Capítulo 10 VERSÍCULO 10

Diego la vio a tiempo, pudo prevenirla, pero prefirió callar y estudiar su reacción antes de intervenir.

-¡Joder! -chilló Elena sacudiendo la mano.

Apenas había llegado a tocar el pomo de la puerta de la habitación donde estaba encerrada su hija. El niño se asomó detrás de la esquina tras la que se ocultaba.

-Duele un poco, ¿verdad? -dijo acercándose a ella-. Es como meter los dedos en un enchufe. Esa condenada centinela sabe lo que hace.

-Quiero ver a mi hija -exigió Elena con orgullo.

-¡Toma y yo! Debe saber un montón acerca del infierno -repuso Diego-. Por eso hemos venido a la habitación, pero no podremos entrar. ¿Ves ese símbolo tan chulo que hay dibujado sobre la puerta? Pues la mantiene cerrada, y es lo que te ha soltado esa descarga cuando has intentado abrirla. No te preocupes, se pasa relativamente rápido. Yo me he llevado tres.

Elena murmuró algo, maldijo. Estaba furiosa.

-Ha sido Miriam, ¿no? No puede impedirme ver a mi propia hija.

-Pues yo diría que sí. Es lo normal después de la que ha montado la criatura. ¿Qué esperabas? Miriam es una centinela, y muy cabezona.

-Encontraré la manera de entrar -se dijo Elena-. De todos modos no sé qué hago hablando con un mocoso.

-¡Eh! Un poco de respeto -dijo Diego, ofendido-. ¿Acaso te he insultado yo? Ni se me ocurriría. La verdad es que estás muy buena, ¿sabes?

-¡Pero qué dices, niño! -Elena se enderezó, frunció el ceño. El niño prosiguió con el descarado examen que estaba haciendo a las sensuales curvas de la mujer de Mario-. ¡Y no me mires así! ¿Cuántos años tienes? ¿Trece?

-Catorce. ¿Y tú?

-Veintiocho, demasiados para ti.

-¿Y eso qué más da? Tienes un cuerpazo -dijo el niño pasando el dedo gordo por el lunar de su barbilla-. Además, solo estoy mirando, no tienes por qué asustarte.

-¿Asustarme de un crío salido? Mira, si me enfadas, te azotaré hasta dejarte el trasero en carne viva.

-Hay a quien le gustaría eso -replicó Diego-. Ser azotado por una mujer como tú, de cuerpo perfecto, arreglada, que cuida su imagen. Pero yo no, no te inquietes. De todos modos, me gusta admirar la belleza. ¿Por qué te vistes de esa manera si no es para llamar la atención de los hombres? Sí, lo sé, soy solo un niño, pero te gusta que te miren, ¿a que sí? Por cierto, me he fijado en tus ojos, en cómo seguían a Álex. Apuesto a que con él no te pondrías tan violenta.

Elena se asombró de la capacidad de observación y deducción de Diego.

-No piensas como un niño. ¡Qué raro!

-¿Verdad que sí? Hay muchas cosas que no hago como un niño. -Sus ojos chispearon.

-¡Pues conmigo ni lo sueñes! -Elena se rio con desprecio.

-Qué creída eres. No me refería a eso, aunque siento curiosidad. Yo diría que tu marido es un tanto feo. ¡Qué coño! Es tan feo que quita el hipo. Y te saca unos añitos. El tío se lo ha montado bien. Y tú, tan bonita, con un viejo así... Es por la pasta, ¿no? ¡Qué típico! Y qué práctico. Los dos salís ganando. Pero después de ver cómo babeabas con Álex, me pregunto si el delincuente satisface tus necesidades. ¿Qué tal se lo monta el viejo en la cama?

Elena sonrió.

-Definitivamente, no eres un niño normal y corriente. ¿Eres otra rareza como el Gris?

Diego se sorprendió por la ocurrencia.

-¡Qué va, tía! Yo tengo alma, por desgracia. Me causa bastantes problemas, pero no lo puedo evitar.

-Pues tú y tu alma vais a dejar de molestarme. No pienso hablar de sexo con un mequetrefe de catorce años.

