Hay una magia indiscutible en saber qué nos deparará el futuro. Se aprecia en la particular sonrisa que ilumina el rostro de quienes descubren su porvenir.
Sara conocía muy bien esas sonrisas, pues eran sus palabras y su arte los que las causaban.
Las dos jóvenes que acababan de entrar no eran diferentes de la mayoría. Sus ojos brillaban con la misma expectación de todos los que acudían a su consulta. Independientemente de sus motivaciones personales, nunca faltaba ese destello de impaciencia, de querer saberlo todo cuanto antes.
La chica morena, la más alta y rellenita, dejó caer el telón que hacía las funciones de puerta y el bullicio de la feria quedó razonablemente amortiguado. Era imposible aislarse por completo de la atmósfera festiva que acompañaba a todas las ferias. Cada puesto tenía su propia música, los feriantes ofertaban sus atracciones o sus mercancías, y los visitantes cantaban, gritaban y reían. En resumidas cuentas, disfrutaban. Una feria silenciosa sería impensable, aburrida y sin ningún tipo de encanto.
Las dos chicas miraron con los ojos muy abiertos la infinidad de objetos que adornaban la tienda de Sara. Había frascos de diversos tamaños y formas, muñecos pequeños, multitud de libros en las estanterías y muchas figuras colgando del techo, casi todas de animales exóticos, como dragones. Observaron durante unos segundos la fiel representación del firmamento nocturno que estaba dibujada en el techo. La luz de la estancia era muy tenue, pero los planetas y las estrellas refulgían, mientras el aroma del incienso arropaba a las dos visitantes.
-Bienvenidas -dijo Sara.
-Hola -respondió la morena-. Veníamos a... consultar...
-Quiere saber si un chico está enamorado de ella -intervino su amiga.
La morena le dio un codazo.
-Ya veo -dijo Sara, divertida-. Sentaos y veremos qué se puede hacer.
Era una petición muy usual, y más tratándose de adolescentes. El amor suscitaba la mayoría de las consultas que recibía, y eso a Sara le encantaba. No se le ocurría una motivación mejor.
Por fortuna, prácticamente todos los que requerían sus servicios perseguían buenos fines. Resolver conflictos con amigos o familiares, conocer el desarrollo futuro de una enfermedad y su posible curación, cosas así, siempre lideradas por el amor y las cuestiones económicas. También había gente interesada en la vida después de la muerte, pero en general nadie albergaba malas intenciones. Solo en un par de ocasiones, Sara tuvo que negarse a atender la consulta. Se trataba de un hombre que buscaba el modo de dejar lisiado a su jefe, y de un chaval que quería castigar a su novia por haberle engañado con otro. Por lo visto tenían la idea de que Sara era una especie de experta en vudú.
Las dos chicas se sentaron frente a la mesa del centro de la tienda. Sara apartó una bola de cristal, y encendió una vela blanca, alargada y gruesa, que descansaba sobre un platillo cubierto de pétalos de rosas, cuarzos y monedas herrumbrosas. Un hilillo de humo ascendió retorciéndose y se fue esparciendo por las lonas que hacían las veces de paredes.
-¿De verdad puedes ver el futuro? -preguntó la enamorada.
-No siempre -contestó Sara manteniendo el misterio-. Es un arte complicado y requiere mucho esfuerzo. Decidme vuestros nombres.
-El mío, no -dijo la amiga-. Yo no creo en estas cosas. Solo la acompaño para que deje de darme la paliza.
-Yo soy Carolina y ella es Marta. Le da vergüenza admitir que esto le gusta tanto como a mí.
-De eso nada. Yo no quería venir, no lo olvides.
-Pero ya que habéis venido, puedo intentar ayudaros -dijo Sara-. Carolina, dame tu mano. Extiéndela con la palma hacia arriba. Eso es, así.
Sara estudió con atención las líneas que surcaban la joven palma de Carolina. Repasó cada trazo con mucho cuidado y se concentró...
-Veo dos chicos muy importantes para ti... -comenzó a decir Sara sin despegar los ojos de la mano de la chica-. Pero no sabría decir a cuál quieres más.
