Capítulo 5 5

No hizo más que ir al baño y hacer lo que tenía que hacer antes de acostarse a tratar de dormir un poco. Había sido un día difícil, complicadísimo pero sumamente positivo, dado los descubrimientos que por fin daría a conocer a la luz pública. Seguro estaba, que iba a romper los paradigmas que hasta ese momento, se tejían en torno al objetivo de su experimento. Eso era lo que había estado haciendo. Él lo llamaba de cualquier modo, pero en realidad estaba sometiendo tanto a Elvis como a Agustina, a una experimentación sin haberle dicho a ellos lo que en realidad pretendía.

Más allá de mejorar, si se podía dar ese término, una patología con una terapéutica nunca antes utilizada, el psiquiatra quería éxito; renombre, ir contra corriente. Quería romper con los esquemas que la misma ciencia que él profesaba, había establecido. Quiso el osado psiquiatra, desafiar a las fuerzas que siempre han estado en la parte contraria del bien, a la zaga de Dios y que lo estarán por siempre.

En la soledad lúgubre, detestable y odiada de un aposento; el psiquiatra imploraba perdón al creador, que hasta ahora sentía que existía. Pedía un perdón que no merecía tal vez. En una situación que nunca imaginó que iba a suceder con él y que nunca iba a poder entender. Pensó en ellos, pensó en su familia y pensó en él. Sintió odio hacia sí mismo, hacia todo lo que se había propuesto. No estaba aun completamente seguro de lo que había sucedido. En su casa, al salir de la sala de baño, el psiquiatra sintió nuevamente la brisa espeluznante que lo había estremecido al salir de la oficina. Lleno de absoluto asombro, contempló que su portafolio ardía en llamas. Reposaban allí todas sus anotaciones. De repente todo se cubrió de un manto de oscuridad. Se apagó todo a su alrededor, no se explicaba por qué.

Al cabo de varias horas en las que los bomberos pudieron sofocar el gran incendió, se pudo verificar la magnitud de la tragedia; tres cadáveres completamente calcinados. Las investigaciones determinaron que habían sido asesinados con un enorme puñal, antes de que las llamas lo arrasaran todo. Fue fácil determinar eso ya que, además de los hallazgos en las respectivas autopsias de ley, el objeto utilizado como medio de perpetración; estaba al lado de uno de los cuerpos. Del psiquiatra se desconocía su paradero. Testigos presenciales de la tragedia, declararon a los cuerpos policiales, que lo habían visto salir en veloz carrera con rumbo desconocido. Corría de una manera poco usual en una persona de su edad. Mientras lo hacía, se escuchaba una enorme carcajada que retumbaba en el extenso silencio de aquella funesta madrugada.

Los cuerpos policiales dieron con el paradero del psiquiatra en horas de la tarde. Permanecía en una zona enmontada, presentando lesiones propias de quien se interna en un monte tupido sin la indumentaria adecuada. Al sentir la presencia de los agentes, el psiquiatra se elevó sobre el suelo de manera sorprendente. Los funcionarios actuantes, pávidos en extremo, iban a disparar, pero quien fungía de jefe se los impidió. No había motivos para ello, más que un miedo irrefrenable. La horda de demonios habían penetrado en él, no había duda al respecto. Ellos lo gritaban a viva voz, lo expresaban al unísono; en perfecto castellano. El jefe policial, amigo suyo desde hacía muchos años, había seguido su investigación; el mismo psiquiatra le había hecho varios comentarios. El hecho de sentir las voces de muchos entes a la vez era aterrante. Lucía el cuerpo del médico, una musculatura fuera de lo normal. Su tamaño descomunal lo hacía parecer un monstruo. Sus ojos eran un par de llamaradas. Finalmente y luego de varios minutos que parecieron eternos, el cuerpo cayó pesadamente sobre la vegetación. Una intensa ráfaga de viento extrañamente luminiscente se hizo sentir, y se internó luego de algunos minutos en el suelo mismo, rumbo al infierno tal vez. El psiquiatra desconcertado, miraba a su alrededor.

