Sofía se deslizó dentro. Era una sombra envuelta en una bata de seda negra, lo suficientemente transparente como para insinuar el encaje debajo. No olía a luto. Olía a perfume caro y a oportunidad.
-Dante -arrulló, acercándose contoneándose-. No has dormido.
-Fuera -dije. Mi voz era grava, raspando mi garganta.
-Necesitas consuelo -susurró. Rodeó el escritorio, sus manos deslizándose sobre mis hombros como pesos fríos-. Ella estaba enferma, Dante. Ella inició el fuego. Quería morir. No puedes culparte por su locura.
Pasó las palmas de sus manos por mi pecho, trazando los músculos.
-Somos los sobrevivientes -murmuró, su voz goteando una simpatía ensayada-. Necesitamos vivir. Por la Familia.
Se sentó en mi regazo, montándome. Se inclinó, sus labios separándose para besarme.
Le agarré las muñecas, deteniéndola.
La miré. La escudriñé.
No había tristeza en sus ojos. Solo cálculo. Solo el hambre de un depredador.
-Te alegras de que esté muerta -dije.
-Me alegro de que seas libre -corrigió, acercándose más. La seda de su bata se deslizó, exponiendo la curva de su hombro.
Mis ojos se posaron en su clavícula.
Piel lisa, sin marcas.
Me congelé.
-¿Dónde está? -pregunté, mi voz bajando a un susurro peligroso.
-¿Qué?
-La cicatriz -dije, mi agarre aplastando sus muñecas-. Julia se cayó de un árbol cuando tenía diez años. Necesitó doce puntadas. Tenía una cicatriz irregular y plateada justo aquí.
Los ojos de Sofía se abrieron de par en par. El pánico parpadeó detrás de su máscara. Intentó zafarse. -Yo... me la quité. Cirugía láser. Para verme perfecta para ti, mi amor.
-La cirugía láser no borra las cicatrices de tejido profundo -gruñí.
La empujé. Tropezó hacia atrás, apenas manteniendo el equilibrio con sus tacones.
-Y Julia era alérgica a las fresas -dije, levantándome de la silla como una pesadilla que despierta-. Comiste una tarta de fresas en la cena de ensayo.
-¡Se me quitó! -tartamudeó, retrocediendo hacia la puerta-. ¡La gente cambia!
La aceché. El depredador en mí rompió sus cadenas. El dolor seguía ahí, pero ahora alimentaba algo más oscuro.
Rabia.
-Desaparece de mi vista -dije, la orden vibrando en el aire-. Ve a tu habitación. Si intentas salir de la finca, los perros serán la menor de tus preocupaciones.
-Dante, mi amor, solo estás estresado...
-¡VETE! -rugí, agarrando un vaso de cristal y arrojándolo contra la pared.
Se hizo añicos a centímetros de su cabeza. Huyó, cerrando la puerta de golpe detrás de ella.
El silencio volvió a precipitarse, ensordecedor y frío.
Miré mi propio pecho, el tatuaje entintado sobre mi corazón. Una 'I'.
Itzel. El nombre de nacimiento de Elena. El nombre que solo yo debía conocer.
Había traicionado ese nombre. Había torturado a la mujer que lo llevaba.
¿Y para qué?
Para una extraña de piel lisa y un corazón lleno de mentiras.
Una sospecha terrible y serpentina comenzó a enroscarse en mis entrañas, convirtiendo mi sangre en hielo.
Agarré el teléfono.
-Prepara el coche -ordené a mi jefe de seguridad-. Vamos a la morgue. Necesito ver el cuerpo.