los animales cuyos sino ya estaban sellados con los oscuros abrazos de una muerte que se les acercaba de manera irremediable. Estaban en espera de su turno para ser sacrificadas varias vacas, dos toros y cinco ovejas. Parecían ajenos a lo que les esperaba, más, el extremo temor que sentían las hacía ver calmados a los ojos de cualquier humano, pero no para los de Pancho. Era que no sabían más que hacer, como no fuera aguardar sin otra alternativa, el turno aciago que se les avecinaba. Al ver a Pancho, un destello de esperanza se dibujó en sus rostros y sus ojos brillaron como nunca; creyendo que seguía siendo él, el protector que se comunicaba con ellos con su pensamiento y así, esperanzados como eran, esperaban que los liberara para seguir pastando sin preocupación alguna.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad, ya no era el mismo Pancho de siempre; era ahora un ser inoculado por el odio, quien se presentaba ante ellos. Ahora no sólo mentalmente se podía comunicar con ellos, ahora doblegaría sus deseos, sus vidas y haría obedecerles sin oposición alguna. Y lo hizo inminentemente, les ordenó que se colocaran en fila. Lo hicieron. Se acercó sigiloso y aquellos seres inocentes, miraban aterrados cuando, llevando en su poder una guadaña, descargaba sobre cada uno un certero golpe, pero no en sus cuellos, como era usual para que la muerte llegara rauda; el ataque se producía en sus miembros. Primero las patas traseras de cada uno, los lamentos no se hacían esperar y pesadamente caían hacia adelante en un movimiento oscilante, mientras la sangre escapaba a grandes pasos de sus cuerpos mutilados. Luego hacía lo propio con las patas delanteras y los animales temblaban de dolor y desespero. Así, parsimonioso, pasaba al lado de cada uno de ellos abriendo sus barrigas y sacando las vísceras hasta que, sin prisa, la muerte se posesionaba de ellos.
Francisco guió sus pasos hacia el exterior, embargado de una quietud suprema y de un gran rastro de sangre adherido a su cuerpo. En su rostro una sonrisa se dibujaba complaciente. El desquite llegaba de una manera grandiosa, según él. Los primeros en pagar un pecado inexistente, fueron los pobres animales que ya habían sido destinados a entregar sus vidas, aunque no de la manera como ocurrió. Sintió Pancho que aquello apenas comenzaba. Quería más venganza, más. Necesitaba desatar su rabia, su odio y todos aquellos sentimientos funestos que habían llegado a su vida, tras la muerte accidental de su padre.
Dirigió sus pasos entonces hacia el cobertizo donde pernoctaban los cerdos. Mientras lo hacía, el sol calentaba sin piedad alguna. Miró hacia el firmamento y tras un ligero chasquido de sus dedos, una gran nube evitó que aquellos quemantes abrazos del astro rey lo tocasen. Entró a aquel sitio y de inmediato, un olor característico llegó a sus narices. El gran barullo de esos animales se posesionaba de todo aquello. Al sentir la presencia del hombre, se hizo un silencio absoluto y todas las miradas se dirigieron hacia Pancho. Los animales lo contemplaron con inmensa admiración, pero él no les dirigió un saludo tierno como de costumbre. Lo que si obtuvieron fue, una ráfaga de desprecio que se hizo sentir en una mirada que ofreció para ellos Pancho, al ubicarse en un sitio alto desde donde podía contemplar al gran grupo. Llenos de curiosidad le miraron salir.
No había pasado una hora cuando Pancho regresó. Esa vez se hizo presente con un enorme recipiente contentivo de algo desconocido para los animales; era gasolina, mucha gasolina. La vertió en todo aquel sitio y los animales, huyendo del fuerte olor del combustible, se dirigían en todas direcciones provocando un tropel sin paragón, tratando de resguardarse, sin éxito; ya que el líquido se posesionaba de la totalidad del local. Acto seguido, salió de aquel sitio que tras de sí, se convertía en un verdadero infierno. El sufrimiento fue incomparable. El olor a carne chamuscada se plegó en el ambiente, después de que se acallaron los horrorosos quejidos de los cerdos al quemarse vivos.
Se colmó el ambiente de una complacida carcajada, al sentir que su venganza poco a poco era consumada. Siguió su camino mientras se terminaba de consumir por las llamas, lo que una vez fue un próspero criadero de cerdos. Al pasar frente al corral de las aves, hizo lo propio. En un santiamén las llamas lo devoraron todo. Sentía un funesto placer, pérfido por demás, al escuchar horripilantes sonidos de los animales que eran sacrificados de una manera tal cruel, sólo para satisfacer una tonta venganza; la cual no tenía sentido de existir. Repitió la misma operación, esa vez en las caballerizas. Los desesperados alazanes no daban crédito a lo que sucedía a su alrededor. De pronto, una enorme bola de fuego comenzó a cubrirlos de uno a uno, en su propio encierro. Sentían los corceles, que estaban en el centro mismo del infierno. Sus relinchos inundaron todo el sitio, mientras morían terriblemente quemados.