Preso de miedo y confusión, fue detenido y trasladado al recinto policial donde, luego de leerle sus derechos como a todo ciudadano; fue impuesto de los cargos en su contra. Homicidio intencional calificado por motivos fútiles e innobles, en contra de su esposa y de sus dos hijos. Con el enorme agravante de que también se le responsabilizó del pavoroso incendio que no dejó nada en pie en la casa donde hasta ese día había habitado con su familia. El psiquiatra permanecía ahora en ese claustro, donde nunca daría crédito a lo que había sucedido. La gran colección de libros quedó esparcida, cuando la mesa donde reposaban cayó abruptamente, al momento que él, posado sobre ella; la apartó para quedar balanceándose pendido del cuello con una cuerda, que de manera misteriosa, pudo encontrar a su entero alcance. Elvis y Agustina hicieron lo propio días después, al no soportar la culpa que los atormentaba." Aquella tenebrosa voz finalizó la historia que estaba contando, esfumándose de inmediato ella también para dar paso a aquellas figuras grotescas que continuaran intimidándome de manera brutal.

Intento defenderme y es imposible, ni siquiera puedo moverme, hubiese preferido caer al abismo. Les grité: "¡Suéltenme, desgraciados!". Despierto sobresaltada, un sudor frío baña mi frente y estoy temblando; afortunadamente se trató de una pesadilla, la viví como algo muy real. Miro la hora en el celular y apenas es la una de la mañana, cuando uno sufre el tiempo es eterno. Volví a conciliar el sueño con el temor de volver a seguir sumida en la misma detestable pesadilla. Esta vez me veo en la entrada de una suntuosa mansión, estoy muy elegante, llevo un vestido azul oscuro; el mismo tiene un escote bordado de lentejuelas plateadas y es largo, me llega hasta un poco más arriba de los tobillos. Tengo el cabello recogido con dos grandes horquillas forradas de perlas y uso unos altos tacones negros. No sé qué están celebrando, pero se aprecia bien organizada la logística del evento. Un empleado me preguntó mi nombre, lo buscó en una larga lista y luego me hizo señas para que entrase. Hice un recorrido por toda la mansión buscando a algún conocido y no encontré a nadie.

Elijo quedarme en el salón más espacioso, este está decorado con bellas guirnaldas de luces que se componen de secuencias de varios colores, unas tenues y otras más luminosas, por toda la extensión del lugar. Algo más que llama mi atención son los exóticos ramos de flores que están organizados de forma exquisita por tamaños y colores, haciendo contrate con toda la estancia. La música es excelente y diversa. Hay muchas personas, la mayoría están conformando grupos que departen muy alegres. Las mesas están surtidas con las más variadas clases de licores y excelsos manjares. Me dirijo a la parte de atrás y allí están las cocinas. Un empleado me entrega un folleto donde hay diferentes clases de menú, elegí todo cuanto me gusta. Me senté en una mesa y seguidamente me ofrecieron tres platos diferentes, cada uno de mis manjares preferidos, también una vasija con néctar de piña, un helado gigante y además, una botella de champán.

Sé que no tengo la capacidad de comer tanto, pero probaré de todo hasta donde pueda. La comida está deliciosa, degusté porciones de cada plato y cuando fue suficiente, los hice a un lado. Comí medio postre y seguí con el helado, disfruté su sabor y también su textura cremosa. El champán lo he dejado para descorcharla posteriormente... Estoy reconfortada y satisfecha, mirando los brindis y la fiesta a mí alrededor. Todo es perfecto, hago parte del reino de los elegidos... Una ráfaga de viento frío me despertó. "Ah, era un sueño. ¡Maldita hambre!" Ahora me llegó el disgusto de la breve felicidad y de la dicha muerta.

Pero las detestables pesadillas continuaban haciendo mella de mi atribulada existencia. La voz regresó más imponente. Me gritaba prácticamente la narración de un relato tenebroso: " Pancho era un chico muy simpático, nacido de una familia humilde y de campo, compuesta por sus padres y sus ocho hermanos. Desde niño siempre fue muy debilucho y enfermizo, a tal extremo, que antes de los diez años ya le había dado tifus, lechinas, paperas, sarampión y todas aquellas porquerías eruptivas o no, que les daban a los muchachos antes de que llegaran las benditas inmunizaciones. Era así pues, un muchacho tímido, poco agraciado y sobre todo, esquelético; dado a que poco se ejercitaba con algún juego, sino que se pasaba casi todo el día con un libro a cuesta, leyendo sin parar mientras hubiese luz, y si no la había, se ayudaba con algún cirio que encendía donde fuera que no molestara a nadie.

