La Casa de Los Vampiros
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Capítulo 6 6

Me senté en la cama y tosí mientras escuchaba a mi madre hacer una llamada desesperada al número de emergencias del loquero, seguida por otra llamada igual de histérica que activaría la cadena de oraciones de las temidas Gentes de Fe. En unos treinta minutos nuestra casa comenzaría a llenarse de mujeres gordas y de sus maridos pedófilos de ojos brillantes. Me llamarían a la sala de estar.

Mi marca sería considerada un gran y embarazoso problema, así que seguro que me untarían con cualquier porquería que me obstruiría los poros y me provocaría un grano como el ojo de un cíclope, para luego plantar sus manos sobre mí y rezar. Pedirían a Dios que me ayudase a dejar de ser una adolescente tan horrible y un problema para mis padres. Ah, y el pequeño asunto de mi marca también debía ser resuelto.

Si fuese todo tan sencillo. Con mucho gusto haría un trato con Dios para ser una buena chica en lugar de cambiar de escuela y de especie. Incluso haría el examen de geometría. Bueno, vale. Quizá el examen de geometría no. Pero que conste que yo no pedí convertirme en un monstruo. Todo esto significaba que tendría que irme y comenzar otra vida en un lugar donde sería una chica nueva. Un lugar en el que no tenía amigos. Cerré los ojos con fuerza, haciendo un esfuerzo para no llorar. La escuela era el único lugar en el que me sentía verdaderamente en casa. Mis amigos eran mi única familia. Me apreté la cara con los puños para evitar llorar. Paso a paso. Haría esto paso a paso.

No iba a poder lidiar con todos los clones del perdedor de mi padrastro de ninguna manera. Y, por si las Gentes de Fe no fueran suficiente problema, la horrible sesión de oraciones sería seguida por otra sesión igualmente insoportable con el doctor Asher. Me haría un montón de preguntas sobre cómo me sentía sobre esto y lo otro. Entonces, seguiría parloteando más y más sobre la rabia adolescente y lo normal que era la angustia, pero que solo yo podía decidir el impacto que tendría en mi vida... bla... bla... y ya que esto era una «emergencia», era probable que quisiera verme dibujar algo que representase mi niña interior o lo que fuera.

Estaba claro que tenía que largarme de allí.

Por suerte siempre había sido la niña mala y estaba preparada para una situación así. Vale, no estaba pensando precisamente en escaparme de casa para huir y unirme a los vampiros cuando puse una llave adicional del coche bajo la maceta que había fuera de mi ventana. Tan solo consideré que podría querer escaquearme para ir a casa de Kayla. O, si quería ser mala de verdad, podría encontrarme con Heath en el parque y enrollarme con él. Pero entonces Heath había empezado a beber y yo a convertirme en un vampiro. A veces la vida no tiene ningún sentido.

Cogí la mochila, abrí la ventana y con una facilidad que decía más de mi naturaleza pecaminosa que las aburridas charlas del perdedor de John, me asomé al exterior. Me puse las gafas de sol y eché un vistazo. No eran más de las cuatro y media o así y aún no había oscurecido, así que me alegré de que la valla protectora me ocultase de nuestros horriblemente ruidosos vecinos. En ese lado de la casa las únicas otras ventanas que había pertenecían a la habitación de mi hermana y ella seguro que estaba todavía en el ensayo de animadoras. (El infierno debía estarse congelando, porque por una vez estaba verdaderamente contenta de que el mundo de mi hermana girase alrededor de lo que ella llamaba «el deporte de animar»). Dejé caer la mochila primero y luego la seguí despacio fuera de la ventana, teniendo cuidado de no hacer ni el más mínimo ruido al caer sobre la hierba. Me detuve allí durante demasiados minutos, enterrando la cara en los brazos para silenciar mi horrible tos. Después me agaché, levanté el borde de la maceta que contenía la planta de lavanda que la abuela Redbird me había regalado y tanteé con los dedos hasta que encontré la llave de metal cubierta por la hierba aplastada.

La verja ni siquiera chirrió cuando la abrí y la crucé lentamente como uno de los ángeles de Charlie. Mi precioso Escarabajo estaba ahí donde siempre había estado, justo frente a la tercera puerta de nuestro garaje de tres plazas. El perdedor no me dejaba aparcarlo dentro porque decía que la cortadora de césped era más importante. (¿Más importante que un Volkswagen clásico? ¿Cómo? Eso apenas tenía sentido. Madre mía, casi sonaba como un chico. ¿Desde cuándo me importaba lo clásico que fuese mi Escarabajo? Sí que debía estar Cambiando). Miré a ambos lados. Nada. Corrí hacia el Escarabajo, entré, puse punto muerto y me sentí realmente afortunada de que el camino de entrada estuviera inclinado de esa forma tan absurda cuando mi maravilloso coche rodó con suavidad y en silencio hacia la calle. A partir de ahí, no tenía más que ponerme en marcha hacia el este y salir pitando del barrio de las casas grandes y caras.