-Solo me gusta un chico -le corrigió Carolina con cierto escepticismo.
-Ya te dije que esto es un timo -le recordó Marta.
-Uno de los chicos es muy alto -continuó Sara sin prestar atención a sus protestas-. Habéis discutido hace poco. Fue una discusión muy fuerte, pero os queréis a pesar de ello... No te sientes bien por lo sucedido. La culpa te corroe por dentro.
-Ese es mi hermano. Nos peleamos la semana pasada. Me ensució mi mejor vestido antes de la fiesta y yo le destrocé su cazadora favorita. Es alucinante, ¿cómo lo has sabido?
-Porque tú se lo acabas de decir -gruñó Marta.
Sara obvió el comentario.
-El otro es bajito y ha sufrido un accidente recientemente. Estuvo en el hospital.
-Sí, ese es Jaime -dijo Carolina muy contenta -. ¿Cómo lo has sabido?
-Porque fuiste a verle -respondió Sara alzando la cabeza y mirándola a los ojos-. De modo que Jaime es la razón de tu visita.
Carolina asintió.
-¿Puedes ver si yo le gusto y si acabaremos juntos?
-Eso es ridículo -interrumpió Marta-. Nadie puede ver el futuro.
-¿Y qué hay de lo que acaba de adivinar? ¿Lo consideras suerte?
-No tengo ni idea, pero no me lo trago. Y eso era el pasado.
-Para responder a tu pregunta necesito algo que pertenezca a Jaime. Una prenda o...
-Tengo su libro de Matemáticas -dijo Carolina sacándolo del bolso y poniéndolo sobre la mesa. El humo de la vela iba ganando densidad poco a poco, impregnando el ambiente de una curiosa niebla-. ¿Bastará con eso?
-Ahora lo veremos.
Sara puso su mano derecha sobre el libro y cerró los ojos. Esperó unos segundos y entonces retiró la mano bruscamente.
-¿Qué has visto? -preguntó Carolina.
-A ese chico, Jaime -dijo Sara con un leve temblor en la voz.
-¿Por qué pones esa cara? ¿Hay algún problema? No me quiere, ¿verdad?
Sara tardó en responder.
-¿El accidente fue una caída..., desde un árbol?
Marta abrió mucho los ojos, visiblemente sorprendida. Carolina se puso nerviosa.
-Fue una caída, pero por una escalera. Se pondrá bien, ¿no? -dijo sin disimular su temor.
-Sí. Solo se rompió una pierna -la tranquilizó Sara.
Carolina respiró aliviada.
-Es impresionante lo que puedes ver. ¿Solo con tocar el libro has visto su pierna rota? Alucino. -Carolina le dio un codazo a su amiga lleno de entusiasmo-. ¿Qué hay de sus sentimientos? ¿Saldrá conmigo?
-¿Por qué no le preguntas a Sara por vuestros hijos? -dijo una voz grave con un deje de indiferencia.
Las tres se volvieron hacia una esquina. Una figura emergió de las sombras cortando el humo que flotaba en la estancia. Era un hombre alto y estilizado, que ocultaba su figura bajo una gabardina negra que le llegaba por debajo de las rodillas. Calzaba botas altas de cuero, oscuras y silenciosas. Tenía los ojos entrecerrados y expresión seria. Su rostro estaba limpio de arrugas, lo que le confería cierto aire de juventud, que contrastaba claramente con su cabello corto y plateado.
-¿Quién es ese? -preguntó Marta, perpleja.
-¿Ha estado ahí todo el rato? -quiso saber Carolina.
Sara se quedó momentáneamente paralizada por la sorpresa. Iba a decir algo pero el hombre se adelantó.
-No importa quién soy. ¿Por qué no le preguntas a Sara por el nombre de tus hijos con Jaime? -le preguntó a Carolina.
-¿Cómo? No entiendo...
-Si tanto confías en sus dotes de adivinación, ¿por qué no hacerlo? También podrías preguntarle por tu boda. Así sabrás si se corresponde con la de tus sueños. Luego por la luna de miel y te ahorras darle vueltas a los posibles destinos. Ya puestos, pregúntale si Jaime te engañará con otra mujer alguna vez, y si Sara te dice que sí, puedes evitar casarte con él...