Afortunadamente su padre se partía el lomo de sol a sol como labriego, para que su familia no pasara penurias y asistieran los muchachos a la escuela. En aquella humilde morada nunca faltaban los ahorros, de esa manera, al notarlo tan mojigato, "Lencha", su madre; podía comprar los libros que a él tanto le gustaban. Todos los muchachos fueron a la escuela, pero de la educación primaria no pasaron, ya que lo que había en el pueblo no daba para más. Luego de ello, se irían al campo a trabajar para ayudar a su padre en tan exigente trabajo, que dejaba demasiado sacrificio y pocas satisfacciones. De todos modos, comida nunca les faltó y libros para Pancho.

Desde muy temprana edad, la madre de Pancho notó que su muchachito tenía algo especial. En ese entonces no sabía si era dos virtudes o dos defectos, eso lo determinaría unos años más adelante, lo cierto era que había en su muchacho, dos particularidades que lo hacían distinto a sus hermanos y en general; a todos los que vivían por esos parajes. La peculiaridad que más sorprendió a su madre siendo aún muy niño, fue el hecho de que manejaba el clima a su entero antojo. Al principio, ella pensó que era un simple juego de un niño fantasioso, tal como siempre lo había sido, paro al observarlo detenidamente, se percató de que el asunto no era como ella lo pensaba. La verdad lo descubrió una mañana que recién se estrenaba. El muchacho no quería ese día, no sabía ella por qué causa, ir al colegio, así que no lo pensó dos veces.

Sin percatarse de que su madre lo estaba observando, Pancho miró al cielo detenidamente, como quien espera un milagro, y con un chasquido de sus dedos pulgar y medio, le dio una orden al tiempo, pues quería que comenzara a llover. De inmediato calló una lluvia que al principio era muy tenue, pero que luego fue creciendo hasta convertirse en una pequeña tormenta que duró dos horas o algo más, y que obligó a todo el mundo a resguardarse en sus casas. Evidentemente que ni él ni nadie fueron al colegio ni a ninguna otra parte ese día, por lo anegado que habían quedado los caminos. La madre lo miró incrédula, pero en un primer momento pensó que era una mera coincidencia y de allí no pasó; aunque se extrañó que, sin haber una pizca de señal de mal tiempo, hubiese caído tremendo aguacero. Así y todo, le restó importancia al hecho.

Lo otro que podía hacer aquel chicuelo, era leer la mente de los animales y comunicarse con ellos. Usaba una especie de telepatía para la comunicación con ellos. Lo descubrió una mañana bien temprano, cuando al apearse de su chinchorro, sin querer pisó la cola de Zapirón, el gato. Este lanzó un maullido tan intenso, que terminó por despabilarlo. De inmediato sintió mucha pena por el animalito, que ya se había alejado como un bólido y lo miraba asustado desde lejos. Pancho también lo miró y con un gesto le conminó a acercarse. El pobre gato, asustado aún como estaba, no se decidía. Sólo movía la cabeza como expresando una duda de si ir hacia él o no. Pancho, con el poder telepático que estaba recién descubriendo, le ofreció disculpas y le prometió una exquisita taza de leche. El animalito, que aún no completaba su cabal desarrollo, asintió con otro movimiento de su cabeza y en ese instante corrió hacia su desde entonces, inseparable amigo y retozaron intensamente un buen rato en la hamaca.

A Pancho no le pareció gran cosa lo que podía hacer. Pensó que como él, podría hacerlo cualquiera que se lo propusiera. Y así, cuando iba a salir a cualquier lado y notaba al ardiente sol, miraba al cielo y chasqueando sus dedos, solicitaba a una nube que lo ocultara momentáneamente para que sus rayos no le molestasen. En ocasiones, cuando sentía mucho frío por las noches, se asomaba a la ventana y, haciendo su acostumbrado sonido con sus dedos, de pronto una calidez tenue lo abrazaba todo. De esa manera dormía plácidamente, sintiendo que era fácil pedir un favor a la naturaleza. Cuando por el contrario hacía demasiado calor, con una petición similar, dejaba de hacerlo, y ya pronto una agradable brisa gélida lo abrazaba todo a su alrededor.

