Capítulo 9 VERSÍCULO 9

Era una biblioteca preciosa, circular, forrada de madera, con gruesos tomos de todos los tamaños y colores vistiendo las paredes.

Sara se detuvo sobre la mancha que había en el suelo, justo en el centro. Era de color marrón oscuro, de aspecto pegajoso.

-Por fin te encuentro -dijo Plata.

Su alta figura se acercó hasta ella con paso tembloroso.

-¿Me buscabas? -preguntó Sara ofreciendo su brazo.

Plata se aferró a él como si le fuera la vida en ello.

-La verdad es que no, no te buscaba. Seguramente por eso he tardado tanto en encontrarte -reflexionó. Se inclinó peligrosamente hacia adelante, hacia la mancha del suelo, pero no llegó a caer, recuperó el equilibrio por sí mismo-. Voy mejorando. Odio la sangre de perro.

Sara miró de nuevo la mancha marrón.

-¿Eso es sangre de perro? -preguntó con desagrado.

-Ese demonio es idiota -dijo Plata-. No entiendo para qué se bebió la sangre de un chucho asqueroso. Es absurdo, denigrante, no sirve de nada, y encima sabe a residuo del infierno. -Plata se pasó el dorso de la mano por la boca-. Si fuese sangre de dragón lo entendería. Te pone fuerte, te sale pelo en el pecho, y es lo mejor para la tensión. También dicen que te ayuda con los problemas de disfunción... ya sabes... ahí abajo.

-¿Disfunción eréctil?

Plata enrojeció.

-Yo no, ¿eh? Nunca lo he necesitado. Bueno recuerdo una vez con un cuerpo..., pero al final no me hizo falta. En fin, es lo que dicen... Pero cambiemos de tema. ¿Qué hace una preciosidad como tú aquí sola? Y tan triste. Que me lleve el diablo si consiento que tú, la rastreadora más bonita del mundo, lo pase mal.

Ahora fue Sara la que se puso roja. Plata era con diferencia la persona más extraña que jamás había conocido. Se sentía tan confusa que no sabía bien cómo clasificarle. Al principio pensó que estaba loco, pero le extrañó que nadie le tratara como tal. Cuando desvariaba con los dragones, Sara no se atrevía a llevarle la contraria, a decirle que los dragones no existían. Hablaba con entrega, de un modo tan apasionado, que ella casi había llegado a creer en su existencia.

Y cuando le hablaba a ella, cuando la alababa... Sara percibía sinceridad en sus palabras. Le intimidaba un poco esa manera tan franca y directa de expresarse.

-Buscaba la cocina -dijo Sara-. Tengo un poco de hambre. Pero creo que me he perdido. Esta casa es más grande de lo que parece.

-No está mal -concedió Plata-. Bien, ya me contarás más tarde qué te ha hecho Álex para que estés así. Tengo que ver a Miriam. Espero convencerla para que me lleve al cónclave, ¿sabes?

-Ahí es donde van a juzgar al Gris, ¿no? ¿Vas a ayudarle?

-Lo había olvidado. -Plata se dio un golpe en la cabeza, ligeramente más fuerte de lo que había calculado-. Qué memoria la mía. Uhmm... Lo cierto es que solo iba a pasarme para ver qué se cuentan los ángeles. Hay un par de ellos que hace mucho que no veo, ¿sabes? Oh, les hablaré de ti por supuesto. Se volverán locos de envidia -dijo con una mueca de completa felicidad-. El caso es que me preguntaba si me ayudarías a buscar a Miriam. Odio admitirlo, pero aún no camino muy bien solo.

-Yo te acompañaré.

Empezaba a gustarle su compañía. Plata no paraba de decir cosas que ella no terminaba de entender. Algunas parecían auténticos desvaríos sin sentido, pero otras daban exactamente en el clavo, como cuando había mencionado su disgusto con Álex. Plata sabía mucho más de lo que sus palabras traslucían.

Intentó que hablara de nuevo de los ángeles, del cónclave y del Gris, mientras le ayudaba a recorrer los pasillos, pero no hubo manera. Plata vio una alfombra, que según él, era idéntica a una escama de dragón, y fue imposible hacerle cambiar de tema. Estaba obsesionado con los dragones, de eso no había duda.

Avanzaron por un pasillo lleno de cuadros.