-Una lástima -se lamentó Diego-. Te veo muy tensa conmigo, irritada. ¡Que solo soy un niño! ¿No será por la falta de sexo?

-¡Ya me has cabreado! -se enfureció Elena.

Dio un paso hacia Diego con la mano en alto, mordiéndose el labio inferior. El niño cerró los ojos y se encogió para absorber el golpe.

La mano de Elena se detuvo cuando les llegó un fuerte estrépito desde el piso de arriba. Sonó como si echaran una puerta abajo. Diego abrió los ojos, sorprendido, y se topó con los de Elena. La rabia se había desvanecido del rostro de la mujer de Mario.

-¿Qué ha sido eso? -preguntó ella mirando al techo, aún con la mano alzada.

-Averigüémoslo.

***

Huir era la única esperanza. Pero Miriam no era así, no era una sucia cobarde, era una centinela.

Sin embargo, necesitaba ganar tiempo. Desarmada no podía enfrentarse a Álex y al Gris, no tenía ninguna posibilidad.

Tal vez lograra cargarse a uno, al menos. Si la mataban, que no les saliera gratis. Debía decidir a cuál de los dos atacar antes de que lo hicieran ellos.

El Gris movió el pie que pisaba el martillo de Miriam. La centinela sabía que no lo tocaría. Nadie podía empuñarlo salvo ella.

-Creo que esto es tuyo -dijo el Gris lanzándole el arma con la bota-. Se te ha caído.

Miriam contempló el mango de su martillo con desconfianza. ¿Sería una trampa? ¿Un ardid para distraer su atención? Vigiló a Álex, no fuese a lanzarle otro puñal. Estaba quieto, con los brazos cruzados sobre el pecho.

La centinela alargó la mano, despacio, y recuperó su arma.

-¿Qué está pasando aquí? -preguntó

-Ha sido un malentendido -contestó el Gris.

Su actitud no era amenazadora. No daba la impresión de que fuera a resistirse a la detención. De hecho, devolver el martillo sería una auténtica estupidez si pensaba hacerlo. Lo que no entendía...

-Has intentado matarme -dijo la centinela a Álex y le apuntó con el martillo-. Me arrojaste el puñal por la espalda. Y me habrías dado de no ser por Plata.

Álex no varió su postura.

-Te confundí -dijo a regañadientes-. No sabía que eras tú.

-¿Pretendes que crea eso?

-Hay un demonio en esta casa -le recordó Álex-. Uno que ha desbaratado una prisión de runas.

Había algo raro en Álex. Lo normal sería disculparse por su error, manifestar alguna preocupación por haber estado a punto de atravesarla con un cuchillo, no estar a la defensiva.

-Tú y yo encadenamos a la niña -insistió Miriam-. Sabías que estaba a buen recaudo.

-No conocemos su fuerza -repuso Álex-. No podemos estar seguros de que las cadenas la contendrán. El Gris ya cometió el error de subestimarla una vez. ¿Qué quieres que crea si alguien entra derribando la puerta? ¿Qué viene a darnos las buenas noches?

-Llamé, pero no abristeis...

-Ya basta -interrumpió el Gris-. ¿Te habría devuelto tu martillo si quisiéramos matarte? Ha sido un error, Miriam. Déjalo estar.

En cierto modo, no podía hacer nada más. No tenía pruebas en contra de ellos y el razonamiento del Gris era irrefutable.

-Has matado a Plata -señaló asqueada-. Vigila tu mano la próxima vez.

-Ya no podemos hacer nada -dijo Álex-. Es mejor ocultar el cuerpo. Mario y su mujer harían muchas preguntas.

-Estoy de acuerdo -asintió Miriam-. Ocúpate tú que eres el responsable.

Álex no se movió. El Gris cogió a Plata por las piernas y lo arrastró hasta esconderlo debajo de la cama. Se movía con dificultad, cojeaba. La niña-demonio le había hecho más daño del que Miriam había supuesto. Puede que por eso no intentara huir. El cadáver de Plata dejó una mancha roja y alargada. El Gris la cubrió con una alfombra, con evidentes dificultades para moverse.