Ni siquiera miré por el retrovisor.

Estiré el brazo y apagué el teléfono móvil. No quería hablar con nadie.

No, eso no era del todo verdad. Había una persona con la que sí que me apetecía hablar. Ella era la única persona del mundo que estaba segura que no miraría mi marca y pensaría que era un monstruo o un bicho o una persona verdaderamente horrible.

Como si el Escarabajo me leyese la mente, pareció desviarse solo hacia la autopista que llevaba a Muskogee Turnpike y, al final, al lugar más maravilloso de este mundo: la granja de lavanda de mi abuela Redbird.

A diferencia del camino de la escuela a casa, el viaje de hora y media hacia la granja de la abuela Redbird pareció eterno. Para cuando dejé la autopista de doble carril para coger la compacta y sucia carretera que llevaba a casa de la abuela, el cuerpo me dolía incluso más que la vez que contrataron a aquella profesora de gimnasia loca que pensaba que debíamos hacer descabellados circuitos de pesas mientras ella chasqueaba su látigo y se reía. Vale, a lo mejor no llevaba un látigo, pero aun así. Los músculos me dolían a rabiar. Eran casi las seis y el sol al fin empezaba a ocultarse, pero los ojos todavía me escocían. De hecho, incluso la luz solar ya debilitada hacía que sintiese en la piel un hormigueo extraño. Me alegré de que estuviésemos a finales de octubre y que al fin el tiempo se hubiera vuelto lo suficientemente fresco para que pudiese llevar mi sudadera con capucha de la Invasión Borg en 4D (lo sé, es una atracción de StarTrek: La nueva generación en Las Vegas y, por triste que parezca, a veces soy una friki total de StarTrek) que, por suerte, me cubría la mayor parte de la piel. Antes de salir del Escarabajo, rebusqué en el asiento de atrás hasta que encontré mi vieja gorra de camionero de Oklahoma State y me la planté en la cabeza para protegerme la cara del sol.

La casa de mi abuela se encontraba entre dos campos de lavanda y le daban sombra enormes y viejos robles. Fue construida en 1942 con pura piedra de Oklahoma y tenía un cómodo porche y ventanas de un inusual gran tamaño. Me encantaba aquella casa. Solo el hecho de subir las pequeñas escaleras de madera que llevaban al porche me hacía sentir mejor... Segura. Entonces vi la nota pegada en la puerta. Era fácil reconocer la bonita letra de la abuela Redbird: Estoy en el acantilado recogiendo flores salvajes.

Toqué el suave papel con esencia de lavanda. Siempre sabía cuándo iba a ir a visitarla. Cuando era pequeña solía pensar que era extraño, pero a medida que fui creciendo aprecié ese sexto sentido que ella tenía. Toda mi vida había sabido, no importaba lo que pasara, que podía contar con la abuela Redbird. Durante aquellos horribles primeros meses después de que mamá se casara con John creo que me hubiese marchitado y muerto si no hubiera podido escapar cada fin de semana a casa de la abuela.

Durante un segundo consideré entrar en la casa (la abuela nunca cerraba las puertas) y esperarla allí, pero necesitaba verla, que me abrazase y me dijera lo que habría querido oír decir a mamá. No tengas miedo... No va a pasar nada... Haremos que no pase nada. Así que, en lugar de ir dentro, me dirigí al pequeño camino de venados al borde del campo de lavanda situado más al norte. Este llevaba a los acantilados y lo seguí, dejando que mis dedos recorriesen la parte de arriba de las plantas más cercanas a medida que caminaba, de forma que liberaran su esencia dulce y plateada hacia el aire que me rodeaba como si me diesen la bienvenida a casa.

Parecía que habían pasado años desde la última vez que estuve allí, a pesar de que sabía que solo habían pasado cuatro semanas. A John no le gustaba la abuela. Pensaba que era extraña. Incluso le había oído decir a mamá que la abuela era «una bruja que iría al infierno». Es todo un cretino.

Entonces me llegó un pensamiento repentino y me detuve por completo. Mis padres ya no controlaban lo que yo hacía. No iba a vivir nunca más con ellos. John ya no podía decirme lo que tenía que hacer.

¡Uau! ¡Qué flipe!

Tan flipante que me produjo un espasmo de tos que hizo que me rodease a mí misma con los brazos, como si intentara mantener mi pecho en su sitio. Necesitaba encontrar a la abuela Redbird, y necesitaba encontrarla ya.

            
            

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