-... y cuando la fiera aparezca -continuaba Plata-, quiero que te sitúes detrás de mí. ¡No acepto discusiones en eso! Yo te protegeré del dragón. No son simples lagartos con alas, ¿sabes? Solo un experto puede medirse con ellos... ¡Vaya! ¡Qué cosa más fea! ¿Lo has visto?

Sara casi se cayó al suelo. Plata se había detenido de golpe y ella no se esperaba el tirón en el brazo que tenía entrelazado con él.

-¿El cuadro? -preguntó sin entender nada.

-Es un Rembrandt -explicó Plata mirando con mucha atención-. Era un holandés con muy mal genio, un idiota, nunca me cayó bien. Me hizo un retrato horrible, le odio. Voy a destrozarlo ahora mismo.

-¡No, espera! -Sara detuvo a tiempo el puño de Plata, que ya volaba hacia el cuadro. No era ninguna experta en arte, pero un cuadro de Rembrandt debía de ser excepcionalmente caro, y una pérdida irreparable para el mundo artístico-. No puedes romperlo, es muy valioso.

-¿Te gusta? -preguntó Plata asombrado-. Entonces debo disculparme. Yo nunca destrozaría algo que tenga valor para ti, querida.

Sara prestó más atención. Era un retrato. Había una mujer de medio perfil sobre un fondo negro. Le pareció más bien fea.

-Tampoco es que me encante, pero no...

-No necesitas explicarte -la cortó Plata-. Si es importante para ti, también lo es para mí. Es que Rembrandt no me cae bien, eso es todo. Aprendió a hacer retratos practicando con vampiros, ¿a que no sabías eso? Algunos de sus retratos más famosos eran de chupasangres. A los vampiros les encanta que les dibujen. Como no pueden mirarse en el espejo, así pueden verse la cara. Claro que eso era antes de que inventaran la cámara de fotos. Es la tecnología que más les gusta. Y por eso van siempre tan mal peinados. Tengo un amigo brujo que dice que es porque les gusta dar una imagen rebelde, pero no es por eso. ¿Sabes lo difícil que es peinarse sin un espejo? Parece fácil, pero siempre te dejas algún pelo fuera de lugar.

-¿Y por qué no se peinan unos a otros?

Plata la miró. Se sumió en un extraño silencio, torció un poco la cabeza. Y finalmente, habló:

-Una vez más, tu audacia me asombra -dijo Plata rebosando admiración-. Tengo que encontrar a un vampiro sin falta y preguntarle por qué no se peinan unos a otros o no podré dormir. Necesito saberlo. ¿Dónde puedo encontrar a un maldito chupasangre a estas horas? Ya sé. Buscaré a una jovencita virgen, les gustan mucho... ¡Ah!

Plata gritó de repente, aulló, arqueó la espalda hacia atrás. Sara no pudo evitar que se cayera, se tendió junto a él y trató de ver qué le pasaba. Se movía mucho, descontrolado. Sara no sabía qué hacer.

-¡Quema! -chilló Plata-. ¡Duele!

-No veo nada, Plata. ¿Dónde te duele?

No había sangre, ni ningún objeto con el que se hubiera podido golpear.

-La... espalda... -logró decir Plata entre convulsiones.

Sara comprendió que intentaba quitarse el jersey. No paraba de moverse y tuvo dificultades para ayudarle, pero lo consiguió.

-Ya está. ¿Te sientes mejor?

-¡Quema! ¡Mi espaldaaaa!

Le dio la vuelta. Estaba muy delgado, se le marcaban las costillas. Pero no había nada anormal, excepto...

-Tienes una cicatriz vertical. ¿Es eso lo que te duele?

-¡Quemaaaaaa!

Estaba agonizando, empeoraba. Lo que fuera que le estuviera haciendo daño debía de estar dentro de su cuerpo. ¿Tal vez un infarto? No parecía probable. Le sonaba que, de ser ese el caso, se quejaría de dolor en el pecho, no de ardores en la espalda. Sin embargo tenía que hacer algo. Plata estaba sufriendo. Debía pedir ayuda, pero no sabría explicar cuál era el problema. Entonces se le ocurrió leer a Plata. Por algo era una rastreadora.

Le sujetó tan fuerte como pudo. Estiró el dedo índice y repasó la cicatriz de la espalda. Medía unos cuatro centímetros y discurría paralela a la columna vertebral, separada un par de centímetros hacia la derecha. La yema del dedo alcanzó el final de la cicatriz y Sara sintió un fuerte chispazo. Retiró la mano involuntariamente.

Plata dejó inmediatamente de moverse.