Álex no le ayudó. Y Miriam no podía. No se arriesgaría a darle la espalda a Álex. Tenía muy presente que, aunque hubiera sido por error, acababa de intentar apuñalarla.

-¿Qué ha sido ese ruido? -preguntó Mario Tancredo irrumpiendo en la habitación.

Antes de que pudieran contestar, llegaron Elena, Sara y Diego, impacientes por saber qué había pasado.

-La puerta se había atrancado -mintió Miriam-. He tenido que echarla abajo.

-¿Eso es todo? -preguntó el niño, decepcionado-. ¡Bah! Esperaba algo más. Eh, Sara, ¿dónde estabas?

-Buscándote -contestó ella-. Plata me pidió que te encontrara.

-¿Y dónde está él? -repuso Diego-. Qué raro que no esté por aquí...

-¡Callaos! -rugió Mario-. Gris, necesito que liberes a mi hija ahora mismo.

-No puede -dijo Miriam-. ¡Atrás todos! Esto no os concierne. Gris, se te acusa de la muerte de Samael. El cónclave exige tu presencia. He venido a escoltarte ante los ángeles. Te ordeno que no opongas resistencia y me acompañes pacíficamente.

El Gris no habló. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra. Miriam temió que se estuviera preparando para escapar, pero lo descartó enseguida. Le dolía la pierna. La centinela se dio cuenta de que le costaba mantenerse en pie. Su inexpresivo rostro disimulaba decentemente su debilidad, pero ella le conocía, advirtió el casi imperceptible temblor de su mejilla, la leve inclinación de su cabeza y la diferencia de altura de sus hombros. El Gris no se encontraba bien en absoluto.

-Miriam -dijo Álex-. No te lo vas a llevar. No puedo consentirlo.

La centinela apretó el mango del martillo.

-Estoy de acuerdo con él -le apoyó Mario-. Necesito que ayude a mi hija.

-Tú, cállate -le increpó Elena-. ¿No has oído que es un asesino? No va a tocar a mi pequeña.

-Miriam, ¿no puedes dejarle? -preguntó Sara-. Eres la única que quiere llevárselo. No te importa la niña. Silvia no se merece quedar poseída.

La centinela los barrió a todos con una mirada fría.

-Me da exactamente lo mismo -respondió-. Tengo órdenes que cumplir, y es lo único que me importa. Estoy aquí bajo la máxima autoridad, y no retrocederé ante nada. Díselo, niño, cuéntales lo fácil que es hacerme cambiar de opinión.

-Tiene razón -confirmó Diego-. Esta zumbada cumpliría las órdenes de esos inútiles alados aunque la mandaran saltar desnuda a un volcán en erupción. Es una fanática sin cerebro, no se puede razonar con ella.

-Gracias, niño -dijo la centinela-. Y ahora se acabó la charla. Apartaos o enfrentaos a mí, no hay otra solución.

Elevó el martillo con gesto amenazador. Mario dio un paso atrás, tropezó con Sara. Álex continuó imperturbable. Diego resbaló, cayó al suelo, se levantó y salió disparado de la habitación.

-¡Deteneos! -Fue la primera vez que Sara escuchó al Gris alzando la voz-. Nadie se enfrentará con ella. Miriam, baja el martillo, por favor, no te hará falta. -La centinela se relajó un poco, pero no guardó su arma-. ¿Cuándo se reúne el cónclave?

-Dentro de cuatro días.

-Te acompañaré sin ofrecer resistencia...

-¡De eso nada! -soltó Álex.

-¡Basta! Esto es asunto mío. -El Gris se tambaleó, le falló la voz. Sara hizo ademán de correr en su ayuda, pero una severa mirada de la centinela la congeló en su sitio-. Esto es entre los ángeles y yo. Miriam solo es una mensajera. Que nadie vuelva a meterse en medio. -Hizo una pausa, le faltaba el aliento-. Te conozco, centinela, y tú a mí. Puedo expulsar a ese demonio si me dejas, y luego te acompañaré. Si dentro de tres días no lo he logrado, lo dejaré para comparecer ante el cónclave, pero no hay razón para no intentar salvar a la niña.

Álex apretó los dientes.

-Podrías escapar... -repuso Miriam-. ¿Y desde cuándo te preocupa tanto una niña?