-Ella ha visto cosas que no podía saber... -protestó Carolina.
-Seguro que sí -dijo el hombre con el mismo tono neutro-. Podemos preguntarle por el siguiente número de la lotería y así todos tendremos la vida resuelta. ¿Qué te parece? No, espera. Eso no funcionará a menos que le traigamos una de las bolas que ruedan en esa jaula gigante para que la toque... ¡Qué lástima! No nos queda más remedio que seguir con nuestras vidas. Tendremos que aprender a tomar decisiones solitos y a pensar por nuestra cuenta.
Las dos chicas se amedrentaron ante aquellas palabras que les arrojaba un desconocido con tanta dureza, sin tregua. Sara comprendió que la oscura estampa del hombre intimidaba a las dos adolescentes.
-Debéis disculparme. Este es mi ayudante -mintió, intentando tranquilizar a las chicas-. Ya se iba...
-No -atajó el desconocido-. Me quedo. Son ellas las que se marchan. -Su mano derecha desapareció entre las sombras de su gabardina y volvió a asomar con un par de billetes que les tendió a las dos amigas.
Carolina salió de la tienda claramente asustada. Marta la siguió pero cogió primero los billetes y el libro de Matemáticas de Jaime.
-¿Quién eres? ¿Y cómo te atreves a interrumpirme? -se enfadó Sara en cuanto cayó el telón de la puerta.
-¿No te asusta estar a solas con un desconocido? -preguntó el hombre.
Se acercó a la mesa y apagó la vela con un soplido. La tienda quedó iluminada por la escasa luz que derramaba una bombilla medio fundida que se balanceaba en el techo.
-No estoy sola -repuso Sara con determinación-. Hay miles de personas en la feria. Y no te tengo miedo. Quiero saber por qué has echado a las chicas.
-Porque ando escaso de tiempo y necesito consultarte. Pago muy bien.
-No me parece...
-Mil euros por una sola pregunta.
A Sara no le gustaba la voz de aquel hombre. Demasiado monótona, carecía de pasión, de fuerza. No sucedía lo mismo con sus ojos. Eran grises, como su pelo, y aunque no brillaban, se adivinaba una gran determinación tras ellos. Se preguntó qué edad tendría ese semblante liso y severo.
-Tendría que ver primero el... -Sara no terminó la frase.
La mano del desconocido salió de nuevo de la gabardina y dejó dos billetes morados sobre la mesa. Sara los tocó. Eran dos billetes auténticos de 500 euros. Su situación económica era muy ajustada y no podía desperdiciar una ocasión tan fácil de ganar esa cantidad.
El desconocido tomó asiento y Sara se fijó en que los tacones de sus botas no resonaban sobre la madera del suelo.
-No me has dicho tu nombre -señaló Sara.
-Esa es precisamente la pregunta que quiero hacerte.
-¿No sabes cómo te llamas?
-Amnesia.
El hombre extendió la mano con la palma hacia arriba. Sara no percibía nada amenazador en el desconocido, pero había algo que la mantenía en guardia. Ese hombre tenía algo extraño, especial, tal vez único. Tomó su mano con mucho cuidado y la estudió.
Había un símbolo tatuado en la palma que no supo identificar, con trazos irregulares, como si fuera el resultado de una chapuza. Sara lo eludió y se concentró en los pliegues de la mano. El tacto de la piel era frío y suave.
Algo sucedió. Nunca antes había pasado por una experiencia similar. Repasó los trazos una y otra vez, como había hecho en tantas ocasiones. ¿Cuántas manos habría leído en su vida? Miles, sin duda. La que tenía ahora ante sus ojos la sorprendió más que ninguna desde que descubriera su facultad.
-No veo nada... -balbuceó, atónita. El hombre no habló-. Es imposible. ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes ocultar tu nombre? Y no me mientas. He leído las manos de gente con amnesia en otras ocasiones. Sé que no es eso.
-¿Puedes ver algo de mi pasado aunque no sea mi nombre?
Sara probó de nuevo. Fue como intentar derribar un muro a puñetazos. Jamás se había sentido tan frustrada.