Cierto día, como otras tantas veces, Pancho amaneció con mucha fiebre. Sentía un malestar generalizado que le hacía sentir como si hubiese recibido una gran golpiza, ya que le dolían todos los músculos y también las articulaciones. Se quejaba como un condenado. Lencha, acostumbrada ya a esos pesares del muchacho, le dio a tomar un jarabe que era terrible al paladar. Prometió preparar para mitigar su malestar, un exquisito caldo de pollo. Cuando escuchó esto, Pancho se levantó de inmediato y miró que su madre iba directo al gallinero. No había pasado mucho tiempo, cuando allá venía con un pollo en su haber. El animalito miró a Pancho aterrado. Este a su vez lo miró con un dejo de tristeza. El pollo le suplicó por su vida con aquella mirada lastimera. Pancho imploró a su madre que no matase al ave, que quería, para que se le mejorara el cuerpo, un caldo de vegetales que tenía ganas de ingerir desde hacía días. La mujer confundida, dejó en libertad al pollo y este, mientras corría veloz, miraba agradecido a su benefactor. Luego de que tomó aquella exquisita sopa, se sintió revivir Pancho, pero más lo sintió el pollo. Pronto se inició una loable amistad entre Pancho y los animales.

Desde que descubrió, con asombro, su facilidad de entendimiento con la naturaleza y siendo aún muy joven, al chico le pareció divertido jugar con ello. En una ocasión, luego de ver una bella película, hizo que en pleno verano nevara, tal como había sucedido en el fantasioso film. La gente se horrorizó, ya que nunca se había presentado ese fenómeno en un sitio tropical como aquel; pero aun así, a Pancho le pareció lo más natural del mundo. En virtud del asombro de hasta los animales, la nevada duró poco, tuvo algo de temor Pancho ante sus poderes. De todos modos, el jovencito se sintió muy agradable cuando los suaves copos de nieve se derretían en sus manos. Sintió un pacer indescriptible, al palpar que la naturaleza era tan benévola consigo, al regalarle lo agradable de aquella espectacular nevada que, desde que la miró en la fantasía de una obra cinematográfica antigua, quiso experimentar. No había medido, en su inocencia, el desmedido poder que tenía.

Pancho amaba mucho a su familia y obedecía a sus padres como todo buen chico debe hacerlo. Su mamá se esmeraba para que su familia se sintiera a plenitud, en un hogar que entre ella y Jaime, su esposo, habían levantado a fuerza de sacrificio. El padre de familia, apenas llegaba el alba, se adentraba en el campo a trabajar. Tenía sus animalitos, unas cuantas vacas con un toro de una estampa envidiable. Poseía también unas ovejas, algunos cerdos y dos caballos que lo ayudaban en sus labores. Ostentaba igualmente, dos mulas con las que se valía para el arado, además de la gran cantidad de aves de corral que pernoctaban en los corrales.

Era un trabajo muy exigente el de aquel noble caballero, porque nadie dijo que hacer producir la tierra y los animales era fácil, y él lo sabía muy bien. Mirando lo sacrificado del trabajo de su padre, Pancho acordó una tarde con las vacas y las ovejas, que ellas se esforzarían por producir más leche, a cambio de mejoras en sus condiciones de vida. Tomaban mucha agua desde entonces, escogían los mejores brotes en los potreros que estaban a su entera disposición, hacían esos valerosos animales lo necesario y hasta más, para elevar la producción láctea y en poco tiempo; la misma se hubo duplicado para beneplácito de Jaime, quien no salía de su asombro.

Por otra parte, hizo una apuesta con las gallinas y ellas aceptaron. La que pusiera más huevos sería la campeona. Las retó con ese poder mental convincente que poseía. Ellas aceptaron gustosas y, aunque nadie lo podía creer, pasaban todo el día poniendo huevos, cada hora uno. No bastaba el extremado esfuerzo de toda la familia, para recoger aquella enorme cantidad de huevos, por lo que prácticamente todo el pueblo ayudaba en aquella asombrosa fecundidad avícola. Con todo el revuelo de cacareos, y la enorme cantidad de plumas volando en todas direcciones, las gallinas perdieron la cuenta de la cantidad de huevos que habían puesto esa semana y nunca se supo cuál fue la ganadora. Acordaron que serían campeonas todas. Así sucedía semana tras semana.