-¡Qué frío tengo! ¿Dónde está mi jersey?

Sara no podía creerlo. Plata lucía una expresión de completa normalidad, como si no hubiera estado desgarrándose la garganta de dolor hacía medio segundo.

-¿Te encuentras bien? ¿Ya no te duele? -preguntó frotándose el dedo, que aún le dolía por el chispazo.

-¿Qué ha de dolerme? -preguntó Plata-. Maldición, he vuelto a caerme -dijo al descubrir que estaba en el suelo-. Odio ser alto, lo juro. Lo que no entiendo es por qué estoy medio desnudo. Tengo tanto frío que ni el fuego de un dragón...

Sara le tendió el jersey, lo último que quería era que empezara a hablar de nuevo de dragones. Plata lo cogió, visiblemente contento, y se lo puso.

-¿No te duele la espalda?

-¿Debería? -preguntó Plata-. Pues no, no me duele. Ha sido una caída tonta, nada más. Tu preocupación por mí es conmovedora. Me halaga. Y abusando un poco de tu generosidad, me arriesgaré a pedirte un favor. ¿Te importaría ayudarme a encontrar a Miriam? Verás, quiero convencerla para que me lleve al cónclave...

Esta vez no prestó atención a las palabras de Plata, que por supuesto, renovarían su petición inicial. Sara nunca había estado tan desconcertada, tan insegura respecto a una persona.

Lo peor de todo era que mientras Plata se ponía el jersey, Sara había alcanzado a ver su espalda una última vez. No había ninguna cicatriz.

***

Miriam retiró el lado derecho de su chaqueta de cuero y se arrodilló sobre la pierna izquierda. Aflojó un poco el nudo que mantenía el martillo sujeto al muslo. Quería asegurarse de poder sacarlo con la máxima rapidez y suavidad.

No esperaba problemas con el Gris, pero no sería el primero en oponer resistencia a una detención. Sus órdenes eran tajantes, Mikael había sido muy explícito respecto a la forma de proceder en caso de que el Gris no aceptara su autoridad. Y Miriam no vacilaría en cumplir con su cometido. Ya había aprendido hacía mucho tiempo las consecuencias que conlleva un fracaso.

La primera misión de Miriam había sido detener a un falso cura que había ayudado a un fantasma a permanecer oculto en su iglesia. El sacerdote era un hombre obeso, de avanzada edad. Miriam se confió y eso fue un error. Tardó demasiado en desenfundar su arma y el fantasma la golpeó y se apoderó del martillo. Son muy pocos los fantasmas capaces de materializarse de manera continuada para poder sostener objetos, solo los más fuertes pueden hacerlo. Pero eso no era excusa. Ella debía de haber contemplado la posibilidad y anticiparse. Por suerte, recuperó su martillo y apresó al falso sacerdote, pero a los ángeles no les gustó que el arma de un centinela cayera temporalmente en manos ajenas.

El castigo fue brutal, ejemplar. La tuvieron colgada de las manos durante tres días, desnuda, y sin comer ni beber. Se hacía sus necesidades encima y apenas dormía unos minutos. El último día llegó Mikael, el ángel que se lo había enseñado todo. Arrastraba un látigo, largo y fino, apenas visible. Miriam contó siete latigazos antes de perder el conocimiento, siete silbidos de fuego, de puro tormento, que le hicieron conocer una nueva dimensión del dolor. Al despertar encontró más de siete líneas rojas en su espalda, bastantes más. El ángel, su maestro, había continuado el castigo mientras ella pendía inconsciente, desangrándose.

Miriam no volvió a descuidar su martillo. Y no se iba a presentar ante un posible fugitivo sin estar preparada, aunque estuviera herido.

Terminó la revisión del arma y se incorporó. Se topó con un rostro serio y abatido, que no lograba ocultar la preocupación de su dueño.

-Quiero hablar contigo, centinela -dijo Mario Tancredo.

-No tengo tiempo.

-Mi hija está poseída por un demonio. -El empresario bloqueó el pasillo. Miriam se detuvo, apretó los labios.

-Yo no puedo hacer nada, lo siento.

Mario se mantuvo firme.

-Puedes escucharme un minuto. No es mucho pedir dado que el Gris está indispuesto y no irá a ninguna parte.

Miriam percibió el dolor en su voz, reprimido en su interior bajo toneladas de rabia y frustración. Un dolor que comprendía, con el que era fácil identificarse. Y sin embargo no era asunto suyo. Tenía órdenes que cumplir.