Pancho no escuchaba razones. Su familia le suplicaba que no cometiera más esas salvajadas; pero como respuesta sólo obtenían una mirada de desprecio. Malhumorado entonces con su madre y hermanos, pedía una lluvia repentina y esta se hacía presente. El fantasma de la inundación inédita que habían sufrido, se hacía presente entonces, por lo que ellos le rogaban que hiciera ceder aquella lluvia atroz que hubo ordenado. Después de tantos ruegos, y cuando sintió que se humillaban ante él haciendo crecer su ego, ordenaba el cese del fenómeno climático aquel. En ocasiones, cuando se molestaba demasiado, decretaba que se hiciera de noche y pasaba así, oscurecido todo, hasta una semana completa.
Y cuando lo prefería, era el sol el que no se ocultaba por tres días seguido. Era por ese motivo, que su familia prefería no contrariarlo. Sentían la vida en un hilo esa gente. Vivían asustados permanentemente, por la nueva personalidad de Pancho, quien distaba demasiado de la que hubo estado presente en el debilucho y enfermizo ser que había sido cuando era un muchacho enfermizo. Con el tiempo, y en virtud de que aquellas atrocidades se repetían cada vez con más intensidad y crueldad, decidieron marcharse lo más lejos posible de su lado, abandonando todo cuanto el difunto Jaime había logrado con sobrado sacrificio. Pensaba Pancho que de todas maneras, ya lo que su padre había logrado había quedado en el pasado. Era entonces su poder el que se hacía presente. Todo aquello era suyo, se lo había ganado con sobrado sacrificio.
Asesinaba de manera cruel, a cuanto animal se cruzara en su camino. Con su enorme poder, había amasado una considerable fortuna y gracias a que su familia lo había dejado completamente sólo, era únicamente suya. Se dedicó a agrandar el matadero, era ese el único sitio que había quedado en pie. Sus vaivenes sobrenaturales en busca de venganza, habían terminado con todo. Se dedicó al matadero, y si lo hizo fue por una sola razón. Compraba diariamente una buena cantidad de reses, ovejas y cerdos, para ser beneficiados en ese local, desde entonces fatídico. La crueldad de Pancho había crecido tanto, como su tristemente célebre fama. Los sorprendidos animales se aterraban, al saber que se dirigían hacia aquel terrorífico lugar de torturas. Ya sabían que les esperaba y si no, Pancho se los hacía saber con una mirada y un pensamiento colmado de un sadismo perverso.
Uno a uno, eran sometidos aquellos seres desafortunados, a una inimaginable tortura, las cuales hacían sentir en pañales, hasta al mismísimo demonio. Lentamente, le colocaba un trozo de metal al rojo vivo en los ojos, mientras que por la zona posterior del cuerpo introducía un grueso pedazo de fierro, igualmente enrojecido al fuego. El sufrimiento era indescriptible, la agonía máxima. Luego de ello, cortaba las orejas, los rabos, las patas; eran mutilados despacio cada uno, no tenía prisa alguna. Después de todo aquello, asestaba una honda herida en los cuellos que otorgaba la gracia final. Se compadecía entonces y les daba finalmente la muerte. Hacía eso diariamente.
Los productores que lo conocían, y a quienes había llegado la fama de Pancho, evitaban venderle sus animales. No había razón para que se les hiciera sufrir de una manera tan cruel, decían. Pero eran amenazados con hacer caer una inmensa lluvia, una granizada, cualquier calamidad sobre sus predios, sino era complacida la lujuria de aquel hombre. Inevitablemente le surtían sus pedidos de animales diversos para su matadero. Y diariamente eran sometidos a aquellas torturas que no tenían ningún sentido. Ni siquiera era aprovechada la carne de aquellos pobres seres, ya que eran apiladas y quemadas para perpetuar así, su interminable sed de venganza.
Un día, cuando se sentía más deseoso de maldad, Pancho se dirigió al matadero bien temprano. La noche anterior había arribado un lote de reses para la matanza. Era únicamente un pequeño grupo de bovinos, vacas viejas, dormilonas y enfermas, además de un enorme semental; al que ya le habían colocado sustituto debido a su longevidad. Se acercó sigiloso y de inmediato las reses se llenaron de pánico. Las miró y les comunicó sus planes. Desesperaron las vacas tratando, sin éxito probable, de resguardarse de aquel perverso ser. Querían huir, pero sus amarras se lo impedían. Las carcajadas de Pancho invadían el matadero. Era una mezcla maldita de miedo y deseo de maldad. Una a una, eran contemplados aquellos pobres rumiantes, los cuales permanecían aterrados. En sus manos, Pancho blandía sendos pedazos de metal, que luego calentaría directo al fuego para hacer sufrir a esos pobres animales con ellos.