-Nada en absoluto. Lo siento.
-Entiendo.
No sonó decepcionado, ni como un reproche. Sara no sabría juzgar el estado de ánimo del desconocido, pero estaba segura de una cosa: no se había ganado los mil euros.
-No soy una farsante. Yo...
-Lo sé. Una farsante se habría inventado algo. Pero tenía que comprobarlo, ya que mentiste a la chica.
-¿De qué hablas? -se enfadó Sara, y entonces reparó en algo que la asustó un poco-. ¿Cuánto tiempo llevas dentro de la tienda?
-El suficiente.
Entonces, ¿cómo era posible que no le hubiera oído? Sara se sintió desprotegida, y eso no le gustó.
-Ya basta. Quiero saber quién eres o te echaré de aquí.
-No tengo nombre, pero me llaman el Gris.
-Eso es absurdo, un cuento que no me trago.
-Pero has oído hablar de mí, ¿no es así?
-Aquel que no tiene alma... -recitó Sara con desgana-. Algunos dicen que eres único, pero la mayoría piensa que eres un demonio, una aberración de la naturaleza. Bobadas. Conocí a otro que se hizo pasar por el Gris. Era un indigente y contaba historias para mendigar. Incluso una vez vi a un niño normal diciendo a su madre que quería una gabardina como la del Gris. Supongo que por eso la llevas, porque has escuchado el mismo cuento, un buen detalle.
-¿Y cómo explicas que no puedas leer mi mano?
-¿Insinúas que es porque no tienes alma?
-No me gusta esa palabra.
-Tendrás que darme alguna prueba -dijo Sara.
-Enciende la vela.
Sara lo hizo. El hombre acercó la mano lentamente y la detuvo a un palmo de la llama. Sara no vio nada fuera de lo normal y se lo indicó con un gesto lleno de desdén. El hombre se limitó a mirar hacia abajo. Sara siguió la dirección de sus ojos y lo vio.
Se levantó de un salto involuntariamente.
-¡Cielo santo!
-No tienes por qué asustarte -aseguró el Gris.
-No puedo creerlo. ¡Es verdad! ¿Qué quieres de mí? Sé defenderme, te lo advierto.
El Gris permaneció inmóvil, sin reflejar emoción alguna.
Ahora Sara notó el miedo floreciendo en su interior pausadamente. De repente, todas las habladurías resultaron ciertas y descubrió que le incomodaba estar a solas con alguien de quien no se sabía gran cosa. Y lo poco que se comentaba no era bueno.
-Deberías sentarte -sugirió el Gris-. No he venido para nada que hayas podido escuchar en esas historias.
Sara volvió a sentarse, avergonzada. Había reaccionado como una niña asustada y el Gris no había hecho absolutamente nada amenazador. Sin embargo...
-Dicen que buscas almas, te comparan a un demonio. Haces tratos oscuros con la gente. ¿Es cierto?
-¿Creerías mis palabras? Es mejor que veas por ti misma a qué me dedico.
-No entiendo...
-He venido a ofrecerte un puesto en mi equipo. Necesito tus facultades.
-¿Para qué? No voy a involucrarme en nada malo...
-Tengo poco tiempo -le cortó el Gris-. El bien y el mal son relativos. Necesito una respuesta.
Sara vaciló. El Gris era una leyenda, un misterio viviente. Solo se sabía de él que era un hombre sin alma que se encargaba de ciertos asuntos relacionados con temas sobrenaturales. La curiosidad natural de la vidente bullía de emoción en su interior, pero necesitaba tiempo para asimilar que lo que siempre había creído una leyenda estaba sentado frente a ella, repasando su pelo plateado con una mano tatuada, y pidiendo su colaboración.
Sin embargo no podía desechar los rumores.
-Dicen que te enfrentaste a un ángel, incluso que llegaste a pelearte con él -dijo Sara-. No quiero romper el código, ni hacer nada incorrecto.
-¿Has visto alguno?
-¿Algún qué?
-Algún ángel. Por tu cara entiendo que no. No son como imaginas, y lo que hayas podido oír dependerá de quién te lo haya contado.