-Concédele tres días -pidió Mario-. No te suponen nada y pueden salvar a mi hija.

-No huiré, solo retrasaría lo inevitable -aclaró el Gris-. Te doy mi palabra.

Nadie habló, todos aguardaban la respuesta de la centinela.

-De acuerdo -dijo Miriam al fin. Por extraño que fuera confiaba en su palabra. La daba pocas veces, pero nunca la rompía-. Pero te someterás a mi vigilancia. -Ató el martillo a su muslo y sacó una pulsera de plata con unas runas grabadas-. Póntela. La llevarás en todo momento para que yo sepa dónde estás. Si te la quitas o sales de Madrid, iré a por ti. Y estoy autorizada a emplear cualquier método a mi disposición. Los ángeles requieren tu presencia, pero no tiene que ser con vida.

-No te preocupes, les conozco. -El Gris tomó la pulsera y se la puso en la muñeca derecha. Le costó, su pulso no era firme-. Y sé cómo motivan a los centinelas. No saldrías muy bien parada si no me entregas vivo o muerto, ¿me equivoco?

Miriam no contestó.

-No estoy de acuerdo con este trato -dijo Álex.

-Pero yo sí -repuso el Gris.

Le falló la rodilla y cayó, tuvo que apoyar la mano en el suelo. Sara le sostuvo del brazo y le ayudó a levantarse.

-Tienes muy mal aspecto...

-Estoy bien. -El Gris se volvió hacia Mario-. ¿Sellamos el trato? Como ves, no tengo tiempo que perder.

El millonario reaccionó con demasiado entusiasmo.

-Por supuesto, ahora mismo -dijo remangándose los brazos.

-¡No! -rugió Elena-. Es mi hija y yo decido. Ese asesino sin alma no tocará a mi hija.

-¡También es mi hija! -estalló el millonario-. No voy a dejarla así. Contamos con la supervisión de una centinela. ¿Qué más necesitas? Si quisieras de verdad a Silvia, cerrarías el trato en mi lugar.

-¿Y dejar que ese me ponga la mano encima? -escupió Elena-. ¡Jamás! Y te advierto una cosa. Si aceptas, ya sabes lo que sucederá. Si dejas que tan solo roce tu alma, despídete de volver a tocarme, tenlo bien presente -añadió con todo el desprecio del mundo.

-Lo hago por Silvia.

El Gris cojeó, se interpuso entre Mario y su mujer.

-Aún no -dijo al millonario-. ¿Entiendes todas las implicaciones del trato?

-Perfectamente -respondió Mario.

-Bien, porque no hay marcha atrás. Y no hay garantías de éxito.

-Asumo el riesgo, estoy preparado.

-Perfecto. Entonces empezamos mañana -explicó el Gris-. Se necesitan preparativos -añadió al ver la expresión de Mario-. Y yo tengo que descansar. Al caer la noche volveré y lo primero que haremos es cerrar el acuerdo. Miriam me llevará a donde necesito ir.

-¿No será un truco? -preguntó la centinela.

-¿De qué te sirve que muera a manos del demonio por no restablecerme? Además, llevo la pulsera -añadió agitando la muñeca.

Miriam asintió. Álex gruñó y protestó. Elena también murmuró algo.

-Te acompañaré -se ofreció Sara-. Apenas te tienes en pie, me necesitas.

-No, aquí eres más útil -dijo el Gris-. Hay trabajo. El niño y Álex saben qué hay que hacer. Yo volveré cuando se ponga el sol.

Miriam se situó al otro lado del Gris y la miró. Sara le soltó, entendió que la centinela se ocuparía de él.

-Un momento -dijo Mario-. ¿De verdad eres tan bueno?

El Gris alzó la cabeza con gran esfuerzo.

-Lo soy. ¿Quieres echarte atrás? Estás a tiempo.

-No. Quería oírtelo decir.

El Gris entornó los ojos.

-Estupendo. Es mucho mejor que confíes en mí porque mañana por la noche voy a torturar a tu hija hasta el borde de la muerte...

Y se desplomó de bruces sobre el suelo. Su cuerpo rebotó y permaneció inerte.

            
            

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