A pesar de haber obsequiado gran cantidad de sus productos a las numerosas familias que habían cooperado en aquel arduo trabajo, Jaime se hizo de muy buenas ganancias, vendiendo aquella formidable cuantía de huevos y de quesos, que sus animales produjeron y todo con la inigualable ayuda de Pancho; con su gran poder sobre los animales. Por otro lado, luego de una extensa jornada de siembra, el fenomenal muchacho planificó unas lluvias para el riego. Que fuesen abundantes, pero que a su vez no dañaran los cultivos. Que el sol no se ensañara mucho, que no hiciera tanto frío ni tanto calor. En fin, todo salió a pedir de boca, aun, cuando Pancho hubo extendido el dominio de su poder inusitado hasta las plantas. Entre él y ellas acordaron igualmente que producirían lo mejor de lo mejor. En efecto así fue, en esa nueva zafra, se cosechó diez veces más de lo ordinario. Ya pronto la familia vivía acomodada. En unos pocos años Jaime era un floreciente hacendado, muy querido y también muy envidiado en la región. En aquellos parajes donde no sospechaban siquiera, los extraordinarios poderes de Pancho.

De esa apacible forma pasó el joven Francisco su infancia y su adolescencia. Además de devorar con acuciosidad cuanto libro llegase a sus manos, la pasaba exquisito, haciendo que la naturaleza se doblegara ante él. Llovía o dejaba de hacerlo a su entera disposición. Soplaba el viento o dejaba de hacerlo, solo con un deseo del joven. El ganado y las plantas obedecían de inmediato a sus mandatos. Era un enorme poder, que con el paso del tiempo, podría escaparse de sus manos sino medía el alcance que llegaría tener con los mismos y sus consecuencias.

En cierta oportunidad, cuando se suscitó la acostumbrada carrera anual de caballos de la zona, la noche anterior el muchacho se hubo dirigido a las caballerizas y, estando ya en ella, se acercó despacio y sin que nadie se percatara, hasta el potro que habían seleccionado para tal fin y que estaba siendo preparado rigurosamente desde hacía mucho tiempo; por un experto que había contratado Jaime para tan apremiante competencia. No había premio en metálico, era solo el honor lo que estaba en juego. Con una mirada amenazante, Pancho conminó al corcel a ganar la carrera so pena de someterlo a un tormentoso castigo en caso contrario. El potro se esforzó tanto, que cayó reventado mucho antes de la meta. Sintió mucha lástima Pancho, pero apreció muy bien aquel desmedido esfuerzo del potro ya que sin chistar, le había obedecido tal como le obedecían todos. Fue ese, el inicio de una hecatombe.

Una aciaga mañana que recién había llegado, llevó la tragedia a la familia. Jaime recorría plácidamente, montado sobre su alazán, la inmensa posesión que ostentaba, mientras iba rumbo al matadero que había instalado en sus predios. Repentinamente, una serpiente asustó al caballo, haciendo que el mismo se desbocara. Jaime trató de contener al asustado animal, pero todos sus esfuerzos fueron fallidos, saliendo expelido de manera abrupta. Su cabeza fue a parar contra una enorme roca, quedando muerto en el sitio. Nadie se percató del suceso, sino cuando pasadas las horas, el animal llegó a los alrededores de la casa sin su jinete. Lo buscaron por doquier sin éxito, hasta que Francisco le ordenó al animal que lo llevara hasta donde de seguro tendría que estar su padre. El caballo de inmediato le obedeció y, tras una agotadora carrera, se detuvo justo donde estaba exánime el cuerpo de Jaime.

Eso fue el detonante de la animadversión que desde entonces sintió Pancho por todos los animales. Buscó una escopeta y, ante el asombro de todos, descerrajó un certero disparo al caballo, matándolo en el acto. Sin decir palabra alguna, giró sobre sus talones y antes de entrar a la casa, viró la mirada al cielo y con el característico chasquido de sus dedos, pidió mucha agua. En efecto, llovió durante una semana entera. El agua anegó todo a su paso. Ahogó sembradíos, empantanó esperanzas, inundó muchas vidas.

Cuando le dio su regalada gana, Pancho se paró junto a la puerta y ¡zas!, con otro chasquido, se detuvo el diluvio aquel, dando paso a un sol tan radiante como nunca se había sentido. El agua desocupó el lugar de una manera asombrosa. Era como si la tierra la hubiese tomado toda de un solo trago. Luego de ello, se pudo observar con sobrado estupor, aquel estropicio de gran magnitud. Animales ahogados, cultivos perdidos en su totalidad. Aquel tremendo lodazal, de inmediato dejó de serlo debido a la orden dada por Pancho a los rayos del sol, de que endureciera el suelo y le permitiera caminar por él.