-Medio minuto -repuso.

-Bastará. Quiero salvar a mi hija. Nada más me importa...

-No soy una exorcista -le interrumpió-. Tengo una misión y no me puedo retrasar.

-No pretendo que expulses al demonio -aclaró Mario-. Ya tengo a alguien para eso, pero necesito que no interfieras. ¿Cuánto quieres por dejar al Gris acabar el trabajo?

-¿Dinero? ¿Quieres comprar a una centinela con dinero?

-Con mucho dinero -puntualizó el millonario-. Todos tenemos un precio. Di el tuyo.

-Es cierto que todos tenemos un precio -dijo Miriam-. Pero tú no puedes pagar el mío. ¿Crees que hay algo de vuestro mundo que me interesa? ¿Qué piensas que haría yo con tu dinero? ¿Comprarme una casa como esta? ¿Tal vez dedicarme a la moda y comprar cada nuevo modelo que saquen las grandes firmas? ¿Eso hace tu mujer? ¿Es esa tu idea de una mujer?

-Puedes gastar el dinero como te plazca. No me incumbe. Cómprate lo que quieras.

Miriam resopló con una sonrisa torcida.

-Lo que yo quiero no se puede comprar. No con dinero, al menos. Y tú no lo entenderías. ¡No insistas! Tus asuntos no me importan. El medio minuto ha terminado.

Al principio Mario no se apartó. Entonces, los ojos azules de Miriam relampaguearon, su melena se agitó y su brazo derecho se puso tenso. Entonces Mario retrocedió.

La centinela pasó a su lado sin mirarle siquiera. Apartó de sus pensamientos al millonario y se concentró en el Gris. Era el momento de comprobar si opondría resistencia, si desafiaría abiertamente a los ángeles. Miriam lo dudaba, el Gris no era ningún estúpido, pero había algo que no encajaba en esta ocasión.

No importaba que hubiera matado o no a Samael, el Gris debía saber que irían tras él, que Mikael estaría encantado de aprovechar la ocasión para aplastarle. Miriam hubiera apostado a que se ocultaría y trataría de escapar de algún modo, especialmente si era inocente, para ganar tiempo hasta que descubrieran al verdadero culpable. Sin embargo, el Gris no había huido. No le entendía..., y no le importaba.

La habitación estaba cerrada por dentro, el pomo no giraba. Miriam golpeó la puerta, llamó con un grito. Escuchó movimiento al otro lado, susurros, no le gustó. Con un suave tirón, extrajo el martillo. El primer golpe desencajó la puerta, el segundo la derribó, la convirtió en astillas.

La centinela entró en la habitación. Una triste lámpara de mesa despedía una luz escasa, que dejaba la estancia en las tinieblas. Captó un fugaz movimiento por el rabillo del ojo, a su derecha. Era el Gris, silencioso y discreto, apenas perceptible al amparo de las sombras. Y peligroso. Miriam empuñó con fuerza el martillo, se dispuso a atacar.

Entonces le llegó un silbido por el lado opuesto, por la izquierda. Volvió la cabeza y lo vio. No era demasiado tarde.

-Por fin te encuentro -dijo la voz de Plata a su espalda-. Venía a ofrecerte mi protección para ir al cónclave. No dudo...

Miriam no podía hacerle caso. Un puñal volaba directamente hacia ella, rasgando el aire que la separaba de Álex, quien lo acababa de arrojar. Debía girar el cuerpo e interponer el martillo en la trayectoria o estaría muerta. Era rápida, podía conseguirlo.

-... y te alegrarás de que te escolte por si te ataca un dragón -seguía Plata-. Su fuego es... ¡Maldición!

Tropezó. Miriam alcanzó a ver cómo caía sobre ella, interrumpiendo el movimiento de su arma. Los dos metros de estatura de Plata la cubrieron por completo y ambos cayeron al suelo. La centinela perdió el martillo, que rodó por el suelo.

Se sacudió de encima el cuerpo y se puso en pie tan rápido como pudo. Plata no se movía. El mango de un puñal sobresalía de su espalda. La hoja era de unos cuatro centímetros y estaba profundamente clavada a dos dedos de la columna vertebral.

Sonaron pasos a la derecha. Miriam no podía ocuparse de Plata, aún estaba en peligro. Tenía que encontrar su martillo.

Y lo hizo.

Su formidable arma estaba bajo la bota del Gris. Eso la dejaba indefensa.

            
            

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