-No estoy de acuerdo -repuso Sara, disimulando la emoción de escuchar a una persona que ha estado con un ángel-. Solo alguien malvado podría...
-Ya he oído ese argumento. Entonces, ¿por qué mentiste a la chica?
-¿De qué hablas?
-Su novio no se cayó por las escaleras. Lo viste al examinar el libro de Matemáticas.
Sara abrió los ojos, sorprendida.
-¿Cómo lo sabes?
-Mentiste, ¿es eso correcto?
-Tú las echaste. Se lo hubiera dicho. Era por su bien, trataba de ayudarla...
-¿De verdad lo habrías hecho? -dijo el Gris-. No te veo diciéndole a esa chica que su amorcito se rompió la pierna mientras estaba con su amiga, que esa otra chica que la acompañaba y fingía ser su amiga, estaba saliendo con el chico que le gustaba. En resumen, no te veo rompiendo el corazón de esa cría.
Sara apretó los labios. ¿Cómo podía saber tanto?
-Si no se lo había dicho era para evitarle el dolor...
-Es una adolescente -atajó el Gris-. Tiene que aprender, que experimentar por su cuenta. No recurrir a adivinos.
-No soy una adivina. Y como veo que ya lo sabes todo, dime por qué me pediste que te leyera la mano.
-Era una prueba y la has superado. Ahora se acabaron las tonterías. Sabes perfectamente de qué va todo esto. Mi grupo investiga todo lo que siempre te ha apasionado. Estoy aquí para invitarte. ¿Aceptas o no?
Sara se quedó en blanco. Deseaba aceptar con todas sus fuerzas, su instinto se lo exigía. Tal y como había dicho el Gris, el mundo sobrenatural era su verdadera pasión.
-Quiero ser sincera contigo. Me encantaría aceptar, de verdad. Pero a menos que desmientas lo que se dice de ti, no voy a acompañar a alguien tildado de demonio. No voy a romper el código. Por no hablar de tu presentación, por ejemplo. Me has espiado, has interrumpido la consulta y espantado a mis clientes sin siquiera disculparte. No confío en ti.
-Aprecio tu sinceridad -dijo el Gris, imperturbable-. ¿Un «lo siento» habría cambiado las cosas? No contestes, me da exactamente igual. Voy a tranquilizarte en un aspecto. No tendrás que romper el código, de eso ya me encargaré yo. Y voy a corregirte en un error. No soy un demonio, sabes que no podría mentirte en eso mucho tiempo.
-Pero dicen...
-Tampoco estoy de parte de los ángeles. Pero eso no te atañe, venir conmigo no implica adoptar mis creencias, eres libre de pensar y actuar como quieras. Y no te salpicarán mis actos, me afectarán solo a mí, como debe ser.
-Aún no sé qué ganaría contigo.
-Deja de buscar excusas. Sí lo sabes. ¿Crees que contestar las dudas insulsas de los humanos es lo mejor que puedes hacer? Hay otro mundo ahí fuera y conmigo encontrarás respuestas.
Sara reprimió el impulso de preguntarle si no se consideraba un ser humano. Todo era muy confuso, se sintió desconcertada.
-Ayudar a los demás no es perder el tiempo -se defendió-. Todavía no sé qué pensar de ti.
-Tienes un día para pensarlo. -El Gris se levantó de repente. Sacó una tarjeta y la dejó sobre la mesa-. Si te interesa, preséntate en esa dirección mañana, al caer el sol. No te retrases.
-¡Espera! -grito ella. El Gris se detuvo frente a la salida, de espaldas a ella, pero no se volvió. Sara solo veía una capa negra cayendo sobre unas botas de cuero-. ¿Qué tendré que hacer?
-Tenemos un trabajo que realizar. Cuando lo terminemos podrás decidir si confías en mí o si te marchas. Es una oferta muy razonable.
-¿Veremos a algún ángel? -preguntó ella.
-Espero que no. No me llevo muy bien con esos idiotas últimamente.
-Entonces, ¿de qué se trata? Quiero saberlo antes de tomar una decisión.
El Gris se giró, la miró fijamente.
-Vamos a matar a un demonio.