Cada vaca se doblegaba antes sus órdenes, se echaban a sus pies. Ya regresaría cuando estuvieren todas listas. Pero cuando llegó frente al toro, este ignoró aquella orden. No podía creer Pancho que sucediera eso. Se concentró al máximo y con su mente daba la orden acostumbrada, pero el enorme animal no se inmutaba. No existía en ese momento dominio alguno. Todo lo contrario sucedía entonces. El inmenso animal miró detenidamente a Pancho. Con sobrado asombro, el hombre contemplaba a aquel viejo toro mientras se paraba sobre sus patas traseras.
Denotaba de ese modo aún más su colosal tamaño. Pancho le ordenaba sumisión, el toro hacía caso omiso. Todo lo contrario, se acercaba luego de haberse retirado las amarras. Poseído de una descomunal fuerza, sobrenatural, aquel animal lo retaba. Con una mirada férrea, se acercaba decidido hasta colocarse frente a frente con Pancho. Tenía movimientos certeros. Era como si se tratara de un hombre pero de tamaño y fuerzas sorprendentes. Con sus pensamientos, el toro desafiaba a Pancho. Le inducía a descargar en él, todo ese estúpido odio que tantas vidas había costado. Pero más allá de haber sembrado de muerte esos parajes, lo que exigía era sólo una pequeña explicación aquel noble animal. ¿Porque ocasionar tanto sufrimiento?
El gran orgullo y la enorme rebeldía de Pancho, no se doblegaban ante la imponencia del Toro, aquel animal que ya despedía con su mirada, una bocanada de justicia. Acorraló con su presencia a aquel hombre, enjuto pero malévolo. Lo arrinconó, lo examinó lentamente con su mirada. Lo despojó de aquellos objetos metálicos que llevaba en sus manos. Ordenó a una de las vacas, que dichos objetos fuesen colocados en aquella llamarada que antes, él había encendido. Estando al rojo vivo, los acercó despacio a los ojos del sorprendido y ahora aterrado hombre. Ambos ojos sintieron aquellos objetos candentes que producían un tortuoso sufrimiento. Era descomunal el dolor que Pancho sentía.
El olor a carne quemada se comenzó a sentir. El hombre estaba arrinconado y suplicaba a su ahora verdugo, clemencia. Pero la mirada altiva y el gesto justiciero del animal descomunal, lo aterraban en extremo. Aunque no podía mirarlo, sentía su respiración rodeándolo. Aquel resuello se acercaba cada vez más. Lo sentía demasiado cerca. El enorme toro pidió nuevamente que calentaran los fierros al máximo. Lo tomó sin hacerse daño alguno. Se dirigió hasta donde estaba Pancho, acurrucado como una cucaracha. Bajó sus pantalones y aquel trasero despreciable era atravesado por el quemante objeto, destrozando todo a su paso.
Finalmente, aquel despojo de ser que temblaba de inmenso dolor, era colgado en todo lo alto por sus pies. Se balanceaba toscamente. El toro, colmado de una inmensa complacencia, le daba golpecitos a Pancho, mientras este se balanceaba en lo alto, tal como lo hace el boxeador en sus entrenamientos. Iba y venía aquel hombre, ataviado de un sufrimiento sin parangón. El animal lo detuvo bruscamente. Introdujo su inmensidad por lo que había quedado de la parte trasera de aquel cuerpo. Lo envestía con furia destrozando más allá de lo que lo había hecho el fierro candente. Cansado de la monotonía y sintiendo a Pancho agonizante, le cercenó la yugular con una certera puñalada. La sangre se vertió y momentos después, se apagó la vida de Pancho. Su venganza había ido demasiado lejos. Los animales se despojaron de sus amarras y salieron en post de la libertad. Luego de lo cual se les vio pastando tranquilamente, mientras que en el interior del matadero, se balanceaba el cadáver de Pancho." Desperté presa de un sobresalto terrible, respiraba con mucha dificultad, dado el inmenso nerviosismo que me cobijaba. Me fui tranquilizando poco a poco, puesto que comprendí que todo había sido parte de lo fantasioso que puede llegar a ser el sueño en las condiciones en las que me encontraba.
Me volví a dormir y cuando desperté ya había amanecido, la mañana está muy fría. Tengo muchas picaduras de mosquitos por todo el cuerpo, y en cada pinchazo hay una pequeña lesión rojiza. Busqué mi pequeño espejo de maquillaje y me miré, estoy sucia y despeinada; parezco una indigente. En este instante se posó un mosquito en mi brazo izquierdo, hizo un pequeño recorrido, se levantó, dio un pequeño vuelo y regresó de nuevo; me quedé inmóvil observándolo. Dio tres giros alrededor de mi brazo, se asentó y se acomodó bien, me picó, sentí fastidio; pero me contuve para que ganara confianza. Se puso rojo y redondo con mi sangre, está satisfecho y confiado. Le pegué una palmada con toda mi fuerza y lo reventé, me desquité con este las picaduras de los otros molestos y dañinos insectos, y también desahogué la rabia de haberme perdido en aquel inhóspito paraje. Observé sus restos sobre mi piel y pensé: "¡Este mosquito desgraciado murió feliz!".