Aún después de muertos, los animales obedecían a los pensamientos del otrora tipo bucólico, convertido entonces en un ser ominoso, de magnitudes insospechadas. Todos aquellos seres que habían perecidos ahogados bajo las desenfrenadas aguas que llegaron con la inundación, se dirigieron autómatas, uno tras otro, hasta un desfiladero haciendo un macabro espectáculo de carnes descompuestas, tripas sueltas y excrementos salidos al momento de caer uno sobre otro hasta que, luego de haber completado la dantesca escena; Pancho les prendió fuego para evitar así, que aquellas pestilencias siguieran ofendiendo sus narices.

Nunca quiso aquel personaje cruel en que se había convertido, tras el deceso del ser que aparte de amar intensamente, admiraba con fervor; creer que lo ocurrido no había sido más que un suceso casual. Lo ocurrido en realidad fue que la serpiente reptaba en busca de alimento como lo hacen todas. El caballo la visualizó y del susto se desbocó. Ninguno de esos animales hizo más que lo que el instinto les dicta a todos ellos. Fue la supervivencia la que les dictaminó, como siempre lo ha hecho y como siempre lo hará, sus pasos en la vida. Jaime hubo comprendido lo que sucedía con el horrorizado animal, por lo que trató de calmarlo; pero el miedo instintivo al reptil ponzoñoso no escuchó razones y fue inevitable el desenlace. No se hubiese tratado de una caída mortal, a no ser porque estaba la gran roca en el camino y, como cosas del destino, precisamente en ella fue a parar su cabeza, ocasionando una inmensa fractura que resultó mortal; dado que su masa encefálica destrozada, salió bruscamente desde el interior de la cavidad craneal.

Pancho se había cerrado de manera permanente al raciocinio, jurando que vengaría la muerte de su padre. El arsenal que usaría para tal fin, sería la facilidad de entendimiento sobrenatural con la que había nacido. La naturaleza, pero sobre todo el reino animal, era responsable de que su héroe de toda la vida ya no estuviese presente. Achacó a la serpiente, su atrevimiento; y al caballo su cobardía. Los consideró, y nadie pudo sacarlo de su error, los únicos causantes de su gran desgracia. Juró venganza y vaya que la tendría. Y no era que podía relacionarse con la naturaleza nada más, era algo que iba más allá. Descubrió a destiempo quizá, que la influencia que tenía sobre ella era preponderante. Solo bastaba un deseo suyo, y en el acto era obedecido por el clima, por los movimientos de la luna, la rotación y traslación de la tierra, y sabrá Dios que otras cosas. Además de ello, los animales, a quienes entonces consideraba seres inferiores, le obedecían sin otra alternativa. Era un embrujo, se trataba de un horrendo encanto con el que buscaba venganza, con el que quería drenar el odio que le había envenenado, sin duda alguna, su alma, la que una vez había sido resplandeciente.

A partir de ese momento, todo el mundo le tuvo temor. No había ser que se situara sobre sí. Ni la madre, ni los hermanos ni nadie, le hacían denotar al menos, una sonrisa. Llegaba a su casa con una mirada altiva y también, con un gesto que despreciaba lo banal que contemplaba a su alrededor. Quería que todo se subyugara ante él, que se hiciera realidad la sempiterna utopía de la prosternación que debería realizar la naturaleza ante el poder del hombre. De esa forma, encerrado en su mutismo supremo, decidió que las fuerzas se situarían a su favor y procedió. Se hizo de mucho dinero con las ganancias que recibía, de aquella fortaleza que hubo refundado de las cenizas que habían quedado, después de la inundación suprema. Había hecho prácticamente una mina de oro con su enorme poder, de lo que alguna vez fue la modesta obra de su padre.

Poseía un rebaño inigualable que cada vez producían más leche por órdenes suyas, por lo tanto, daban excelentes dividendos, tanto la leche como tal, así como sus derivados; excelentes quesos que no tenían rivales. Debido a su enorme poder, la naturaleza lo complacía en demasía. Tenía un enorme viñedo, algo sumamente extraño en ese lugar del planeta, razón por la cual, ostentaba una de las bodegas más importantes de esa parte del mundo. También poseía cosechas de manzanas, peras y hasta de trigo. Todos se preguntaban cómo era posible eso. Por otra parte, tratando en sus restaurantes de complacer culturas ajenas, las cuales exigían carnes gráciles y exquisitas, que provinieran de seres recién nacidos; en sus cartas, los ofrecía como exquisiteces supremas, por ello; sacrificaban a los becerros y corderos apenas emergían de sus madres, para complacer aquellos paladares exquisitos.

            
            

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