La Casa de Los Vampiros
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Capítulo 2 2

Todo esto se arremolinaba en mi cabeza mientras sentía que otro pequeño ataque de risa histérica intentaba escapar de mi garganta, y casi estuve agradecida cuando salió en forma de tos.

-¿Zoey? ¿Estás bien? -La voz de Kayla sonaba demasiado alta, como si alguien la pellizcase, y se había alejado otro paso de mí.

Suspiré y sentí mi primera semilla de ira. Yo no había pedido nada de esto. K y yo habíamos sido las mejores amigas desde tercero y ahora me miraba como si me hubiese transformado en un monstruo.

-Kayla, soy yo. La misma de hace dos segundos y hace dos horas y hace dos días. -Hice un gesto de frustración hacia el dolor punzante de mi cabeza-. ¡Esto no cambia quién soy!

Los ojos de K se llenaron otra vez de lágrimas, pero, afortunadamente, su teléfono comenzó a sonar con el Material Girl de Madonna. De forma automática, miró el identificador de llamada. Adiviné por su expresión de cordero degollado que se trataba de su novio, Jared.

-Venga -dije con voz floja y cansada-. Vete a casa con él.

Su mirada de alivio fue como una bofetada en la cara.

-¿Me llamas luego? -lanzó por encima del hombro, mientras emprendía una rápida retirada por la puerta lateral.

La observé correr por el césped del lado este hacia el aparcamiento. Pude ver cómo llevaba el teléfono móvil aplastado contra la oreja y hablaba con Jared en pequeñas y animadas ráfagas. Estoy segura de que ya le estaba contando que me estaba convirtiendo en un monstruo.

El problema, por supuesto, era que convertirse en un monstruo era la más atractiva de mis dos opciones. Opción número uno: me convierto en un vampiro, que es igual que un monstruo para cualquier ser humano. Opción número dos: mi cuerpo rechaza el cambio y muero. Para siempre.

Así que las buenas noticias eran que no tendría que hacer el examen de geometría al día siguiente.

Las malas noticias eran que tendría que mudarme a La Casa de la Noche, un internado privado en la periferia del centro de Tulsa, conocido por todos mis amigos como Escuela de Adiestramiento Vampírico, en la que pasaría los próximos cuatro años sufriendo extraños e innombrables cambios físicos, así como un cambio de vida radical y permanente. Y todo eso solo si aquel proceso no me mataba.

Genial. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Tan solo quería intentar ser normal, a pesar de la carga que suponían mis padres ultraconservadores, el trol que tenía por hermano pequeño y mi «soy tan perfecta» hermana mayor. Quería aprobar geometría. Quería seguir teniendo notas altas para que me aceptasen en la escuela de veterinaria de la Ohio State y largarme de BrokenArrow, Oklahoma. Pero, por encima de todo, quería encajar; al menos en la escuela. Lo de mi casa era una tarea imposible, así que lo único que me quedaba eran mis amigos y mi vida lejos de la familia.

Ahora también se me estaba arrebatando eso.

Me froté la frente y luego me revolví el pelo hasta que casi me cubrió los ojos y, con un poco de suerte, la marca que había aparecido sobre ellos. Me apresuré hacia la puerta que conducía al aparcamiento de alumnos con la cabeza gacha, como si estuviera fascinada con la porquería que se había acumulado en mi bolso.

Pero me detuve poco antes de salir. A través de los cristales que se juntaban en las puertas de aspecto institucional podía ver a Heath. Las chicas se arremolinaban a su alrededor, haciendo poses y lanzando el pelo al aire, mientras que los chicos daban ridículos acelerones a sus enormes camionetas e intentaban (y en la mayoría de los casos fracasaban) parecer guays. ¿Quién iba a pensar que yo elegiría sentirme atraída por eso? No, en honor a la verdad debo recordarme a mí misma que Heath solía ser increíblemente dulce, e incluso tenía sus momentos. La mayoría de ellos cuando tenía el detalle de estar sobrio.

Las risillas tontas y agudas de las chicas llegaban revoloteando hasta mí desde el aparcamiento. Genial. Kathy Richter, el putón de la escuela, intentaba dar un manotazo a Heath. Incluso desde mi posición era obvio que ella pensaba que golpearle era una especie de ritual de apareamiento. Como de costumbre, el despistado Heath no hacía otra cosa que quedarse allí sonriendo. Bueno, qué diablos, mi día no iba a ir mucho mejor. Y ahí estaba mi Volkswagen Escarabajo color turquesa de 1966, justo en medio del grupo. No. No podía salir ahí. No podía caminar entre ellos con esta cosa en la frente. Nunca más podría volver a formar parte de ellos. Sabía demasiado bien lo que harían. Recordé al último chico al que un rastreador había elegido en el Instituto Sur de Secundaria.

Sucedió al inicio de curso del año pasado. El rastreador había venido antes del comienzo de las clases y había identificado al chico cuando se dirigía a su primera hora de clase. No pude ver al rastreador, pero vi al chico después, durante un instante, después de que soltase sus libros y saliera corriendo del edificio, con la marca brillando en su pálida frente y las lágrimas empapando sus blanquísimas mejillas. Nunca olvidaré lo abarrotados que habían estado los pasillos aquella mañana y cómo todo el mundo se había apartado de él como si tuviera la peste cuando corrió para huir por la puerta principal de la escuela. Yo había sido uno de esos chicos que se apartaron de su camino y se le quedaron mirando, a pesar de que sentía auténtica lástima por él. Lo único que no quería era ser etiquetada como «esa chica que es amiga de esos bichos raros». Ahora resulta bastante irónico, ¿verdad?

En vez de ir hacia mi coche, me dirigí hacia el baño más cercano, que por suerte estaba vacío. Había tres puertas de inodoro. Sí, comprobé cada una por si había pies. En una pared había dos lavabos, sobre los cuales colgaban dos espejos de tamaño medio. Frente a los lavabos, la pared opuesta estaba cubierta por otro enorme espejo que tenía una repisa debajo para dejar los cepillos, el maquillaje y qué sé yo qué más. Puse el bolso y el libro de geometría en la repisa, respiré hondo y de un solo movimiento levanté la cabeza y me puse el pelo hacia atrás.

Era como mirar a la cara de un desconocido que te es familiar. Ya sabes, esa persona que ves entre la multitud y que jurarías que conoces, pero que en realidad no es así. Ahora esa persona era yo: la desconocida familiar.

Tenía mis mismos ojos. Eran del mismo color avellana que nunca podía decirse si tendía al verde o al marrón, pero mis ojos nunca habían sido tan grandes y redondos. ¿O sí? Tenía el mismo pelo que yo. Largo y liso y casi tan oscuro como había sido el de mi abuela antes de que empezara a volverse canoso. La desconocida tenía mis mismos pómulos elevados, mi nariz larga y fuerte y mi boca ancha; más rasgos heredados de mi abuela y de sus ancestros cheroqui. Pero mi cara nunca había sido así de pálida. Siempre había tenido un tono oliváceo, con la piel más oscura que nadie de mi familia. Aunque tal vez no era que mi piel estuviese de repente muy blanca... Quizá solo parecía pálida en contraste con el contorno azul oscuro de la luna creciente perfectamente situada en el centro de mi frente. O quizá era aquella horrible luz de fluorescente. Esperaba que fuera por la luz.

Observé el tatuaje de aspecto exótico. Unido a mis fuertes rasgos cheroqui, parecía otorgarme un toque salvaje... como si perteneciese a un tiempo antiguo en el que el mundo era más grande... más primitivo.

A partir de aquel día mi vida no volvería a ser la misma. Y por un momento - solo un instante- me olvidé del miedo a no encajar y sentí un inesperado arrebato de placer, mientras muy dentro de mí la sangre de la gente de mi abuela se regocijaba.

            
            

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